Imaginate un viaje. Uno más o menos largo. Son kilómetros que pasan, más rápidos o más lentos, pero pasan. De a poco, te acercás a tu destino. Pero hay un momento en que todo se detiene. O al menos se frena de repente. ¿Y sabés cuándo? Cuando estás más cerca de la llegada. Cuando según los carteles de la ruta el fin del viaje está ahí nomás, a pocos kilómetros. Y si vas manejando, querés hundir hasta el fondo el acelerador. Y si el chofer es otro, en silencio rogás que se apure. No te bancás más el viaje, el estar sentado. Querés llegar, estirar las piernas, acomodar los bolsos o lo que sea. Pero el problema radica en que pese a tus esfuerzos, la ruta se hace cada vez más larga. Y el viaje, por más que hagas todo lo necesario, en su última parte se lentifica.
Quizá el problema no sea que no sabemos disfrutar los viajes, sino que sólo tenemos en mente la llegada, el destino, la finalización. A lo mejor, si nos detuviéramos en los procesos, todo sería distinto. Pero eso no ocurre, al menos mayoritariamente. Y déjenme decirles que la vida a veces se parece mucho a un viaje. Y tu destino, pese a acercarse, se aleja.
Mariana llegó a su departamento. Prendió la televisión, siempre en algún canal de noticias: un asalto con muerte, otro asalto con muerte, ¿uno más o el mismo? El guardapolvo quedó sobre el sillón junto al gato que se recostó en el bolso. Tenía que corregir cuadernos de sus alumnos, cambiar las piedritas del gato, preparar la merienda para su hijo que volvía del colegio y plancharle el uniforme para el otro día. Tantas cosas por hacer, y recién estaban en noviembre. Faltaban todavía los cierres de año, los boletines, informes, reuniones. Enero, junto a las deseadas vacaciones, estaba ahí tan cerca. Pero enero no llegaba más.
Antes de dedicarse a sus quehaceres, revisó el resumen de la tarjeta de crédito. Sabía de memoria todos los gastos. Pero igual lo hacía más que nada para confirmar la presencia de los pagos por el viaje a Brasil. Era raro ya pagar por unas vacaciones aún tan lejanas. Tan lejanas como necesarias.
Intentó retomar sus actividades pero su mente volaba. Por la mañana, los nenes villeros habían puteado a otra docente al desaprobar a un alumno. A la tarde, uno de sus estudiantes filmó la clase con el celular para viralizarlo y burlarse de ella. En la mañana, en el recreo del colegio de la villa, dos chicos estaban fumando en el baño. Durante la tarde, en el recreo del colegio privado, dos chicos estaban fumando en el baño. A la mañana, dos nenes se agarraron a trompadas y le reventaron el ojo a un tercero que quiso separarlos. Mientras por la tarde, dos alumnos escupieron a otro en el aula. Mediante el anotar en un cuaderno, corregir exámenes y revisar fotos de playas brasileras en su celular, Mariana siempre intentó evadir sus responsabilidades. Logró su cometido pese a las reprobatorias miradas de directivos y gabinete. Quizá le levantaran un acta, pero qué importaba si el sueldo sería el mismo. Y ese bendito viaje todavía tan lejano.
Luego de revisar el resumen de la tarjeta y recordar el día en las escuelas, se tendió en el sillón, al lado del guardapolvo y del gato sobre el bolso. Intentó olvidarse del día concentrándose en la televisión. Cada tanto volvía a las fotos brasileras. Con el dedo índice sobre la pantalla del teléfono buscaba nuevas imágenes de las playas. Y era como si la arena rozara las yemas de sus dedos. Pero todo era un como sí, ya que ella seguía en su departamento, con un fin de año intenso, con las vacaciones cerca pero cada vez más lejos. Así que cambió el celular por las noticias de la tele: un nuevo asalto seguido de muerte, ¿uno más o el mismo? No importa, mejor los problemas de otros a los míos, pensó.
Al llegar su marido con el hijo, ni los cuadernos, ni las piedritas del gato, ni la merienda, ni el uniforme estaban listos. Al anunciarse en la tele un nuevo asalto con muerte ¿uno nuevo o el mismo?, la seño Mariana, frente a la atónita mirada de hijo, esposo y gato, lanzaba el televisor por la ventana del balcón.