Jonás, muy enojado, buscó a Jesús, ya resucitado, y lo increpó. Sos un copión, le dijo. Jesús no le contestó. Estaba relajado. Tomaba una infusión en el mercado, un obsequio de los comerciantes. Ya no peleaba con ellos. Había ayudado a arreglar lo que él mismo había destrozado. Sus dotes de carpintero, herencia paterna, le ayudaron a enmendar las desgracias que su bipolaridad causaban. Otra versión dice que los destrozos en el mercado eran una puesta en escena: él cobró plata de los comerciantes y ganó popularidad, los comerciantes cobraron sus seguros en una época de desocupación y recesión. Como en el vestuario al final de una obra de teatro, al resucitado ya lo habían bañado, lo habían perfumado, le habían dado la vacuna antitetánica (por los clavos), y él solito se había calzado un pijama estampado con ramas de olivos para, de una buena vez, acostarse a dormir sin multitudes a la puerta de su casa ni necesitados de milagros.
La indiferencia de Jesús irritó aún más a Jonás. Pero Jonás sabía que la culpa no era del chancho, como se decía por la época en las calles de Judea, sino de quién le da de comer. Jesús le dijo que se relajara. Lo invitó a sentarse y comer una entripada de pescado. Como siempre, Jonás no supo si el resucitado era o se hacía. Eligió jugar con las mismas armas. En la palabra estaba la victoria, los dos lo sabían. Pero Jesús no se dejó amedrentar. Dieciséis horas después decidieron dejarlo en tablas primero porque Jesús no quería poner su título en juego y porque Jonás, decididamente le estaba quitando brillo a su momento: no había resucitado para entreverse en una discusión dialéctica con un pescador torpe que se cayó, como un inútil, en la panza de un cachalote.
Así que Jonás buscó a Dios. Jesús le dio una dirección imprecisa. En la montaña, el desierto, en el mar. Dios está en todas partes, dijo Jesús y la frase se popularizó tanto que pronto estuvo pegada en todos los carros de las aldeas. En Roma se prohibió y penó con tres días de Coliseo o veinte azotes al que portara la calcomanía. El tatuaje de la frase era causal de muerte inmediata sin juicio ni atenuación. Por todas esas leyes, bien sabía Jonás que si en algún lugar no debía buscar al padre, ese lugar era Roma. Y se fue a la montaña. Donde, claro, lo encontró. Jonás lo saludó y vio el gesto de fastidio del padre. No le importó: Jonás se quejó ante él con voz amarga. Mi historia ha sido plagiada, le dijo, Han vuelto a usar mi argumento: me hiciste pasar tres días en el vientre de la ballena y ahora se repitió la fórmula con Jesús: lo dejaron tres días en el sepulcro y después lo sacaron, y creo que no es justo. En su sabiduría infinita, Dios lo miró y le pidió que le nombrara un solo escritor de los pasados y de los por venir que no cayeran en la tentación de repetir una buena idea. Uno solo, dijo. Jonás, derrotado, entendió que era inútil insistir y se fue silbando bajito, o masticando bronca: cada evangelista dio una versión distinta.
Sebastián Chilano