La casa en la barranca

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Ese año alquilamos una casa en la costa del río Paraná. Con mi mujer nos pusimos de acuerdo para pasar los veinte días de vacaciones en un lugar completamente desconocido. Dejamos atrás el mar y las sierras, nuestros lugares habituales de descanso. Cuando frené el auto al borde de las barrancas y junto a la casa nos dimos cuenta de que no nos habíamos equivocado. 

Era el atardecer más sensacional que jamás habíamos visto; las nubes estaban iluminadas por ese tipo de luz que se derrite como lacre sobre las altas costas, laqueándolas de color infierno, y el río parecía de celofán líquido. El sol moría como un gran emperador chino.

Luli y Germán, mis hijos, fueron los que se llegaron hasta el filo del borde y descubrieron una bajada que desembocaba en una playita. Virginia abrió la puerta de la casa y yo estibé las maletas. No era el chalet de Staffordshire pero su encanto silencioso se parecía mucho al paisaje. Impresiones primeras: muebles de algarrobo, macizos, olores amables, paredes de madera salpicadas de cuadritos con fotos desprendidas de almanaques, las habitaciones soñolientas acostumbrándose una vez más a los ruidos, un baño modesto y completo. Poca decoración, dijo Virginia. No es nuestro departamento de Palermo, le dije de reojo. Sonrió. Los chicos ya estaban gritando y saltando sobre las camas de su dormitorio. 

Mirá la cocina, Antonio, me dijo Virginia, encantada. Abrimos las celosías y la noche ya había devorado los últimos celajes del ocaso. Las arboledas lejanas se intuían convertidas en dólmenes de sombra. Solo la luna abría un tajo de mercurio en el río.

Prendimos las luces, las dos farolas de la entrada y una alta y enorme que alumbraba el parque que rodeaba la cabaña.

Cenamos salchichas con papas fritas, Virginia descorchó un cabernet chileno que seguimos bebiendo sentados en unas silletas frente a la noche ventosa del río. La luna en cuarto creciente desgarraba con su filo las pocas nubes que intentaban cubrirla. 

 Ay, Toni, suspiró extasiada Virginia, esto no existe. 

Salud, dije, y la miré. 

Chocamos los vasos –no encontramos copas en la alacena- y presentí en sus ojos un inquietante brillo de pánico. Me detuve en su rostro, me sonrió y me dio un beso rápido. Tuve la certeza de que éramos felices. Unos mosquitos sumados al cansancio del viaje nos llevaron a la cama. Pasamos por el dormitorio de los críos y dormían a pata suelta. 

Miralos a los que pedían una tele porque si no se aburrirían, susurró Virginia.

Antes de cerrar los ojos creí escuchar el motor de una lancha y el oleaje que golpeaba en la playita. A mitad de la madrugada, el crujir de las maderas me despertó. ¿Eran pasos? Me levanté, quise prender la luz, pero la habían cortado. Es lo que pasa en los pueblos, pensé. Me asomé a la negrura y había retornado el silencio. Antes de volverme a la cama, me llamó la atención un brillo en la base de una de las patas de la mesa. Me dormí algo inquieto.

Virginia me despertó con unos mates. Se escuchaban los chillidos de mis hijos en la playita. Eran las ocho y media de la mañana. Empezaba el calor.

Comí unas tostadas con mermelada en el comedor, Virginia arreglaba las camas. Súbitamente recordé el brillo en la pata de la mesa. Me arrodillé y descubrí un pequeño papel metálico, esos que traen los atados de cigarrillos, doblado y atado con una cinta rematada por una piedra roja de plástico. Abrí el atadito y leí: “Sé que estás solo”. El corazón saltó y empezó a hervirme. Decidí ocultar el mensaje. Me aterrorizó. Unos minutos después arrojé al río el papel y la piedrita roja.

Mientras Virginia jugaba con los niños en la playita, recorrí palmo a palmo la cabaña. Lo único novedoso que hallé en un estante fue un grueso libro titulado Mitos de los visigodos, escrito por un tal Erman Bernulf. Lo hojeé. Las páginas, ocres y mordisqueadas por las polillas, mostraban grabados estrambóticos. Atrajo mi atención una frase: “Ojalá que los Dioses misericordiosos te protejan de tus sueños infernales.”

Cerré el libro y decidí no perder el tiempo dándole de comer al miedo.

Los dos primeros días, pasada mi secreta aprehensión, vivimos entretenidos en acompañar a los niños a la playita (los ríos son de cuidado), hacer galletas, comer unos gigantescos sándwiches de jamón, queso, tomate, lechuga y pepinos, ir al centro del pueblo, tomar café en el único bar mientras los chicos corrían desaforados por la plaza, jugar al Scrabble y dormir agotados por el intenso aire que corría entre las barrancas.

Todo empezó el domingo siguiente. No eran más de las once de la noche, los chicos dormían y nosotros jugábamos Scrabble en la cocina. Una noche perfecta, estrellada y suave. El alarido nos congeló. Luli gritaba y lloraba. Corrimos al cuarto de los niños, prendimos la luz y casi sin aire, vimos azorados que los dos dormían profundamente. No lo podíamos creer. ¿Quién gritó si Luli no lo hizo? Nos miramos turbados. Sonaba muy raro haber tenido una alucinación auditiva al unísono.

Regresamos a la cocina, nos sentamos para continuar el juego, tensos, en silencio. Tenía que jugar Virginia. Vimos, ya alterados, cómo se habían modificados las palabras: ahora se leía asfixiados, sanguinolento, señales, tumbas, uñas.

Saltamos haciendo caer las sillas, Virginia jadeaba sin poder emitir sonido, fue entonces que de un manotazo tiré al diablo las letras del juego y optamos por ir al dormitorio.

No pudimos dormir. Tampoco hablamos. Cerré la ventana del cuarto. A eso de la una me levanté, arrastré una silla hasta la entrada y quedé haciendo guardia. Sin arma alguna a la vista, empuñé una cuchilla. La noche se diluía en el silencio hasta que me venció el sueño con las primeras luces del alba.

Me despertaron unos moscardones que me rondaban la cara. Ya eran las seis y el silencio de la casa y los alrededores me inquietó.

Las tres, cuatro horas siguientes fueron de pánico: no hallé rastros de Virginia y de mis hijos en la casa ni en las barrancas ni en las proximidades ni en el río. Los buscaba como un alucinado. La taquicardia me obligó a recostarme en el pasto. No sabía qué pensar, qué imaginar y cómo hacer para detener el horror que me arrasaba. Subí al auto y arranqué rumbo al pueblo.

En el camino la angustia ya me había devorado la razón, me estaba destrozando. Vértigo, confusión, sensación de locura. ¿De qué podría agarrarme para soportar los próximos cinco minutos?

Llegué al pueblo y me dirigí a la inmobiliaria que me había rentado la cabaña. Podría haber ido a la iglesia, a los bomberos, a la policía, al supermercado, estaba enloquecido.

El señor Ulloa me vio entrar y por poco no pega un grito.

  • ¡Por dios, amigo! ¿Qué le pasa? Su cara asusta…

Sólo atiné a mascullar mi familia, desapareció mi familia…anoche…mi familia.

Me calmó, me trajo un vaso de agua helada y me hizo recostar en el sofá de la oficina. Con una toalla mojada me refrescó la frente, su sonrisa era beatífica.

  • Señor Antonio – me preguntó en voz baja- ¿usted estuvo por si acaso leyendo el libro Mitos de los Visigodos?
  • Sí…fue muy rara la sensación que me causó – dije en tanto Ulloa me miraba con ojos piadosos.
  • Serénese, señor Antonio. Usted llegó solo al pueblo, no trajo ninguna familia, es más…-dijo, dio unos pasos hacia el escritorio y regreso con una carpeta plástica, la abrió, me mostró el contrato de alquiler- fíjese, señor Antonio, acá usted se registró como pasajero sin familia, alquiló la cabaña para usted porque, recuerdo ahora, usted me comentó que se sentía muy estresado.
  • ¿Cómo? ¿Qué está usted diciendo? 
  • Señor Antonio, cálmese, vuelva a la casita de la barranca y no lea más ese libro. Regrese, siéntese a observar el paisaje, el río, a esta hora pasan las canoas de los pescadores… Como le digo, tome asiento, relájese y disfrute de la soledad.

Miguel Molfino

Miguel Ángel Molfino
Miguel Ángel Molfino
Periodista, publicista y escritor. En su juventud fue redactor del diario Norte y fue corresponsal del diario El Mundo de Buenos Aires. Es colaborador actualmente de Norte donde los domingos publica su columna “Versiones y per-versiones” y además participa con notas en Página/12, Miradas al Sur, El argentino.com, la revista Cuna, entre otras. En los ’80 colaboró en las revistas El Porteño y Crisis. Ganó el premio Crisis de cuento con su relato “El simple arte de besar” (1986). Fue asimismo, miembro del Consejo Editorial de la revista Puro Cuento que dirigiera Mempo Giardinelli. En 1986 publicó Versiones y Per versiones (crónicas), en 1987 Nueve Cuentos Nuevos (antología de ganadores en categoría Cuento Infantil en el Premio Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias), en 1994 El mismo viejo ruido (cuentos), en 2006 Prosas Escogidas (cuentos), en 2007 Un Libro Raro (relatos, prosas cortas y poemas), en 2009 La Mágica Aldea del Crepúsculo (haikús) y la novela Monstruos perfectos, en 2014 La Polio. Sus narraciones fueron reunidas en antologías de cuentos en Argentina, México, Brasil, Perú y Alemania.

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