Nahuel acomoda las mesas blancas. Las desmonta. Las sostiene en el aire. Camina y las deja en su lugar. Primero las mesas, después las sillas de plástico. Todo lo ordena sobre las baldosas de la rambla, acomoda las piezas como si fuera una partida de ajedrez.
Nahuel está solo. El otro mozo, Fisher, no se ve por ninguna parte.
¿Dónde está Fisher?
Esteban se descuelga la mochila y ayuda a Nahuel.
No hay palabras. Se vieron hasta hace unas pocas horas. Se ven más que con sus propias familias en el último mes. ¿Cómo fue ese discurso breve, poco inspirador, de Quique, el dueño del bar, diciéndonos que son una familia? Todos los que trabajamos en gastronomía pertenecemos a una misma familia. Somos una mano cerrada, un puño.
Nahuel aprovecha la ayuda de Esteban para cargar las sillas de mimbre hasta la playa y abrir las sombrillas.
El límite está ahí: sobre las baldosas de cemento alisado se queda el plástico, sobre la arena avanza el mimbre, las sombrillas, el verano.
Cuando el cielo de la primera mañana es celeste, los patrones sonríen. Esos días Quique y Ana saludan con afecto y les preguntan a sus empleados cómo se sienten. ¿Descansaron bien? ¿Habrá buena propina hoy?
Las nubes grises cargan las caras de los dueños con una parquedad única: desaparecen sus pasos en el calor de las baldosas, acechan sus ojos en el maltrato.
Delia, la cocinera, se para frente a Esteban. No dice buen día. Dice Qué hace usted acá afuera. Esteban no contesta. Responderle que ayuda a su amigo solo aumentará el enojo. Cuando todo arde, acuérdese de pedirles a sus amigos, los mozos, que lo ayuden a pelar papas.
Fisher no llegó todavía, se justifica Esteban ante Delia.
Y eso qué. Deje todo y venga adentro.
Esteban suelta la mesa blanca que tiene en la mano. La rambla hace un eco vacío. Cien años de turistas, tres clases sociales, todo se conmueve por ese golpe. Pero el ruido no tarda en desaparecer y pronto el silencio vuelve a las piedras. Como vuelve la espuma en la siguiente ola.
Esteban mira los pies de los veraneantes que madrugaron, las ojotas –algunos van ya descalzos–, las sandalias. Le hace señas a Nahuel para que sepa que se va a la cocina. Nahuel se encoge de hombros. Esteban mira los zapatos de cuero negro que tiene Nahuel. En unas horas, Nahuel entrará a la cocina por primera vez para sacarse la arena, y repetirá el proceso varias veces. ¿Cuántas veces? Depende del calor, de los pedidos. Pero siempre, al final, al atardecer, casi en la noche misma del verano, Nahuel se quitará los zapatos en la cocina en penumbras. Apoyará los pies descalzos contra el cerámico casi frío y sentirá la mugre, la grasa.
Esteban encuentra que Delia prepara ya el primero de sus tostados de la mañana: dos fetas de queso, tres de jamón: la combinación ideal.
Esteban saluda a los patrones. Ana responde con la cordialidad que tienen los días de sol; Quique no. Está serio, casi enojado.
¿Qué le pasa al patrón?, pregunta Esteban.
Por la cara parece que durmió afuera, dice Delia.
El tostado está frío, casi seco: es pan viejo. Delia come y las migas caen al piso. No cierra la boca para masticar. No espera que la miga de pan se enfríe.
Esteban camina hasta la pileta de lavar. Adentro hay dos pocillos. Son de la noche anterior: alguien tomó café después de la hora de cierre y no los lavó.
El agua en una de las piletas de lavar cubiertos está negra y fría. Esteban aprendió que debe meter la mano con cuidado: a veces alguien deja caer un cuchillo adentro, o un tenedor, y el corte en la piel no solo lo lastima: lo acompaña todo el día.
Mira los dos pocillos. ¿Los habrán usado los patrones? Esteban se imagina a Quique y Ana terminando de hacer la caja: ella fumando, él tomando un café.
¿Qué les costaba lavarlos?, se queja Esteban.
¿Qué cosa dice?, pregunta Delia del otro lado de la cocina.
¿Por qué no les pasaron la esponja y las dejaron secándose en el escurridor?
Porque no los usaron ellos, dice Delia. Al menos no uno de los dos.
En la pileta, también, alguien dejó caer un cigarrillo.
Nahuel entra a la cocina. Pide un exprimido de naranja y una Fanta para la mesa 11. No pide. Grita. Es una orden marcial. El imperativo de la comanda en su voz es el ruido de la mesa blanca golpeando las baldosas de la rambla.
No hay Fanta fría.
Esteban baja al depósito donde están las botellas de gaseosas en sus cajones. Abre la puerta y antes de encender la luz tropieza con algo.
Qué mierda…
En la oscuridad del depósito hay un bulto. Del bulto nacen manos, algo le agarra la pierna. Es Fisher.
Fisher, ¿qué hacés acá?
Fisher le pide que lo ayude a levantarse. Se acomoda la ropa –es la misma que va a usar todo el día en el trabajo– y se para. Busca sus zapatos. Esteban repite la pregunta.
Dormí acá, contesta Fisher mientras enciende un cigarrillo: su desayuno.
Esteban carga dos cajones de gaseosas. Fisher lo sigue, pero no lo ayuda.
Entran a la cocina. Fisher tira el cigarrillo en la pileta. Le dio solo dos pitadas.
Se queda quieto, incluso parece que se encorvara. Mira las tazas.
Lavalas bien, dice Fisher.
Siempre las lavo bien, contesta Esteban.
Delia exprime las naranjas. El vaso se chorrea en un costado. Con una cuchara sucia saca las semillas que quedaron en el exprimidor. También remueve la pulpa. Se la come. Sus gestos marcan que es fea: agria.
Delia se acerca a Esteban y señala los pocillos.
Con estos esforzate. Que no queden marcas. Porque después los mozos nos retan y dicen que son ellos los que dan la cara. Y tienen razón: a los clientes no les gusta la vajilla sucia. Y menos con lápiz labial. O ese olor a cigarrillo.