Nadie imaginaba una cuarentena tan larga

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Estoy haciendo la cuarentena con mi ex. No somos una de esas parejas que volvieron a convivir para que los dos puedan estar con sus hijos, tampoco es que decidimos separarnos en medio del encierro. Con Diego, somos novios hace un año aunque él viva en Buenos Aires y yo en Mar del Plata. Éramos en realidad.

Vino a visitarme unos días antes de que empezara el aislamiento y, si bien hicimos lo de siempre: playa, cine y bar de cerveza artesanal, estoy segura que él supo durante toda su estadía que terminaría con la relación. Esperó a último momento y, como se suspendieron todas las actividades, no pudo viajar.

Ya pasó un mes y sospecho que, por ahora, el transporte de larga distancia no volverá a circular. La convivencia no está tan mal pero yo quiero estar sola. A ciertos  fuegos –prefiero  esa palabra a hablar de amor– los pueden matar en cuestión de minutos. Pueden morir tan rápido como nacieron.

*

El departamento es un dos ambientes y, a mí me tocó la parte de la cocina comedor. Duermo en el sofá. Apenas me levanto, estiro bien el cubrecama y acomodo los almohadones. Preparo el café y las tostadas para los dos aunque Sofi se despierte más tarde.

Agarro la escoba, sin hacer ruido, corro las sillas, la mesa del televisor y repaso los rincones varias veces. Una vez un jefe me dijo que esos eran los lugares donde se veía la mugre. No sé si  tenía razón pero me quedó.

Ella se levanta con un camisón violeta que apenas le tapa la cola y, en el escote, se nota que no lleva corpiño. Tarda en despertarse, mira el teléfono, la notebook, y lo único que comenta es si falta pan o yerba para que los agregue a la lista de las compras. Yo hago abdominales, sentadillas, flexiones de brazos. A veces, me pongo una clase de zumba en Youtube. Me encantaría que hubiera un patio para correr pero con eso me mantengo.

El sábado puse ese tema que dice borracha está la puerta, cerraste y quedó abierta, para ambientar, generar un momento. Saqué el hielo y puse dos en cada vaso, una medida de campari, limón y los llené con tónica. Le pedí a Sofi que se sentara conmigo, ya era de noche y solo estaba encendida la lámpara que está junto al sofá.

Ella se acomodó en el suelo, cruzó las piernas y apoyó la espalda en la pared. Tenía unas calzas blancas, remera negra, los labios gruesos de un rojo claro. El pelo negro, ondulado, peinado hacia atrás, le caía debajo de los hombros. La cara, de piel suave, sin arrugas, había quedado desnuda de sombras; sobresalían los pómulos angulosos y la mirada de ojos pardos y claros parecía más honda.

Yo buscaba alguna frase y lo único que se me ocurría era borracha está la puerta. Lo repetía una y otra vez en un diálogo que mantenía en mi cabeza. Siempre pensé esa frase como la metáfora de una ruptura: cortaste con la relación pero algo quedó. Una ambigüedad con la que me identificaba. No sé, capaz sea una interpretación mía. No podía explicárselo. Necesitaba algo más contundente.

*

Diego se levanta temprano y a la hora en que aparezco por la cocina solo tengo que calentar el café con leche. Todas las mañanas lo engancho mirándome las tetas y cada vez, levanta la vista, pone los ojos fijos en la heladera o en cualquier otro lado.

Tiene sus tocs. Limpia y los rincones brillan pero a veces encuentro pelusas debajo de la mesa ratona o del sofá. A la carne para milanesas primero le saca la grasa de las puntas y, después, es capaz de cortarlas en mil pedazos con tal de extirparles hasta el último nervio.

El sábado salió de bañarse, se había puesto fijador en el pelo y hasta perfume. Llevaba una remera blanca de manga corta ajustada y un pantalón negro, toda ropa que se pone para salir. Hizo un par de tragos y armó una playlist.

Yo me acordé de Nacho, un chico que conocí en un recital de Los Piojos. Él había perdido a los amigos y no tenía cigarrillos. Así que después de un par de miradas me pidió uno y yo, a cambio le dije si no me hacía caballito. Terminé de escuchar el tema arriba de sus hombros. Apenas bajé, me di vuelta, quedamos cara a cara y nos besamos. Si yo tuviera que elegir, los mejores besos serían los de él. No sé cómo describirlos. No importaba el lugar, no se escuchaba un solo ruido y lo único que existía eran nuestros labios que se buscaban, se tocaban, se acariciaban.

¿Y Diego? La cuarentena lo volvió romántico. Se vistió para ir a cenar, puso música, la luz baja y después no emitió un solo sonido. No sabe por dónde empezar, debe estar arrepentido de todo lo que dijo.

*

Todavía no se puede viajar en colectivo de una ciudad a la otra y para mí es una especie de guiño, una señal del destino. Agradezco y creo que la cuarentena está a mi favor. Ojalá que solo necesite eso, pasar con ella más tiempo para que volvamos a estar juntos.

Googlié esa poesía que dice ¿Qué es poesía? me preguntas mientras clavas en mí tu pupila  azul y la leí en voz alta. Sofi estaba tirada en el sofá, de costado con la cola hacia afuera y la mirada en la pared. Poesía eres tú, leí y levanté la cabeza para ver qué me decía. Me miró, sonrió y siguió descansando.

No tenía dudas de que esa noche iba a aflojar y, para cerrar el reencuentro, había encargado un desayuno. De campo, decía la promoción. Traía café con leche, tostadas, mermeladas caseras, jugo de naranja, medialunas dulces y saladas. Le pedí a la chica que me atendió que escribiera una nota: en este tiempo muchos hacen home office. Otros se la pasan ordenando. Hay quienes  dicen que es una buena oportunidad para leer o mirar series y están también los que se mueren de la tristeza. Y yo… que me muero de ganas de estar con vos.

A las once sonó el timbre en el departamento de al lado. Escuché el grito de una mujer que decía ¿viejo, vos pediste café? Me quería morir, agarré el teléfono y me fijé en el chat: le erré o el predictivo me cambió una letra. No sé qué carajo pasó. En vez de 2º D, decía E.

*

Tuve una clase de Inglés por Zoom y quedé agotada. Me tiré en el sofá y, de repente, lo escucho a Diego leyendo una poesía que le deben haber dado en cuarto año. No me sorprendió, sabía que era un poco cursi.

Lo confirmó la noche en que debió irse. Estaba pensativo, ausente, no se concentraba en nada. Me imaginé que era el verano que se terminaba y ya no habría tanto tiempo para vernos. Sería cuestión de estirar los fines de semana y robarle al trabajo todo lo que pudiéramos.

Faltaba una hora para que saliera el colectivo y ya andábamos por la zona de la terminal. No hacía nada de frío. Íbamos caminando y se paró delante de mí, tan bronceado, tan marcado. No paraba de mascar chicle, me agarró de la mano y me dijo que la culpa era del tiempo. Pensé si sabía que estaba citando un cuento de Sacheri o si estaba delante de un tarado. En la segunda frase quedó claro: las relaciones a distancia envejecen con el frío, se van secando, dijo. ¿A qué escuela habrá ido?

Después siguió con que yo merecía otra cosa. Mejor pará, le dije. Quería recordarlo como alguien que no pudo o no supo. Le puede pasar a cualquiera. Pero él, empecinado en convertirse en el dibujo de sí mismo en medio de una viñeta de humor, fue por más.

–Necesito algo palpable–, dijo. Pal-pa-ble. Lo único palpable a esa altura era que faltaba media hora para que saliera el colectivo y las dársenas estaban vacías. En el estacionamiento no había un solo auto. La cortina de la entrada al café de la Terminal empezó a bajar despacio y vimos cómo se apagaban todas las luces. Nadie imaginaba, todavía, una cuarentena tan larga.

Ezequiel Casanovas

Ezequiel Casanovas
Ezequiel Casanovas
Nació en abril de 1980 en Mar del Plata y es periodista. Ha trabajado en prensa institucional y en medios de la ciudad. En 2014 fue finalista del premio de Crónicas La Voluntad con un texto que forma parte del libro Otra Argentina de Editorial Planeta. En 2015 fue finalista del premio Crónicas Interiores. Fue colaborador de la revista Ajo y se desempeña en la subsecretaría de Comunicación del municipio.

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