Una mujer que no hacía más que regresar

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El día que cremamos los restos de mi madre, a nueve años de su muerte, me encontré con mi hermana en Cabo Corrientes, la playa de Mar del Plata a la que íbamos en nuestra infancia. Ayelén había estado en el crematorio y llevaba el cofre con las cenizas, una botella de vino y una rosa blanca, otra roja y la restante amarilla. La bebida y las flores que disfrutaba mi madre. Yo, que quería que el momento pasara rápido, no había pensado en ningún ritual.  

Mi madre había muerto de un infarto súbito y fulminante a los cincuenta y siete años. Apenas se enteró del fallecimiento de su amiga, Edith, mi madrina, sintió un impulso, se sentó frente a la máquina de escribir y tecleó sin pensar. 

Ellas se habían conocido treinta años antes cuando las dos eran empleadas de la misma agencia de turismo. Edith, además, estudiaba terapia ocupacional, se recibió y empezó a trabajar en geriátricos. No se casó ni tuvo hijos. A los cincuenta conoció a un hombre y juntos se fueron a vivir a Castelar en el oeste del Gran Buenos Aires.   

En el velorio de mi madre estaban los amigos y parientes más íntimos y otros que hacía tiempo que yo no veía. Entraba y salía gente. Muchos me llevaban aparte, me aconsejaban, hablaban del tiempo que debía pasar, decían que tenía que hacerme hombre. A los veinte no me importaba nada de eso y no quería ni pensar lo que pasaría cuando el féretro se cerrara y mi madre ya no estuviera. Antes de partir hacia el cementerio, Edith se paró y se hizo el silencio. Entonces leyó lo que había escrito, una despedida que también guardaba mensajes para mí: es difícil comprender que lo que más necesitamos de nuestros seres queridos es el profundo fondo de amor que nos dejan.  

Edith me entregó una copia de la carta, me contó que cuando la escribió se sintió un instrumento: las palabras llegaban como si alguien más se las estuviera dictando y, una vez que terminó, tuvo la sensación de volver a ser ella. 

Ya había pasado, para mí, el tiempo en que la ausencia era desesperante el viernes santo que me encontré con Edith en Santa Teresita, una ciudad de la Costa a medio camino entre Mar del Plata y Buenos Aires. 

Ella era alta, tenía caderas anchas y el pelo entre canoso y rubio. En la cara sobresalían las mejillas y los pómulos que tensaban la piel blanca. El cielo estaba nublado y caía una llovizna apenas molesta. Entramos a un café solitario y nos sentamos frente a frente en una de las mesas. En un momento, mi madrina posó la mirada en la pared desnuda que estaba detrás de mí y sus ojos claros se iluminaron. Entonces me dijo que estaba viendo a mi madre y la describió: 

–Lleva el pelo un poco más largo que la última vez y un vestido celeste. Está en paz, sobre tu hombro como si fuera un ángel de la guarda– dijo y entrelazó sus dedos en los míos. 

El viaje a Santa Teresita duró un par de días. De vuelta en Mar del Plata le conté a un amigo que mi madre, muerta hacía más de dos años, visitaba a mi madrina. Con suficiencia, me contestó que no creía en nada y yo pensé que a él no se le había muerto nadie.  

La iglesia católica no acepta al espiritismo. El catecismo sostiene que todas las formas de adivinación, los médiums, la evocación de los muertos deben rechazarse porque suponen una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y los hombres y el deseo de obtener la protección de poderes ocultos. 

Edith era católica y no se definía como médium sino como intercesora. Veía a mi madre y a otra amiga cuyo hijo también era su ahijado. No hacía nada para generar los encuentros que podían suceder mientras fumaba o bebía café. Trataba el tema en voz baja y no dijo si la visitaba alguien más. Las primeras veces sintió miedo, inquietud, no entendía por qué le pasaba hasta que encontró la guía secreta de un sacerdote. 

Yo tenía veinticuatro años. Vivía solo en la casa que había sido de mis padres. Trabajaba en el área de prensa del Concejo Deliberante y en la redacción de una página de noticias. Pasaba el día entre oficinas, ruido de conversaciones y teléfonos y, cansado, pensaba que en algún momento ya no podría sostener tanta rutina. 

Regresaba a cualquier hora, disfrutaba de la casa a media luz, el silencio y el cigarrillo mientras esperaba que se hiciera la cena. Una noche, encontré un mensaje en el contestador automático. Con la voz suave, serena, Edith preguntaba cómo iban las cosas, pedía que sin prisa devolviera el llamado, me decía que ya era tiempo de que dejara algún trabajo, que descansara un poco más. 

Cuando hablamos, me contó que mi madre la había visitado bastante en los últimos días y ella lo tomaba como señal de que debía llamarme. Yo le dije que eso me asustaba y también que sin que le dijera nada, supiera qué era lo que me estaba pasando. Ella respondió que no había de qué preocuparse. Todo aquello era para bien. 

Después de esa conversación, ya no temía si me aconsejaba, si describía las apariciones de mi madre por más que llevara seis años muerta o si me llamaba muy seguido. Tampoco me preocupaba si pasábamos algunos meses sin comunicarnos.   

Edith trabajaba en dos geriátricos. La agotaba el poco tiempo que tenía para recorrer la distancia entre uno y otro, conducir en las autopistas y la lucidez que debía mantener frente a las enfermedades y la vejez de los demás.  

Se acercaba a los setenta pero necesitaba de una situación más holgada para pensar en la jubilación. Su marido había muerto y vivía con una perra y un gato. Me hablaba de ellos y de los pocos amigos y familiares que le quedaban y residían en otras ciudades. Parecía que ya nadie la visitaba. 

La mañana de julio que me encontré con mi hermana en Cabo Corrientes, caminamos por la playa y después fuimos hasta la punta de la escollera. Arrojamos las cenizas de mi madre al mar, la botella de vino y las flores. Nos sentamos en una de las piedras y hablamos de cuando nos llevaba de vacaciones al campo, de las polleras coloridas que vestía los días de fiesta, de sus abrazos capaces de conjurar las amenazas y los miedos.  

A la noche, regresé a mi casa y un rato más tarde sonó el celular. Edith preguntó cómo había estado y yo le contesté que lo mejor que había podido. Entonces dijo que mi madre había vuelto a visitarla, que tenía el pelo rubio por los hombros, un vestido claro. Sonreía y entre las manos llevaba una rosa blanca, otra roja y la restante amarilla.

Ezequiel Casanovas

Ezequiel Casanovas
Ezequiel Casanovas
Nació en abril de 1980 en Mar del Plata y es periodista. Ha trabajado en prensa institucional y en medios de la ciudad. En 2014 fue finalista del premio de Crónicas La Voluntad con un texto que forma parte del libro Otra Argentina de Editorial Planeta. En 2015 fue finalista del premio Crónicas Interiores. Fue colaborador de la revista Ajo y se desempeña en la subsecretaría de Comunicación del municipio.

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