Sangre y deseo (cap.1)

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El silencio lo decía todo. Teodora, sentada al lado de su marido, intentaba apaciguar el rictus que lo dominaba. Juan Ignacio no era un hombre fácil, y menos en ese momento y bajo aquellas circunstancias. Pepa, su hija mayor, llegaría de un instante a otro. Le resultaba difícil perdonar. Y sobre todo a sangre de su sangre.

 

Encarnación no podía mantenerse quieta. Caminaba de un lado a otro, como un animal enjaulado, con las manos entrelazadas debajo del mentón. Cualquiera hubiera imaginado que se había entregado a la oración; nada más alejado. La joven de dieciocho años pergeñaba una estrategia más. No era la primera vez que organizaba, con cuidado, cada detalle de sus actos. Así había logrado todo lo que había querido. Sin prisa y sin pausa.

 

Un poco alejado de su familia política pero sin perder el más mínimo detalle, observaba Juan Manuel. Su mirada de hielo examinaba la escena. Apoyado contra la pared y con los brazos cruzados, miraba a su flamante esposa. Era evidente su excitación, pero la notaba por demás segura. Había tomado una decisión casi sin consultarlo. Ese día deberían adoptar como propio al recién nacido de Pepa. Todo se había llevado a cabo en el más profundo de los secretos. La criatura pasaría a ocupar el lugar del primogénito. Había intentado discutirlo con Encarnación pero ella lo había convencido, debían sostener la mentira de la boda urgente. Hincada a su lado, en el sillón de su despacho, lo había tomado de ambas manos, había atravesado su mirar con aquellos ojos renegridos, y casi sin darse cuenta, él había aceptado todos sus argumentos como si hubieran sido propios.

 

El aire se cortaba, estaba pesado como una tarde de verano. Pero era mediados de agosto y el frío atenazaba a los vecinos de Buenos Aires. El invierno de 1813 asolaba a la ciudad. El brasero de la casa estaba encendido desde temprano pero era difícil descubrir si el calor que rondaba por la sala era producto de las brasas o de la ansiedad contenida.

 

—Ábreme esa ventana, por favor. Aquí no se puede respirar —ordenó Ezcurra y bufó con impaciencia.

—Pero se va a destemplar la sala, mi querido. Luego nos costará demasiado regresarle el calor —Teodora intentó calmar las aguas pero sabía que no le sería fácil.

—Abramos, mamita. Yo también me siento sofocada —y Encarnación, sin aguardar respuesta, abrió el gran ventanal que daba a la calle. Se asomó y nada. Aún no había noticias del carruaje que traería a su hermana y al pequeño desde la estancia santafesina de unos amigos de sus padres.

 

Juan Manuel se despegó de la pared y caminó hasta Encarnación. La tomó por la cintura y la alejó de la ventana. No quería que tomara frío. A pesar de sus jóvenes veinte años, trataba a su mujer con el aplomo de un hombre de más edad. Ella se dejó guiar. Cuando su marido desplegaba esas artes, Encarnación sucumbía. Moría de amor por Rosas. A veces temía que el corazón le fallara por la velocidad con la que galopaba. De cualquier manera, ella había sabido usar la cabeza. No como su hermana, que se había entregado a la cama de Belgrano y casada con otro hombre, sin medir consecuencias. Las cosas le salían bien a Encarnación. No había que dejarse llevar por las turbulencias de las emociones. Aunque ella conocía bien de eso. Tan fuerte era el apasionamiento que sentía por Juan Manuel, que había dedicado meses a la construcción de todo tipo de artilugios para lograr su plan maestro.

 

Desde afuera avanzó el ruido de los cascos de un caballo contra la tierra dura de la calle. Encarnación y Teodora no dudaron. Con premura, salieron a buscar a Pepa. Despacio y con la ayuda del cochero, la mayor de las Ezcurra descendió del carruaje, con una criatura en brazos, bien envuelta en mantas. Madre e hija, sin mediar palabra, hablaron con las miradas. La cara de Pepa lo decía todo. Aguantaba las lágrimas con estoicismo pero la tristeza se le notaba igual. Intentó una sonrisa con su hermana, pero su cara se torció en una mueca tensa. Entró a la casa como una tromba, seguida por Encarnación y Teodora.

 

—Hija querida, déjame que te mire. Hace tanto tiempo que faltas de esta casa —Teodora rompió el silencio sepulcral que dominaba la sala.

 

Josefa Ezcurra apretó al bebé contra su pecho. Parecían un solo cuerpo. Y ahí, sin darse cuenta, las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas. Ni siquiera intentó detenerlas, sabía que éste sería un llanto eterno.

 

Encarnación se acercó y estiró sus manos para recibir al bebé, pero fue imposible. Su hermana, arrasada por la congoja, clausuró a la criatura contra sí. Miró a su madre, como en búsqueda de ayuda. Teodora rodeó a su hija por los hombros y se la llevó, junto al pequeño, hasta la que había sido su recámara.

 

En la sala quedó la pareja, en silencio. A la espera no sabían bien de qué. Juan Ignacio observaba todo desde lejos. No podía encontrar una respuesta que complaciera a la infinidad de preguntas que se hacía, pero sentía que algo horrendo se avecinaba en sus vidas. El malestar lo embargaba casi  por completo.

 

—Tengo miedo, Juan Manuel. No me gustó nada la cara de mi hermana; parecía fuera de sí —la mirada de Encarnación se nubló, perdida en sus temores. Se restregó las manos una y otra vez.

—Te lo dije pero no me quisiste oír —respondió el joven Rosas y afiló sus ojos azules.

En ese preciso instante, Teodora volvió a entrar a la sala, pero esta vez con el pequeñín entre sus brazos. Sonreía de felicidad, de nuevo respiraba el olor a bebé, que tanto había adorado al ser madre.

—Toma, Encarna, aquí tienes a tu hijo. Torceremos su destino y será un niño legítimo y feliz —y con cuidado, le entregó a Pedrito.

 

Encarnación lo abrazó con fuerza y el bebé frunció la carita y largó un quejido. Lo besó una y otra vez en sus suaves mejillas. Sólo quería afianzar la unión que tendría con el niño. Pedrito Pablo Rosas, de ninguna manera Belgrano. Era la pantalla perfecta para cubrir cualquier duda que surgiera por ahí. Había estado embarazada, había sido víctima de unas pérdidas siniestras, había tenido a su niño. La sucesión de hechos era complicada, pero era madre. Y que nadie osara contradecirla.

 

PRIMERA PARTE

Una infancia feliz

Capítulo 1

 

Se había encerrado en su cuarto. Prefería el silencio y la soledad de su habitación. No quería cruzarse con ningún integrante de la familia, no estaba de humor para recibir alguna reprimenda de sus padres, siempre demasiado atentos a sus movimientos. A pesar de sus tempranos diez años, Encarnación tenía muy claro cómo escabullirse de las situaciones que la incomodaban. Detrás de la puerta cerrada, podía escuchar el típico taconeo de mujer que iba y venía. Aún era temprano para escuchar el peso de las botas sobre el piso. Su padre y el marido de su hermana, Juan Esteban Ezcurra, llegaban más tarde a la casa.

 

Sentía lástima por su hermana Pepa. Había jurado no ser como ella. La había visto padecer tanto, que una noche, luego de acariciarla y contenerla tras un largo llanto, se había hincado al borde de su cama y ensimismada en un ritual casi dramático, había hecho el juramento. Pepa había sufrido mal de amores. Eso no le sucedería a ella. De cualquier modo, faltaba bastante para eso. Había tomado conciencia de que «eso», como a ella le gustaba decir, hacía sufrir demasiado a las mujeres. Había temido por la vida de su hermana. Ninguna mujer, y menos si era de su familia, merecía semejante dolor.

—¡Niña Encarnación, niña! ¿Dónde se ha metido? —escuchó los gritos desde lejos. La joven Rufina la buscaba. La criada había estado asignada a su hermana, pero como Pepa era una mujer casada, todo el tiempo que podía lo ocupaba con la niña Encarna.

Como una tromba se escondió debajo de su cama, justo en el preciso instante en que la puerta de la habitación se abrió de par en par.

—¿Dónde se habrá metido esta criatura? —Rufina asomó la cabeza, miró de un lado a otro. Encarnación aguantó la respiración. Desde ahí abajo sólo pudo ver las botinetas de un negro gastado, con un paso que demostraba crispación. Más que nunca, la niña paralizó los sentidos. Los zapatos se acercaron demasiado. Cerró los ojos con fuerza, como si la falta de vista tuviera el poder de hacer desaparecer todo lo que avanzaba sobre ella. Desde el patio sonó la voz de uno de los tantos sirvientes de la casa. Y el ruego tácito se cumplió. Rufina dio media vuelta y cerró la puerta detrás desí.

Tras el fisgoneo de la criada, la brisa de las primeras semanas de otoño había invadido la gran recámara de las niñas. La prole de los Ezcurra constaba de nueve integrantes. Encarnación compartía habitación con su hermana Margarita, de quince años, y con Dolores, de ocho. Juana, Petrona y María eran muy pequeñas aún. Necesitaban asistencia casi perma­ nente. El cuarto de las niñas daba al segundo patio, junto a las demás habitaciones de la casa. En poco más de una hora sonaría la campana que anunciaba la hora del almuerzo. La residencia de los Ezcurra marchaba a todo ritmo, cada uno se ocupaba de sus menesteres sin que nada los distrajera.

Corría 1805 y Buenos Aires atravesaba tiempos de serenidad. O por lo menos así lo parecía. El año anterior, el virrey Joaquín del Pino y Rozas había fallecido en pleno ejercicio, dejando a la ciudad en completo estupor. Si bien era un hombre mayor, nadie hubiera imaginado que la enfermedad que lo había postrado terminaría con su vida luego de diez días de cama. Entonces, la Corte, veloz de reflejos, había dado la orden de que Rafael de Sobremonte y Núñez, quien ya había ocupado varios cargos —secretario del virrey Juan José de Vértiz y Salcedo, gobernador intendente de la Intendencia de Córdoba del Tucumán, presidente de la Real Audiencia, entre otras funciones—, lo reemplazara. España no estaba para distracciones en territorios tan lejanos. Lo último que hubiera querido eran desmanes y cuestionamientos desde el Río de la Plata. Casi al mismo tiempo, Carlos IV había entrado en guerra con Gran Bretaña y lo que más le importaba era cuidar su pellejo, y llegado el caso el de sus súbditos —sin cruzar los mares—. Sobremonte, enterado de todo lo que sucedía en Europa y preocupado ante los posibles ataques ingleses sobre su nuevo dominio, había reclamado ayuda a la Metrópoli. El Primer Ministro español y favorito de la Reina, Manuel de Godoy, lo había desestimado de cuajo y dejado al Virrey librado a sus fuerzas y al azar.

Los habitantes de la ciudad desconocían por completo lo que sucedía puertas adentro del Fuerte. El Virrey y sus adláteres manejaban los asuntos políticos dentro del más absoluto secreto. Sobremonte desconfiaba de la aprobación que le demostraban los vecinos. Prefería ejercer su mando casi sin consultar a la corte de subalternos con la que se manejaba.

Margarita entró a la recámara en el mismo instante en que Encarnación se arrastraba para salir de su escondite y se ponía de pie.

—Pero, ¿qué haces, toda mugrienta? —y le señaló el vestido repleto de tierra.

—No encuentro mis castañuelas, las buscaba debajo de la cama —Encarnación ensayó una sonrisa de oreja a oreja.

—A ver, ven para aquí. Arruinarás otro vestido más y a mamita le dará un soponcio. —Margarita sacudió con    vehemencia la muselina celeste del vestido de su hermana. —En fin, quedó un poco mejor, pero ten más cuidado, Encarna.

Se dirigió hacia la cómoda que guardaba algunas de sus pertenencias y sacó una caja de madera. La dio vuelta y sobre su cama cayeron una infinidad de cintas de todos los colores y tamaños. Con cuidado y como si pidiera permiso, Encarnación se acercó a su hermana. Nada le gustaba más que esa marejada de sedas brillantes. Una semana atrás, el   25 de marzo, había cumplido diez años y Margarita le había prestado una dupla de cintas blancas con fantasías en azul y verde, con las que había atado sus trenzas. Se había sentido una princesa durante la celebración que le había organizado su madre. Convertida en una niña grande, sentía que ya estaba en condiciones de compartir las conversaciones y la intimidad de los adultos. Parecía que ella sola era la dueña de aquellos sentimientos. Margarita se cansaba rápidamente de su presencia, no en vano tenía quince años. Estaba para otras cuestiones, las invitaciones a las tertulias la desvelaban, los devaneos del corazón la tenían a mal traer y no tenía tiempo para atender a  su  pequeña hermana.

De repente, sonó la campana. Anunciaba que lamesa estaba puesta y lista para servir el almuerzo. Encarnación abrió grandes los ojos y tomó aire. Instó a su hermana con la mi­ rada a salir juntas de la recámara. No le gustaba demorarse, además empezaba a dolerle la panza del hambre.

—¡Sí, ya vamos, niña! Me vas perforar con esos ojos —y en un ademán, metió las cintas en la caja y las llevó hasta la cómoda—. Ya te sigo, Encarna, por Dios.

Y apuró el paso detrás de su   hermana.

 

 

Juan Manuel guardaba silencio. Escondía las manos, tomadas por detrás de la espalda, de los ojos de su madre. Sus nudillos de niño estaban blancos, tal la fuerza con la que apretaba el enojo que lo dominaba. Le costaba disimular frente a doña Agustina; le costaba aplacar su temperamento. A pesar de sus doce años, el hijo de León Ortiz de Rozas y Agustina López Osornio tenía un carácter   bravísimo.

—¿Cuántas veces le voy a tener que repetir, m’hijito, que en esta casa se siguen mis órdenes? ¿Desde cuándo toma decisiones por su cuenta? Habrase visto —en ningún momento la madre levantó la voz, pero eso era mucho peor. Se irguió aún más en el borde de su sillón favorito, tapizado en damasco. El cuello de doña Agustina se estiraba y el mentón en alto demostraba la seguridad con la que la dama circulaba por la vida. Desde pequeña se había hecho cargo de sus hermanos al quedar huérfanos. A los dieciséis años se había convertido en una mujer hecha y derecha. Nadie se le atrevía.

Achinó los ojos a la espera de una respuesta de su hijo. Juan Manuel levantó la cabeza y le clavó su mirada de hielo. Era digno primogénito de su madre. En carácter se igualaban; sin embargo, doña Agustina no daba el brazo a torcer y ejercía el poder que detentaba. Aunque a veces sonreía a solas, le causaba gracia el ímpetu de su niño. Tan pequeño y tan intempestivo.

—No hice nada, mamita —respondió él, impertérrito, sin pestañear ni una sola vez. Había heredado la altivez de su madre.

—Supongo que te darás cuenta de que estoy dándote una oportunidad, Juan Manuel —cruzó los brazos a la espera.

El hijo no pudo soportar la intensidad de la mirada de doña Agustina y volvió a bajar la cabeza. El ruido de la puerta de calle al cerrarse interrumpió la reprimenda.    El niño intentó escapar con sigilo de la furia de su madre, pero un chistido cortó el aire y supo que lo mejor que podía hacer era petrificarse frente a ella. El paso lento de las botas contra el piso del zaguán anunciaron el arribo de Ortiz de Rozas.

—León, ven a ver a tu hijo, por favor —gritó doña Agustina, perdiendo la paciencia.

Elegante como siempre, el dueño de casa entró a la gran sala del caserón de la calle Santa Lucía*. No tuvo tiempo      de quitarse la casaca oscura con hebillas de oro, los ojos de su mujer delataban la urgencia en el reclamo. No era una novedad. Siempre lo requería para los asuntos de gravedad, como ella decía, pero nunca esperaba la decisión de su ma­ rido. Doña Agustina era la regenta de la casa y así había sido establecido desde el primer día. Y don León no protestaba.  De ese modo se había conformado el matrimonio y nadie se quejaba, todos felices.

—Antes que nada, buenas tardes. ¿Qué pasa aquí? No puedo ni tomar algo que ya me llamas,   Agustina.

—Dejémonos de pamplinas y vayamos a lo importante. Este muchachito me va a matar. Nos avergonzó una vez más, mi  querido.

León miró a Agustina y en un instante cambió el objetivo. Juan Manuel permanecía firme, ahora con los brazos cruzados. Hermético, no emitía palabra.

—El vecino de atrás se acercó hace unas horas con la pésima noticia de que este jovencito saltó la pared de adobe del fondo y entró en su casa —anunció Agustina sin quitarle los ojos de encima a su hijo mayor.

 

* Así se llamaba la calle Sarmiento hasta 1808, aunque también le decían «De los mendocinos»; luego se llamó Mansilla y en 1822, Cuyo.

 

—Pero si no alcanzo, mamita —intentó Juan Manuel.

—A mí no, niño. Y no sólo entraste a una casa ajena, sino que también te llevaste una bolsa repleta de manzanas.

¡Un hijo ladrón! Qué vergüenza, Rozas —y miró a su marido implorando justicia.

—¿No te habrán venido con una mentira, mujer? Sabes cómo es la gente. Se aburren con sus vidas y pretenden vivir la de otros.

—De ninguna manera, Rozas. Y no me interesan tus argumentos, Juan Manuel. Cualquier excusa que me des, rebota en mis orejas. Ni te atrevas. De aquí, derechito a tu recámara. Estás castigado.

El niño miró a su padre, en búsqueda de complicidad, pero no la encontró. Don León jamás desautorizaba a doña Agustina; en lo más íntimo, siempre acordaba con ella. Que no hablara, no significaba que no pensara lo mismo que su mujer.

Y así, cabizbajo para esconder alguna que otra lágrima de furia, Juan Manuel se retiró hacia el fondo de la casa.

—¿Hacía falta tanto esta vez?

—Si fuera por ti, este niño sería un demonio. Agradece a Dios que existo, Rozas. Te armé una vida y en eso sigo, con nuestros ocho hijos. Déjame a mí, tú no sirves para esas cosas. Eres demasiado apacible —refutó Agustina, sin lugar a réplicas.

—A veces no dices lo mismo —León le acarició la mejilla con suavidad y continuó camino hasta su despacho. Lo esperaba uno de los libros de su extensa biblioteca. Nada le gustaba más que cerrar la puerta de su escritorio y dedicarse a la lectura.

Agustina tomó aire con fuerza. Faltaban pocas semanas para que diera a luz. Le había respondido a su marido como una tromba, y había hecho mal las cuentas. El octavo  hijo estaba al llegar, pero le era igual. Cada vez más trabajo, sin embargo no se quejaba. Adoraba a su prole y los criaba sola, sin pedirle ayuda a nadie. Es más, al mínimo llanto de los más pequeñines, los llevaba lo más lejos posible de León, para no importunarlo. Juan Manuel había cumplido doce años hacía unos días; Gregoria tenía ocho; Mercedes, siete; Prudencio, cinco; Gervasio, cuatro; María Dominga —le decían Mariquita— estaba a meses de cumplir los tres y última venía Juana, de un año y  medio.

Caminó con paso lento hasta el primer patio. Necesitaba respirar. A pesar de la temperatura fresca de principios del otoño, Agustina estaba bastante acalorada. Hacía algunas semanas que habían regresado de Rincón, el campo de su familia, donde pasaban la primavera y el verano. Sin embargo, esta vez habían debido regresar unas semanas antes, a causa de su estado. Faltaba poco para que diera a luz. Lo sentía, sabía más que los médicos. Como con casi todo.

 

 

Apenas apoyó su piecito en el comienzo del paseo de la Alameda, Encarnación le dio rienda suelta a su aro. Dejó atrás a sus hermanos y se largó a la carrera detrás de su juguete. Pepa y su marido, Juan Esteban Ezcurra, habían invitado a Felipe y Margarita y a la pequeña, a aprovechar el sábado de sol. Los demás habían quedado en la casa a cargo de Teodora y algunas esclavas, que le prestaban ayuda con los bebés.

—¡Cuidado, Encarna! Mira por dónde vas, que no andas sola —le gritó Pepa, entre preocupada y contenta ante el arrojo  de  su hermana.

—No se cae, miren qué derechito va. Le ordené que siga y me hace caso —respondió la niña entre carcajadas.

 

Durante el verano, la fila de ombúes era el sector más frecuentado. El sol abrasador se evitaba debajo de las copas de los grandes árboles. No era el caso en aquella oportunidad, que la intensidad había mermado. Juan Esteban y Pepa iban del brazo, como una pareja hecha y derecha; detrás de ellos, Felipe y Margarita, cada cual con la mirada puesta en su objeto de interés: el joven, en las faldas que iban y venían; y la muchachita, en los marineros extranjeros, siempre asiduos a ese paseo.

Encarnación regresó a las corridas, con el aro en la mano. Tanto trajín le había desacomodado el vestido color arena y no contenta con el desarreglo se había quitado el saquito que hacía juego. Una de las trenzas se le había aflojado, el moño iba guardado en su mano. Respiraba agitada, tenía calor.

—¿Podemos bajar al río? Estamos muy cerca —imploró la niña. Nada le gustaba más que darse largos baños en esas aguas.

—Me causas gracia, Encarna. Faltan siglos para inaugurar la temporada, sabes bien que dan comienzo el 8 de diciembre y estamos recién en abril —respondió Pepa con una sonrisa.

—Pero nadie se va a dar cuenta —agregó,   retobada.

—Nosotros sí, niña. Hasta que los padres Franciscanos y Dominicos no bauticen el agua, nadie en esta casa se zambulle, y eso sucede recién el Día de la Inmaculada Concepción. No le voy a decir a mamita lo que acabas de sugerir, pero que no se repita.

Encarnación se enfurruñó pero le duró poco. El río atrapó su interés. A varias cuadras de la orilla, una embarcación avanzaba con lentitud. Su imaginación la llevó hacia zonas recónditas. ¿Quién llegaría en aquel velero? ¿Desde qué tie­ rras lejanas vendría? La cabeza de la niña comenzó a armar una historia detrás de otra.

 

En uno de los bancos que adornaban el paseo, un grupo de señores de edad mantenía una acalorada conversación. Al pasar a su lado, Pepa y Juan Esteban saludaron a don Jaime Llavallol, Domingo Navarro y su inseparable amigo Miguel Villodas, y Vicente Casares, importantes comerciantes de la ciudad. El catalán Llavallol convidó al marido de la mayor de las Ezcurra a que participara de la charla mientras los hermanos continuaban con la caminata.

—¿En qué anda tu marido, Pepa? —preguntó el joven Felipe mientras se acomodaba la melena.

—No sé, pero como los caballeros son de su tierra, tal vez sienta nostalgia e intente armar una nueva vida aquí sin perder esos lazos —respondió ella sin pensar demasiado.

De repente, Encarnación se acercó al grupo, como una tromba. Tomó a sus hermanas de la mano y las tironeó.

—¿Podemos bajar al río? ¡Miren, llega una nave! —la excitación dominaba su rostro.

Era imposible negarse a la insistencia de la niña. Llegaron hasta el final de la Alameda, y en vez de emprender el regreso, bajaron hacia la playa. Pepa y Margarita anudaron al cuello las pañoletas que descansaban sobre sus hombros, contra el cuello. El aire corría fresco.

Un par de hombres empezaba a organizar el desembarco de las carretillas que llegarían hasta la nave, aguas adentro. Las embarcaciones no se acercaban a la orilla, los viajeros debían descender y hacer el trayecto —junto con su equipaje— en aquellas carretillas conducidas por un experto. No se corría peligro, aunque algunas veces las corrientes podían ser traicioneras. Empujándolas de atrás, los trajinistas llegaron al agua y de un salto se acomodaron en el aparejo. El suave vaivén los impulsó de a poco y el sonido de las caricias del agua contra la madera dio comienzo al trayecto río adentro.

 

Los piecitos de Encarnación delataban su ansiedad. No podía estarse quieta, saltaba, iba hacia delante, luego para atrás. Su imaginación, pero sobre todo la curiosidad, ga­ naban la batalla. Sacudió el puño de la manga del vestido de Margarita para llamar su atención. Quería compartir su alegría.

—Seguro que llega un novio para ti —y miró hacia la cara de su hermana desde abajo, con una inmensa sonrisa cómplice.

—¿Pero qué dices, niña? Te has vuelto loca —respondió la aludida con una carcajada. Sin embargo, los colores tiñe­ ron sus mejillas. A veces fantaseaba con algún caballero de otro continente.

Felipe había recogido algunos guijarros y, de a uno, comenzó a arrojarlos al agua. Las ondas se expandían hasta desaparecer.

—Pepa, ¿no es cierto que soy una niña muy cuerda? —si­ guió el juego Encarnación y convocó a la hermana mayor a que se uniera. Sin embargo, del otro lado no hubo respuesta. La mayor de las Ezcurra mantenía la cabeza erguida y la mirada hacia el barco pero parecía lejos de allí. Aunque cada uno en lo suyo, sus hermanos mantenían una conexión. Ella, en cambio, estaba encerrada en sí misma. Sus ojos parecían muertos, su cuerpo exudaba incomodidad, dolor.

—¿Qué tienes, Pepa? ¿No te sientes bien? —preguntó Encarnación y le tomó la mano. Margarita y Felipe repararon en  su  hermana mayor.

—Estoy perfecta, querida, no pasa nada. Reflexionaba, nada más —respondió con velocidad. No tenía ganas de explicar nada. Y menos a sus hermanos. No era feliz con su esposo. Pero eso lo había confirmado desde el primer día. Sus padres la habían casado con Juan Esteban para quitar del medio la figura de Manuel Belgrano. Su Manuel, su amor. Se lo habían arrancado pero era imposible borrarlo de la me­ moria, no podía hacer desaparecer las huellas que marcaban su corazón. Y ese barco la había transportado a aquel día en que su amado había llegado de España. Sin embargo, ahora era una mujer casada y debía guardar las formas. Su marido era un hombre honorable y la adoraba. Eso era suficiente, o debía serlo.

—No seas pesada, niña. Deja a Pepa en paz. ¿No sabes que los adultos tenemos preocupaciones? Disfruta de tus años, que ya se van a acabar. Indolente, así es tu vida. Apro­ véchala y no te metas en asuntos de la gente grande —Margarita la frenó en seco. Aunque su hermana nunca le había confiado nada, ella sospechaba que el matrimonio no había resultado lo que todos esperaban.

Pepa intentó una sonrisa. Felipe se la retribuyó con otra y la tomó del brazo para emprender el regreso y volver a la Alameda. Margarita y Encarnación la observaron sin confiar del todo, y cruzaron miradas entre ellas. El gesto de la mayor fue más que elocuente. Frunció la boca y apretó los dientes. Encarna supo que debía hacer silencio.

 

 

Juan Manuel cerró la puerta de su recámara con sumo cuidado. Hubiera pegado un portazo pero dominó sus impulsos. Ganas no le faltaban. Estaba enfurecido por el regaño de su madre. Se había sentido humillado, no le gustaba que lo increparan, y mucho menos si venía de su madre. La veneraba, pero cuando le señalaba que se había portado mal, que había cometido una equivocación, prefería la muerte. Así de intenso era Juan Manuel.

 

En su habitación se sintió libre de hacer y sentir lo que más le placiera. No reprimió más la furia. Le parecía una injusticia que su madre lo hubiera castigado, no había sido para tanto. ¿Cuántas veces había cruzado a lo del vecino? ¿Y cuántas otras se había llevado la fruta que olvidaban por ahí? Si la dejaban tirada, era porque no les venía en gana comerla. Pues a él sí, por eso la recogía.

El encierro lo volvía loco, además tenía planes de salir a cabalgar por la ciudad. Quería probar una yegua nueva, recién llegada del campo. A veces extrañaba la vida que había llevado en Rincón durante los primeros años de su vida. Potreaba hasta altas horas de la tarde, salía a caballo junto a la peonada y no existían los reclamos. Así había aprendido a ser un excelente jinete. Con apenas diez años se había convertido en un as de la monta. El último tiempo en la ciudad se le había hecho menos aburrido, ya que había lo­ grado el permiso de sus padres para montar el zaino cuando le viniera en gana y dar unas cuantas vueltas. Ahora eso no era posible.

Pateó una de las sillas con tanta violencia que rebotó en la pared y cayó. Allí la volvió a golpear, más furioso aún. La ira ganó su cuerpo y de un plumazo tiró todos los libros que descansaban sobre la mesa de arrimo. Nada lo calma­ ba. Manoteó las cobijas que cubrían su cama y las arrojó al piso. En vez de sosegarlo, esta suerte de ritual lo embra­ veció todavía más. Abrió uno de los cajones de la cómoda y revolvió la ropa de cama hasta que encontró la pequeña navaja escondida. Jadeante se sentó sobre el piso y empezó a hurgar con su herramienta entre las juntas de los ladrillos que conformaban el suelo de su recámara. Arrancó uno y luego otro, y otro más. Sintió el placer de la contienda ganada, como un soldado que atraviesa la carne del enemigo con su sable. Armó una pila de un lado y otra del otro. El enojo no mermaba. Se paró, recorrió la habitación de un lado a otro, como si estuviera en búsqueda de algo, aquella calma imposible de encontrar. Destrozó los libros, hoja por hoja. Y de repente, las largas pestañas rubias se abrieron y cerraron a un ritmo pausado. Se le había ocurrido una idea brillante. Caminó hasta el bracero encendido y acercó una hoja elegida al azar. Prendió al instante y en sus ojos de hie­ lo se reflejó la llama. Así encendida la arrojó a los restos de papel y en pocos segundos se armó una pequeña fogata. La recámara estaba cerrada, el humo se propagó enseguida. El leve olor a incendio se coló por debajo de la puerta sin que Juan Manuel se diera cuenta, y al rato, la servidumbre notó que sucedía algo extraño.

—¡Amito! ¿Qué pasa allí adentro? —gritó Pascual, uno de los esclavos de los Ortiz de Rozas—. ¡Abra, por favor!

Un gran revuelo se armó en la residencia de Santa Lucía. Algunos sirvientes corrieron hacia la recámara del niño, otros hasta el despacho de don León y hacia el primer patio, donde descansaba doña Agustina. En pocos segundos, un conciliábulo se reunió del otro lado de la puerta humeante.

—¡Abre, Juan Manuel! No te hagas el misterioso, sal ya mismo de tu habitación —ordenó su padre.

En ese mismo momento se acercó doña Agustina. En su cara se adivinaba el gesto destemplado. Si a los doce años se atrevía a tanto, ¿qué les esperaría en poco tiempo más? Apoyó su mano contra la espalda de su esposo, en busca de contención, de complicidad. Tomó aire y se adelantó. Hizo caso omiso al humo que se escapaba de la recámara, cada vez más pesado, y apretó su boca contra la madera de la puerta.

—Tu vida corre peligro, hijo, no juegues con ella —casi susurró, sin definir qué podía ser peor, si el fuego o ella.

 

La perilla de bronce giró despacio y la puerta se entreabrió. Una humareda feroz invadió el atestado pasillo. Juan Manuel asomó su cabecita y su madre lo tomó de la mano y jaló con fuerza. Sin dudarlo, le sacudió la cara de un cachetazo. Don León dio la orden y varios esclavos entraron munidos de sábanas en desuso y vasijas repletas de agua sucia. Los hombres se encargaron de apagar el fuego y las mujeres escaparon hacia la otra ala de la casa. Doña Agustina siguió camino hasta el cuarto de costura. El niño, sin objetar y con los ojos llenos de lágrimas, la acompañó. Con una evidente incomodidad por su avanzado estado, la madre se sentó en una de las sillas de madera.

—A veces no te entiendo, Juan Manuel. Esta noche no comes y veremos si lo haces mañana. Jugaste con fuego y te quemaste. Tu padre y yo pensaremos qué sucederá contigo. Hay que pensar antes de actuar, niño —dijo Agustina mo­ viendo la cabeza. Lo miraba fijo, como si sus ojos lograran atravesar  sus pensamientos.

La cara de Juan Manuel estaba repleta de tizne, sin embargo su boca permanecía apretada. El ardor de la mejilla golpeada crecía segundo tras segundo. Sentía una mezcla de humillación y tristeza. Trató de adivinar lo que callaba su madre. Era imposible. El rostro de doña Agustina López de Osornio parecía de alabastro. Preciosa y gélida, así había cau­ tivado al sexo fuerte antes de contraer matrimonio con Ortiz de Rozas. Había sido la joven más bonita en sus tiempos de soltera. Continuaba siéndolo. Aunque era mujer de un solo hombre, como correspondía a una dama de su clase.

Florencia Canale
Florencia Canale
Nació en Mar del Plata. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. Es periodista y trabajó en diversos medios: Noticias, Living, Gente, Siete Días, Veintitrés, Infobae, entre otros. Pasión y traición, su primera novela, es un gran éxito editorial con nueve ediciones publicadas.

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