Que se calme

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Grita mamá. El cuerpo se achica como un gusano entre las sábanas floreadas. Oye los pasos dormidos de la madre; la luz del pasillo dorada, suave, hiriente, le achina los ojos. Desde la cama mullida puede ver su sombra proyectada sobre la puerta del ropero blanco. La habitación es lila, rosa, varias muñecas a tono la miran desde una repisa. Espera la llegada de la madre con los restos de la confusión y el miedo, un reguero de pinchazos en la panza. La madre la abraza, le dice que se calme y se vuelva a dormir. Se acuesta a su lado y se duerme al instante. La nena apoya la cabeza sobre el hombro, siente el olor entre el cuello y la oreja. El perfume, la piel, el aroma del champú. La suavidad de la tela del camisón, las sábanas, el peluche. El muñeco huele a galletitas, lavandina, caldo. Sus dedos huelen a galletitas y jabón. La madre está cansada, por eso ya no habla más sobre el sueño y le dice, todas las madrugadas, que se calme y se vuelva a dormir.

Los latidos bajo el camisón hacen vibrar la mejilla de la nena. El papá ronca a lo lejos, sus olores no llegan hasta la habitación. Las moléculas que desprende el cuerpo divagan por otros lugares para morir frente a la puerta de calle. En el pasillo, las sombras de otros flamean a medida que la nena estabiliza la respiración, hasta dormirse.

Esta no hace lío, le dice una de las cuidadoras de la noche a su compañera. La vieja mueve la cabeza de un lado al otro con los ojos cerrados, la piel de la cara un puñado de líneas amontonadas, la boca un agujero frágil. El cuerpo tendido es un esqueleto apenas recubierto. Enfrente tiene una pared descascarada, dos manchas de humedad, un cuadrito de la virgen, el hueco que dejó un clavo caído. En una silla, una toalla, una revista, un pañal para adultos. Otra vieja en la cama contigua ronca, murmura, pide palabras a un pasado vuelto al presente en voces mentales, madre, hermanos, campo, escuela, grillos, noche.

Las cuidadoras escuchan la radio, comen galletas saladas, toman mate, se ríen. Huelen a colonia, desinfectante, comida, transpiración. La noche no les teme. Sus voces se despliegan por el aire azulado, confiadas en las medicaciones y las sorderas. La luz suave que viene del pasillo les talla los perfiles. No significan nada.

La vieja se para con dificultad, sola. No quiere que la ayuden a caminar, lo hace lentamente pero se sostiene. En la sala grande se sienta en la mesa al lado de otra vieja. Como todas las mañanas le pregunta quién es. La otra es callada y no puede seguirla muy bien ni contestarle, ella se da cuenta, no dice nada. No vale la pena.

Los dedos se mueven involuntariamente sobre la servilleta. Acepta la orden de que tome toda la leche, ya casi la termina. El televisor de fondo muestra unas imágenes de actualidad que ni a ella, ni a la otra vieja, ni a ninguno en esa sala le interesan, es el telón de fondo sonoro de las ruinas. Ya casi, le falta media taza. Suena el timbre, es su hija, en unos minutos caminarán por el jardín. Mamá, un beso en la mejilla y una caricia suave sobre los hilos grises. Una, la voz quebrada por el desgaste, la otra, la voz quebrada por ver al desgaste comérsela de a bocados.

Del brazo, pausadas, recorren el parque. De pie frente a las hamacas, la vieja desea más que nada en el mundo columpiarse hasta el cielo. Pero mamá. Un empujón tenue, las manos aferradas a las cadenas que la sostienen, la risa involuntaria, fresca, blanca, mariposa, luz. Las voces de los nenes y las nenas a unos pasos, corridas, caídas, los ojos se abren y se cierran como aleteos. El llamado de atención de las cuidadoras del horario diurno. Todo se desarrolla en enjambre, adiós hija, la mirada plena de sentidos ocultos, la mano levantada y la hija descascarada fugándose por la puerta principal.
Se despierta, grita mamá. Su cuerpo difícil se despliega entre las sábanas floreadas. En la radio suenan canciones de otra época. Oye los pasos dormidos de la madre, la luz del pasillo la encandila, ve su sombra proyectada sobre la puerta del ropero blanco. La cuidadora de la noche la chista y le dice que se calme. Ella se da vuelta en la cama de a poco, parte a parte del cuerpo roto, el pañal la incomoda y tiene sed, frío. Vuelve a llamar a la mamá, la cuidadora le vuelve a gritar que se duerma. El peluche de dormir cae de la cama, rueda, se deshace, es arena, cenizas, nada. Ella se queda quieta, tose. En cualquier momento llegará la madre. Ya presiente el abrazo, sus aromas, el calor de su pecho, la voz ronca por el sueño, el eco de los ruidos del padre. Los ronquidos de las otras viejas tapizan el ambiente. Una cuidadora habla por teléfono, la otra prepara el mate. No ha salido el sol.  La panza le hace ruidos. Ni dormida ni despierta, espera.


Carolina Bugnone

Carolina Bugnone
Carolina Bugnone
(1974), Concepción del Uruguay, Entre Ríos, Argentina. Sus libros son: Humo (Premio Osvaldo Soriano en Cuentos – 2011), Hasta las seis hay tiempo (Milena Caserola – El 8vo loco, 2013), Cuando te despiertes, las chicharras (Goles Rosas, 2015), Los perros de mi vecina (Goles Rosas, 2017), Las primas de Villaguay (Peces de Ciudad, 2017), Se nota que sos nuevita (Malisia, 2019), Una niña ideograma (Halley, 2021). Co-guionista de la audioserie “Chechu te ayuda” (PODIMO, 2020). Escribió la crónica “Cómo se mide el tiempo”, disponible en Revista Ajo digital http://www.revistaajo.com.ar/notas/11002-como-se-mide-el-tiempo.html Es editora de poesía en CEPES ediciones. Participó del jurado de obras publicadas por Secretaría de Cultura de Tierra del Fuego (Argentina) en los años 2017, 2018, 2019 y 2020. Condujo una columna de Arte y Literatura en FM De la Azotea (2016), formó parte del colectivo literario Psicofango (2012), coordina talleres de escritura creativa con niños y adolescentes desde 2015, y co-coordina una clínica de poesía. Hace música. Es psicoanalista

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