Esteban baja del colectivo y, en vez de bordear la playa y entrar al restaurante, se sube al techo. Extiende los brazos. Flota. La ciudad lo protege: el mar forma una ola gigante y lo traga. Cuando deja caer los brazos, la magia también cae.
Esteban camina hasta el ventilador gigante de la cocina y saca el palo que lleva siempre en la mochila.
Se agacha. Mira las aspas oxidadas. ¿Este es su molino de viento?
Golpea las aspas.
Escucha la voz de la cocinera.
El palo hace girar las aspas mientras Delia enciende una y otra vez el motor.
El ventilador se enciende, gira: es el ruido infernal del tiempo.
Si es que hay ruido en el infierno.
Esteban baja a la playa. Mira el mar ajeno y se mete en la cocina.
Lo peor de los días de fumigación no es el olor de los venenos, son las cientos de cucarachas muertas sobre las bolsas de plástico negro con que todo se envuelve la noche anterior: el escurridor, los platos, la freidora, las ollas, las mesadas, la máquina de cortar fiambres, la tostadora y el exprimidor, las cucharas grandes, los extractores.
Esteban se trepa a la mesa, mira la lámpara, los aparadores más altos y pasando la escoba tira al piso las cucarachas muertas. Como en una casa, que el piso se empieza limpiando la lámpara, como en una biblioteca donde primero se desempolvan los estantes superiores, Delia y Esteban se suben a las banquetas y empujan los cuerpos muertos.
La muerte es una presencia constante. Aún donde se come. Eso dice Esteban.
Sobre todo donde se come, lo corrige Delia.
Esteban despeja las mesadas, enrolla las bolsas.
Delia barre el piso.
Cuando sacan la última bolsa llena de cucarachas comienza la segunda tarea: limpiar todo con lavandina y detergente, y en este segundo ritual se invocan a los cuerpos rezagados. Y ellos aparecen, puntuales: pequeños cuerpos de cucarachas, antes imperceptibles, que afloran en los rincones para sumarse a las bolsas muertas.
Delia señala una bolsa de pan rallado rota: en el agujero hay una rata muerta.
Pequeña, gris, colilarga.
Metela en la bolsa, manda Delia.
¿Está muerta?, se preguntan los dos.
Ese mismo mediodía los patrones discuten.
Se encierran en la cocina, pero los gritos son fuertes y rabiosos. Es imposible no escucharlos desde el salón.
Quique insulta. Ana alterna: pide calma y le pregunta a los gritos en qué momento se volvió loco.
Los mozos no se animan a entrar en la cocina. Los pedidos se acumulan hasta que Nahuel pasa primero y pide siete platos. Siete órdenes marciales. Siete comandas. Fisher quiere hacer lo mismo, pero Quique le arranca la bandeja de las manos. Ana agarra a su marido de los hombros y forcejean hasta que la bandeja cae al piso.
Fisher, en su mirada serena, en su sonrisa apenas marcada, es un diálogo de Hamlet: también en la sonrisa inmóvil está la maldad.
Fisher murmura algo en portugués, musical como una canción y simplemente se desabrocha los botones de la manga de la camisa.
Pide, con calma, hacer los números para saber cuánto dinero le deben.
–Renuncio –dice–. Pero me pagan hoy.
Ana saca a Quique casi a la rastra de la cocina.
Fisher se sienta en una banqueta.
–Nunca vi esta pocilga tan limpia –dice.
–Por lo que dura.
–No sabía lo de tu hija –le dice Fisher a Delia.
Delia no levanta la vista de las milanesas que está metiendo en la freidora.
Dice que es una historia vieja.
Como una vieja cicatriz.
–Me gustaría visitarla, llevarle flores.
Delia alza la cabeza.
Gracias, dice. Y nada más.
Ana entra a la cocina con un sobre. Está abierto. Burdamente se ve el dinero.
No se miran.
Ana se va de inmediato y Fisher cuenta los billetes.
Delia saca una milanesa quemada y se la alcanza a Esteban. Le pide que la tire.
Rápido. Antes de que la vean.
Esteban sale de la cocina. En el depósito de basura quiere desatar el nudo de la última bolsa, pero nota que algo se mueve adentro.
Las cucarachas, piensa, pero un chirrido débil lo contradice.
La rata.
Esteban busca su mochila y saca el palo.
Golpea. Vuelve a golpear.
Deshace el nudo y mete la milanesa quemada adentro.
Vuelve. Fisher ya no está en la cocina y Quique, con la bandeja abajo del brazo, grita para reclamar un pedido demorado.
Sebastián Chilano