Selfies

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Entró y disparó. Tenía el arma en la guantera y disparó.

*

No quiero ir a la playa. Odio la arena, me molesta el sol. Y él dice, feliz, que la casa que alquiló tiene un parque hermoso. No quiero ir a la costa para quedarme en un parque hermoso. Porque él va a insistir en que lo acompañe a la playa, que van a estar los nenes, que no lo deje solo, que para qué vinimos. Para estar en el parque hermoso sola, a la sombra, tengo ganas de decirle. Pero eso no es posible en las vacaciones familiares. No puedo estar sola, aunque sea lo que más deseo en este momento.  

*

Había sangre por todos lados. Hacia un mueble apoyado contra la pared corría un hilito rojo, como si algo lo atrajera. 

*

Me levanto de noche y trato de que no se despierte. Ronca. No necesito encender la luz: estoy acostumbrada a andar por la casa de madrugada. Me alcanza con el resplandor de las luces de afuera. Y las sombras de los árboles, que recorren las paredes cuando hay viento. 

La valija medio abierta en el piso me sorprende: la pateo, descuidada, con el pie desnudo y siento un dolor que me sube por la columna. No grito, apenas salto. En el pasillo me agarro de la pared y tomo aire. 

La heladera no tiene nada más que un pedazo de queso fresco. Me corto una feta y lo empujo con el Evan Williams que me trajo para el aniversario. Después de 25 años de casados, somos pragmáticos hasta para los regalos. No tiene sentido caer con un anillo o un auto: esas cosas se compran cuando se tienen que comprar y no sirven para festejar. De todos modos, él no sabe nada de bebidas: volvió del viaje, feliz con la botella, diciendo que lo había puesto la revista Forbes en una lista de los diez whiskies más caros. 

A veces me da ternura. 

*

Yo llegaba con una caja de pizza que habíamos comprado a la pasada ni bien entramos, en la avenida principal, porque estábamos muertos de hambre. Eran más de las 11 de la noche y no andaba nadie en las calles de arena. De alguna casa vecina venían voces y olor a asado. 

*

Lo veo salir de su oficina desde la vereda de enfrente. Me asombra que, desde mi posición, se vea mucho más canoso. Se está quedando pelado. Lo sigo sin que me note. No hay sospecha, sólo impulso. Y la adrenalina de ser un espía. Entra en un bar y se reúne con un hombre de traje y maletín, otro igual que él. Camino por la vereda. Están allí no más de media hora. Firmando papeles. Después va a un negocio de ropa de hombre: se lleva un traje de baño, sin probárselo, sólo midiendo la cintura por encima de su pantalón. Compra algo en un kiosco -¿chocolates?- y regresa a la oficina. 

Me siento en una plaza.  Creo que lloro. Un hombre de unos 80 años, vestido como si fuera un cuadro de museo, me mira desde un banco cercano. ¿Qué le diré si me pregunta qué me pasa? Me levanto apurada y vuelvo casi corriendo a buscar el auto.

*

Lo primero que pensé fue dónde dejo la pizza. Y recién después en llamar a mi hijo. Estaría durmiendo, seguro. Pensaban salir temprano hacia aquí para aprovechar el día de playa. Total, los nenes se despiertan siempre antes de las 8. Pero él me quitó el teléfono y lo tiró en una mesita baja que había por ahí. Cayó entre dos pirámides de cerámica y un libro de arte. 

*

En el gimnasio somos pocos los que vamos al primer turno, siempre los mismos. A mí me gusta madrugar, en invierno y en verano. Arreglamos para que me haga un plan personalizado de entrenamiento. Me pone música de reggaetón, se burla diciendo que me tengo que actualizar. Música grasa de pendejos, le contesto. Y él se ríe y me agrega dos series de abdominales. 

Para el cumpleaños le regalo un celular porque el de él es antiquísimo. Le digo que pase por casa a buscarlo. A la hora que quiera, total, voy a estar sola toda la semana. 

Cuando llega, está oscureciendo. Le exhibo desde lejos la cajita. 

  • Si lo querés, mostrame algo que valga la pena – le digo. 

Y se desnuda, demasiado rápido para mi gusto.  

*

 La luz estaba cortada, eso fue. Teníamos que encontrar la llave general y a mí el olor a muzzarella me estaba mareando. Abrí la puerta con la mano libre y empecé a tantear buscando la caja que debería estar cerca, a la derecha ni bien se entra, había dicho el de la inmobiliaria. Pero el “ni bien” del de la inmobiliaria debía ser muy diferente del mío, porque no la encontré rápido. 

Él sacaba las valijas del baúl y desde ahí vio las sombras que yo, entre la pizza y la llave general, no alcancé a percibir.

Entonces, entró y disparó.

*

Me pruebo las calzas y la remera que acabo de comprarme. Maniática de la gimnasia aún en vacaciones, le cuenta mi hijo a su mujer. Mi nuera no me quiere. Mi marido me trae un par de zapatillas de Miami: me quedan chicas. Pienso en regalárselas a la mujer de mi hijo, pero después las tiro a la basura. 

*

Del mar venía un aire frío, inhóspito. Cruzamos los médanos desiertos, los faros rompiendo la bruma. Había olor a pescado podrido. Las luces de la ciudad se deformaban a lo lejos. Entre los dos cargamos como pudimos el bulto que sacamos de la caja de la camioneta. Lo noté respirar agitado. Sentía que me entraba arena por todos los agujeros del cuerpo. Lo tiramos entre los tamariscos. Cayó boca arriba y yo pensé que era lindo, muy lindo, pero tonto. Dudamos entre taparlo o no. Mi marido lo dio vuelta. Para no verle la cara, dijo. 

Volvimos mucho más despacio de lo que fuimos. Busqué y encontré detergente y lavandina en el lavadero. En el garaje, una manguera. Me quedaron las uñas a la miseria. Mañana mi nuera me va a mirar raro, pensé.

Nos fuimos a la cama cuando estaba clareando. No había traído nada para tomar, qué idiota. 

Casi no nos habíamos dicho nada en toda la noche. Tendríamos que acordar una versión común, calculé. Algo así como “estaba llevándose el televisor” o “fue en defensa propia”. 

Cuando volví del baño, él estaba roncando. 

*

Selfie con el mar de fondo. Selfie contra un médano. Selfie en la máquina de abdominales, sin remera. No entiendo esta manía que tienen los pibes de fotografiarse todo el tiempo. Pero me gusta verlo. 

Audios eternos: el micro tardó un siglo, genial el depto que elegiste, ideal para nosotros, se ve el mar, cuándo llegás. Le mando deditos para arriba, ok anémicos: me aburre contestarle. 

¿Por dónde van? Qué hermosa casa te alquiló tu marido. Selfie, selfie, selfie. Poca seguridad, dejaron una ventana abierta. Selfie, selfie, selfie. Qué cómodos los sillones. Genial el quincho. Las fotos son oscuras. Los audios los escucharé después. 

Esta pizza se chorrea toda. Llegando a su destino por la izquierda: odio la voz del GPS.

*

Nos levantamos los dos en silencio. La casa de vacaciones era toda una novedad. Dónde encontrar las cosas del desayuno –habíamos traído café, pero no leche, ni una galletita, la pizza intacta-, cómo empezar la mañana como si nada hubiera pasado. Nos llevó un buen tiempo ubicarnos y empezar a hablar.

  • Tuvimos que hacerlo, ¿verdad? – me dijo y parecía que hablaba de una película que no había terminado de entender. 
  • Un pibe chorro más, de los que vienen en el verano – insistió buscando mi aprobación como si fuera la maestra. 
  • Nadie va a reclamarlo, menos la cana – le dije para tranquilizarlo. 

Y pensé que debería darme una vuelta por el departamentito, a ver si quedaba algo que me vinculara. Le dije que iba a hacer compras al súper y me dediqué a borrar mensajes, audios y selfies.


Gabriela Urrutibehety

Gabriela Urrutibehety
Gabriela Urrutibehety
Escritora, profesora y periodista. Publicó las novelas Caras Extrañas (2001), La Banda de los Seguros (2011), Con la Muerte a Cuestas (2014) y Mecanismo de relojería (2020), y los ensayos, de Tras las huellas de Girondo. De muertos y revivos yoes (con Verónica Meo Laos y Juan Carlos Pirali) (2011) y Tres tipos difíciles: Borges, Girondo, Arlt (2016).Ha publicado cuentos en numerosas antologías y revistas literarias, así como trabajos académicos sobre literatura y educación en revistas y volúmenes colectivos.

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