Sala de Quimioterapia

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Las luces están dirigidas sobre dos de los sillones. El televisor ilumina un rincón alto en una esquina mientras se escuchan los noticieros locales y una luz más blanca se asoma a través de la ventanita donde está la enfermera. El resto está oscuro. El que se sienta en esos sillones puestos en círculo es un paciente. Alguien que llegó hasta ahí porque se enfermó. Ese lugar contiene la esperanza de la cura, de parar aquello que sucede en los cuerpos.  Drogas elaboradas por una de las industrias de las más oscuras, con contraindicaciones ilegibles, se convierten en una oportunidad.

Entra un hombre en silla de ruedas, acompañado de una mujer que lo ayuda a sentarse. Saludan a la enfermera y dirigen un hola en voz muy baja hacia el resto, quienes responden de la misma manera. Cada uno de los que entra hace lo mismo, intercambian unas palabras con la enfermera acerca de cómo estuvieron y luego un hola casi imperceptible hacia los otros pacientes. Esa pequeña conversación que parece no ser escuchada, es atentamente seguida por todos.  El camino del otro se convierte en un espejo distorsionado, pero el único pequeño mapa de un recorrido incierto.

Cada vez que entro, elijo un sillón diferente. Desde la noche anterior pienso en qué lugar me voy a sentar. Imagino las ventajas y desventajas, y me aseguro de llegar primera, antes que la enfermera. Actúo como si ese lugar tuviera un poder mágico sobre mí. Como si hubiera sillones capaces de abrazarme y otros de matarme o dejarme caer al vacío. Pienso en las veces que en mi vida planeé dónde sentarme, cuando empecé en una escuela nueva y temía no tener compañero de banco, o giré veloz en el juego de la silla, para encontrar un lugar y no quedarme afuera.

La primera vez elegí un sillón bien alejado de la puerta y del noticiero, pero desde allí la veía abrirse y cerrarse, que es como sentarse en la salida de emergencia de un avión.   Esa vez leí y me distraje y aprendí la rutina de cambios de sueros e inyecciones. Lo aprendí como los primeros pasos de descenso a un infierno, que también sería el cielo de una posible curación. El camino de la cura es doloroso, es esa angustia de abrir la puerta y ver en qué lugar sentarme. Un lugar sin ventanas, ni cielo, ni árbol de este otoño frío y largo.

La tercera vez me dediqué a la música: Piazzolla, en un solo de guitarra que tocaba un amigo; pero me hizo llorar tanto que decidí sacarme los auriculares. La cuarta probé con las meditaciones y sentí que mi cuerpo lograba apoyarse en el sillón, como si hasta ese día hubiese estado sentado en el aire. Es ese el único sillón en el que me senté dos veces.

Y por qué escribo sobre lo que no quiero pensar, sobre lo que no quiero recordar. Tal vez porque ese lugar me ganó esa batalla, la de encontrar algo que me alivie. No puedo olvidar el libro o el buzo que llevo ese día, la sala queda atrapada en cada objeto. No es posible olvidar nada y por eso escribo.

Pienso que la cura debería ser bella, un lugar lleno de árboles, donde puedan sus copas acariciarse en el aire. Un cuerpo que se perdió tiene que poder encontrarse. Una fuerza que crece equivocada, sin rumbo, como una planta que en lugar de dar limones le crecen adentro. Entonces algo hay que hacer para que los limones crezcan hacia afuera y conozcan la lluvia, el sol, la libertad de ser ellos mismos.

La vida sabe cómo ser vida, pero mi cuerpo aprendió también a ser muerte. La vida sigue creyendo en sí misma y tendrá que empujar a la muerte para que no avance. Alguna de ellas está sentada en un sillón y la otra le gira alrededor sin tocarla.  Camina lento, pero no deja de girar. Quién de ellas está sentada. La muerte sabe sentarse, pero la vida sabe mirar a los ojos y en algún momento, si sus miradas se unen, gana la vida. Siempre sucede igual. La muerte que se sienta no es la que te lleva, es la que no te deja respirar profundo. La que te lleva es liviana, ágil y bella. La otra te comprime el pecho sin dejarte llorar.

No se puede mover el brazo porque el remedio rojo es espeso y no se puede salir la vía. Pero todo es más inmóvil que ese brazo, es inerte, irreal, distante.

Por entre las hendijas de las maderas que tapa el ventanal veo a un hombre tomando una lata de gaseosa, con una pajita. Después se come un sándwich que imagino muy rico, de pan de panadería, de verano en la playa. Me acuerdo de todas las picadas que comí, con fiambre, queso, salamín, matambre de mi mamá, aceitunas negras. Espero que alguien más use ese patio y coma algo rico, o bese, o simplemente mire el cielo.  Los que están despiertos en la sala miran el celular. Yo miro por entre las maderas, con la esperanza que alguien más aparezca en ese patio.

Me veo espejada en el vidrio, distinta y las veo a ellas dos. Compartimos el sillón, ella ocupa más espacio. Mi silueta se dibuja adentro de su cuerpo. Quiero salir de ella y no puedo. La vida está atrás, pero distraída. Dejó de girar, no sé qué espera.

Vení. Viene. Me mira. La mira y sucede, la muerte empieza a derretirse. Estoy muy fría, el agua se desliza por mi cuerpo y empiezo a temblar. No muevo el brazo, pero cada vez tiemblo más fuerte.

Me van sacando la ropa mojada y queda mi cuerpo desnudo, suave, sin pelos. La enfermera me seca con suavidad y firmeza y me cubre con una tela. No siento miedo. No juzgo, no comprendo.

Veo mucho más de lo que veía antes. Mis ojos recién nacidos descubren formas y colores que no recordaba. Por momentos es como ser parte de un gran caleidoscopio, donde la luz y las sombras definen lo que cambia, sutil, a cada instante. Todo se ordena, pero ya no soy la que era. Veo a una niña de vestido de corderoy rosa, zapatos guillermina, en medio de una ronda. Es su cumpleaños y siente que la miran, que la quieren, que existe. Es la alegría de esa ronda que gira, sus ojos sorprendidos, el canto en las voces infantiles, el pasto, el sauce, el verano. Es el frío de los ojos que evaden, el golpe del adulto que no entiende, la soledad, la infancia que se pierde en un parpadeo. Vuelvo al tiempo donde no había palabras. La piel lastimada. La luz del sol que no alcanza para darme calor.

Todo empieza a pintarse de verdes; los limones lo sienten y  comienzan a emerger, por todos lados, buscando la luz.  Y adentro, mi cuerpo comienza a respirar. Mares de sol me recorren y siento una felicidad nueva, desconocida, irreversible.

Ana Florencia Mayorano

Ana Florencia Mayorano
Ana Florencia Mayorano
Nació en Mar del Plata, en 1971. Es vicedirectora de la Escuela de Artes Visuales Martín Malharro. Fue directora durante diez años de las carreas de Danza y Música Popular en el Profesorado de Arte Adolfo Ábalos. Su etapa formativa la realizó principalmente en la ciudad de Buenos Aires, en Expresión Corporal, Danza Contemporánea, Teatro y Psicodrama (Tato Pavlosky). Actualmente realiza la formación en el taller de Narrativa dictado por Mariano Taborda y Emilio Teno.

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