Paseo de los cisnes

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Alguna vez fueron blancos, inmaculados, los ojos negros y el pico amarillo. Las lluvias y la radiación de las temporadas percudieron la pintura, alteraron su expresión. En su interior un hueco, con un asiento austero en el que cabían dos niños, tal vez un adulto aunque era raro de ver. Su tía le preguntó si quería subir al cisne, Cami negó con la cabeza. Mientras desgajaba un algodón de azúcar, su mirada iba y venía del pastizal, se detenía apenas en los pompones de flores azules o sobre la orilla del estanque artificial.     

Un año atrás, Cami intentaba convencer a su mamá para ir al Paseo de los Cisnes. Insistía con eso y con la muñeca Josefina, que era negra y cantaba. Tené paciencia, no es fácil, tengo que pedírselo a tu padre. Le contestaba cada vez que lo pedía.    

El padre de Cami no toleraba el ruido. Los días que pasaba en la casa, una semana al mes, todo se hacía en puntas de pie. El ruido incluía pasos y saltos en el parquet, cualquier pelota que rebote, toda vajilla que no se pose con sumo cuidado sobre el mantel de la mesa. Hablar. Tenía prohibido dirigirle la palabra, a menos que él le preguntara algo.  

Vivían cerca del arroyo Lunar que, antes de desembocar en la playa, se aplanaba y serpenteaba por entre las casas del barrio. No la dejaban bañarse ahí porque el agua era turbia y estaba repleta de sanguijuelas. Además, había anzuelos desperdigados por todas partes. Era común que los pescadores forcejearan más de la cuenta, que se les corte la tanza y dejen los anzuelos enganchados en la maraña de tallos o camuflados en la gelatina del lecho. A Felipe, el nene de los vecinos, se le clavó uno en el talón. Estaba oxidado. Con tanta mala suerte, viera usted, que le entraron maldades en la sangre, le contó la verdulera después. Tuvieron que amputarlo hasta la rodilla.  

Aunque no la dejasen meterse, a Cami le gustaba ir al arroyo para juntar renacuajos. Las primeras veces los sacaba del agua y los veía retorcerse bajo el sol. Después se los metía en el bolsillo, los dejaba secar y, cuando se ponían duritos y opacos, los sembraba en el terreno que bordeaba la casa. Un día pensó que quizás necesitaran agua, de esa en la que nadaban, así turbia y del color del mate cocido. Entonces se robó un bol de la cocina y cargó todos los que pudo, junto con una buena cantidad de ese miasma circundante.  

Los visitaba todos los días, les puso un nombre a cada uno y sabía reconocerlos por detalles de tonalidad y asimetrías. Se acostaba entre los yuyos, al lado de ellos, y les hablaba. Les contaba del Paseo de los Cisnes al que irían algún día; ya van a ver qué estanque más hermoso, les decía. También les hablaba de la muñeca Josefina: tiene una puertita en la espalda para ponerle discos, la abrimos, se lo ponemos, apretamos un botón y ella canta.   

A medida que ellos crecían, los renacuajos, Cami los mudaba a un recipiente más grande y les cambiaba el agua. Así su mamá encontraba y perdía ensaladeras, cuencos y palanganas. Algunos engordaban a destiempo y, mientras unos sacaban sus dos primeras patitas, otros ya tenían cuatro o ninguna. De una forma u otra, cuando les salían esos apéndices, al poco tiempo desaparecían.  

Quedaban tres cuando Cami les rogó que por favor se quedaran. Pero otra vez las patitas y la fuga, la palangana vacía. Estaba a punto de tirar el agua, con los cachetes mojados y la panza hecha un nudo, cuando vio que algo se movía en el fondo. Todavía quedaba uno. Era más chiquito que el resto, lo reconoció por los ojos saltones. Dosdeoro, se llamaba. Qué bueno que te quedaste, le dijo y le revolvió el barro del fondo con un dedo. 

Dosdeoro crecía lento, Cami llevaba una cuenta aproximada de sus milímetros con una regla transparente que colocaba en el aire para no perturbar el agua. Así, entre charla y charla, un día perdió la cola y se convirtió en un sapo adulto; o serio, según Cami. Lo felicitó por la transformación.  

Fuiste el único que me escuchó, le dijo y Dosdeoro se lo confirmó una tarde en que se decidió a hablarle. No tenía una voz particularmente grave o aguda, era cálida, algo amansadora como el sonido del agua en los arroyos. Decía poco, mayoritariamente contestaba “es cierto” o “tengo mis dudas”. 

Cami acostumbraba a llevarlo con ella en una riñonera plastificada, con el cierre abierto. Dosdeoro se asomaba y miraba al pasar las colas de zorro, los montículos de basura, los pescadores, el brillo del Lunar cuando atardecía. Cuando la mamá le dio la noticia, que ese domingo irían al Paseo, Cami se llenó de alegría. Además, le contó después a Dosdeoro, iban a hacer un picnic. Una palabra que él, aclaró, desconocía.     

En el coche, de camino al Paseo, Cami temió que lo descubran porque el padre preguntó qué era esa peste. La mamá juntó apenas los hombros, le dijo que no sabía, se habrá caído alguna carnada en el baúl. Eso enojó al padre, que empezó a decir en voz cada vez más fuerte: qué se creía, ¿qué no tenía disciplina?, ¿qué era un descuidado con sus herramientas? La mamá hizo silencio durante el resto del camino y Dosdeoro ni se movió.  

En el paseo había un carro con pochoclos, nubes de azúcar y manzanas caramelizadas. Cami no pidió, sabía que no le iban a comprar y en esos momentos era mejor estarse callada. El picnic no salió como muestran en las películas. Su mamá actuaba raro: parecía un robot mudo, sacaba un sánguche, una servilleta, servía jugo del termo. Su padre escuchaba la radio en el coche y fumaba, Cami pensó que estarían dando un partido o una pelea, lo que él escuchaba. 

Cuando subió al cisne, la mamá le explicó que esa agua estancada venía de un desborde del mismo arroyo que pasaba por la casa. Los pastos eran iguales a los de las viviendas abandonadas.  

¿Y cómo andan los cisnes en el agua?, le preguntó.  

Hay unos rieles, está mecanizado como el tranvía pero bajo el agua.  

Eso la decepcionó un poco, que los cisnes estuviesen atados. Cuando el suyo comenzó a andar, la mamá le tiró un beso con la mano y se fue haciendo chiquita a medida que se alejaba. Apenas la perdió de vista, Cami sacó a Dosdeoro de la riñonera y lo sostuvo en el aire un rato para que sienta, lo lindo que era todo: los cisnes, las flores azules, el olor del pochoclo.  

Dosdeoro coincidió, los cisnes eran deslumbrantes, aunque fuesen de mentira y no naden como cuando él era un bebé renacuajo. Todo el paseo era hermoso, reconocía el agua y los yuyos, nunca había olido eso que Cami llamaba pochoclo. Tras un momento de silencio, le dijo a Cami que no se asuste, tenía que contarle algo que iba a suceder.  

Pronto vas a vivir con tu tía Elvira y tu mamá no va llorar más, ni a escondidas ni en ningún lado.  

Pero, ¿por qué me voy a lo de la tía?, le preguntó Cami.  

Porque tus papás se van a morir.  

¿Ahora? 

No, en unos días. 

Y, ¿cómo se van a morir?  

En el coche, se van a estrellar contra una yegua blanca, de frente.  

¿Qué es una yegua?  

Un caballo que puede tener hijitos en su panza.  

Cami abrió la boca sin decir palabra. Dosdeoro continuó: no te preocupes adorada, la tía Elvira es una persona buena, te va a querer bien.  

Había algo monótono y adormecedor en el sonido del agua que se sincronizaba con la voz de Dosdeoro. Un acorde que se repitió hasta que, en una de las curvas del circuito, se escuchó un ruido metálico: clan. Se reprodujo: clan, clan. El cisne empezó a tambalearse e hizo un chirrido. Entonces se zafó del riel y fue a encallar contra el margen. A Dosdeoro le brillaba la panza, saltó al pastizal de inmediato y le dijo a Cami que lo siga. Ella se estiró como pudo, agarró a manotazos mechones de pasto y se trepó hasta que pudo afianzarse en la orilla, bastante embarrada. Dosdeoro saltaba con esa alegría parecida a flotar.  

Seguime, le decía y Cami saltaba con él y se reía. Así llegaron hasta una cabaña con un cartelito en el frente: Administración. Adentro pudo ver a su mamá parada frente a un escritorio, hablaba bajito, como siempre, pero angustiada. Antes de entrar, buscó a Dosdeoro con la mirada y no lo encontró.  

¡Por dios!, ¿qué te pasó?, le preguntó su mamá en cuanto la vio.  

El cisne, se rompió.  

La mamá la abrazó. ¿Estás bien?, ¿estás bien?, le preguntaba.  

Sí, contestó Cami.  

No quería llorar, quería que su mamá se calle. Quería que su silencio le permita rastrear, seguir con el oído ese croar que se le iba, se hacía más chico, más lejos, que se perdía entre los yuyos revueltos, tan conocidos. Su mamá la alzó y la abrazó más fuerte. Cami no iba recordar las palabras de Dosdeoro hasta unos días después. 

Emilia Vidal

Emilia Vidal
Emilia Vidal
Nació en Mar del Plata, en 1979. Es licenciada en Ciencias Biológicas. Algunos de sus poemas y relatos fueron premiados y/o seleccionados como finalistas en concursos literarios (Conurbana Cult 2016, N° 23 de revista Boca de Sapo 2017, Biblioteca Popular Babel 2017, Ciclo de Lecturas De amor locura y muerte 2017, Concurso Literario Gonzalo Rojas Pizarro 2018 y convocatoria de Una Brecha “Cuentos a la calle” 2018). En 2018 publicó el poemario Algunos Absolutos Medibles. Su libro La desnudez de los huesos se encuentra próximo a ser publicado con la editorial Azul Francia.

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