Que nos devuelvan el verano

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Un taxista murió. Fue a la madrugada. Murió donde se espera que sucedan los crímenes: en la periferia. Donde las leyes no se aplican o se parecen demasiado a las leyes de las películas de indios y vaqueros con que los yanquis trataron de educar el mundo hace 60 años. Pero los yanquis aprendieron y se reciclaron en héroes cibernéticos salidos de las series y sus sinónimos. Los que no aprendimos somos nosotros. La periferia sigue siendo el escenario fuera de la ley que tanto preocupa a la clase media. No hay remake de Hollywood ni adaptación de Campanella que pueda hacernos avanzar. Por eso mataron al taxista como a un perro, a un caballo, o a un ser humano, se puede decir en los tiempos que corren. Yo salí de trabajar esa misma madrugada. No había taxis en la parada donde siempre tomo. Crucé la avenida, para alejarme del mar, y del otro lado encontré uno. Ni el taxista ni yo sabíamos que había muerto un trabajador como él. Ni él ni yo teníamos un poco más de miedo. Porque miedo nos enseñaron a tener todos los días. Me habló de lo floja que fue la temporada. De la noche que se termina. De un boliche que en realidad es tres y tiene un mismo dueño. La Vinoteca es uno. Los otros no me importan. El taxista me dijo que tiene un auto similar al del dueño de la Vinoteca. O una camioneta. No entendí. Que la usa para viajar a Buenos Aires, e incluso duerme en la camioneta. Pero para dormir sale de La Capital. Le pregunté dónde duerme. Y me contestó que en Brandsen. Porque en Capital no se puede dormir ni siquiera en las estaciones de servicio. Todo esto me contó sin saber que sus compañeros empezaban el paro que paralizaría el resto del día. Cuando me bajé en casa y pagué el importe que varía en uno o dos pesos según la velocidad y la sincronización de los semáforos, ya estaba decidido que el resto del día no habría colectivos, taxis ni remises. Entré en silencio. Las nenas dormían en su pieza. Mi señora también. Me senté en el living frente al televisor. Estuve una hora mirando imágenes sin sonido. Las escenas mudas iban de gente en una plaza a un balcón, intercaladas con caras de periodistas que movían sus bocas diciendo vaya Dios a saber qué cosa. El titular del canal era esclarecedor: El Papa es argentino. Me sorprendí, no por la elección, me sorprendí porque mis amigos no me llamaron para comentarme su alegría. Mis padres no me hablaron, emocionados. Ni mi mujer me mandó un mensaje, conmovida. Quedar al margen ha sido siempre el precio de ser agnóstico y otra vez la vida es una canción y canta que la vida se parece una fiesta a la que nadie se molestó en invitarme. Ahora en la pantalla muda, todo se vuelve una cosa, una sola expresión. Desfilan personajes, opiniones, parientes lejanos. Son las tres de la mañana y en la pantalla aparece una foto donde el nuevo Papa en su antiguo rol de cura le pone una hostia en la boca a un dictador asesino. Me indigno. Subo el volumen y uno de los conductores me explica que el cura en la foto no es el Papa. Es otro. Me dice que no podría ser nunca, por edad: la foto tiene 30 años y en la foto el cura se parece al Papa hoy. Pasan un discurso que dio el Papa antes de ser Papa en contra del matrimonio igualitario. Leo que el Papa viaja en subte. Las nenas se despiertan. El volumen de las noticias las despierta. Una llora. Mi mujer se levanta y se sorprende de verme en el living. Pregunta qué carajo estoy haciendo, casi desnudo, mirando televisión. Es una buena pregunta. Pienso que el taxista no me comentó nada del Papa. Pienso que el otro taxista, el muerto, tuvo la desgracia de morir el mismo día que eligieron a un Papa argentino. Nadie habla de su muerte. Aunque quizás se lo mejor. El olvido. Y en una de esas, hasta el nuevo Papa lo ayude a subir más rápido al cielo. En este mundo ya no hay forma en que pueda ayudarlo.

Sebastián Chilano
Sebastián Chilano
Nació en 1976. Vive en Mar del Plata. Es escritor y médico clínico. Su última novela, Los preparados, fue publicada en diciembre del 2020 por Editorial Obloshka.

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