El 12 de abril del 2010 aquellos que vieron el partido en directo asistieron al nacimiento de un mito. Un mito que la era digital atrapó en su eterno retorno: todos los días se puede revivir la jugada, basta tener un teléfono y conexión a internet. Contra lo que se podría pensar en un primer momento este mito moderno no se funda por el récord histórico que el jugador número 9 superó —ser el máximo goleador en la historia de un club—, no, el mito nació de una escena lateral, de algo que sucedió en simultáneo a la coronación. Los protagonistas de la historia lo supieron siempre: no había intimidad posible para el duelo y la contienda la debían resolver en público. Al menos uno de los protagonistas lo interpretó así. Me explico: el número 10 inventó una pared, apuró el tranco y entró al área grande con la pelota dominada para rematar frente al arquero ya vencido que lo esperaba con las manos péndulas a los costados del pecho. Pero, cuando el arquero apoyó la rodilla derecha contra el césped, fue testigo privilegiado de lo que nadie esperaba ver: el número 10, contra toda lógica, dio un pase atrás, muy atrás, para que el número 9, acaso también sorprendido, hiciera el gol que se le negaba. El número 9 pateó fuerte, levantó el remate, hizo el gol del récord. Hasta ahí la jugada, el curso del mito predecible, transparente. A partir de ahí, un segundo después entre el grito de gol y el fin del festejo, nace el verdadero mito, el que anula el primero. El tiempo deja de ser cronológico y se convierte en sagrado. Por imitación, los jugadores deben abrazarse, unirse en el festejo como tantas veces lo hicieron. Y más en ocasión de una fiesta, de un récord. Pero esa vez no sucedió. Por eso, ante la ausencia del hecho reiterativo, el número 9 vivió una felicidad efímera, su cara lo dice aún hoy en el video: el número 9 busca al número 10 para festejar, pero no lo encuentra. El número 10 festeja solo. Y esa ausencia es más fuerte que el festejo. El número 10, el que tenía el gol servido, el que decidió sacrificar su propia historia para dárselo, le niega el saludo. Lo ignora. El fútbol y sus jugadores, como las redes sociales, tienen un pacto de consumo preestablecido con sus hinchas y hasta con los televidentes que se suponen neutrales. Y en ese pacto se incluye la consumación de ciertos ritos imitativos, salirse de ese esquema es crear el mito, el mensaje. Si el mito es un habla, el habla es un mensaje que se puede trasmitir con una escena. El número 10 da un mensaje claro: no quiere festejar ese gol con el número 9. Después declarará que no quería festejar de cara a la tribuna donde se hizo el gol, porque ahí atrás se asienta la barra brava del equipo; porque, insinúa, fue amenazado, presionado, convidado a asistir al número 9 y ayudarlo a alcanzar su récord. El número 9 también adoptará una postura extraña en la cancha: la decepción es innegable, la negación al festejo completo lo atormenta en esos segundos donde elije creer que lo que vive no es cierto: que el número 10 no vaya a saludarlo es una realidad que no espera, que no meditó. Esa sorpresa confirma la venganza y da nacimiento al mito. Más tarde, en la conferencia de prensa, el número 9 dirá que la visita de la barra brava el día previo al partido fue cordial, una invitación de asistencia a las peñas donde los jugadores se acercan a la gente, a los hinchas. Niega de este modo cualquier acto de violencia, pone en duda, refuta, las palabras del número 10. Y lo declara públicamente su enemigo. Dice que no se llevan bien, que no se hablan. «Siempre festejo con quien me asiste, pero ahora fue distinto. Todos lo vieron y lo pueden analizar. Me sentí incómodo. No quiero hablar, que cada uno saque sus conclusiones» dice. El número 10, en cambio, aclara que se siente muy contento de haber podido ayudar a su compañero a conseguir el ansiado récord.
Emil Cioran sentencia que la mejor forma de desembarazarse de un enemigo es hablar bien de él en todas partes: ante el elogio dejará de tener la fuerza suficiente para perjudicar; seguirá atacando, sí, pero ya sin vigor ni consecuencias porque habrá dejado de odiar a su rival; y vencido, al fin, ignorará al mismo tiempo su derrota. También Barthes define la guerra como el objetivo de negar un problema. Para ello se dispone de dos medios: o bien nombrarla lo menos posible (procedimiento más frecuente) o bien darle el sentido contrario. A partir de esa noche el número 9 siempre dirá que tiene problemas irreconciliables con el número 10, y el número 10, en cambio, no dejará de elogiarlo. Para los estoicos el placer es el resultado de una acción y nunca puede ser un fin en sí mismo, el placer de la venganza es una respuesta impulsiva pero no es una solución si tenemos en cuenta que la venganza se define como la satisfacción que se toma del agravio o los daños recibidos. El verdadero placer está relacionado con el juego, y en el juego la satisfacción es conocida de antemano. Los seductores van contra lo políticamente correcto; prefieren la ambigüedad y lo desconocido. El número 10 reconocerá que lo único que lo une al número 9 es salir cada partido a defender la misma camiseta. La camiseta que encierra el mito, el récord, la superación: el superhombre será aquel que se destaque sobre otros, en este caso, para empujar la pelota, como sea, más veces dentro del arco rival.
La historia de este mito moderno se empezó a escribir en la lejana década del 30, y tiene en su máximo exponente y goleador a Roberto Cherro, Cabecita de oro, el crack de Barracas, el que alguna vez declaró, como si anticipara el mito del gol récord: Mirá, viejo, todos tenemos algo de vanidad o de esa íntima satisfacción de haber sido algo dentro del ambiente en que nos tocó actuar. Algunas amarguras también se cosecharon, acaso, para resaltar las alegrías. Y ya ves: ahora que se va haciendo tarde en mi vida de jugador, cuando escucho al pasar un adiós amable o un tenue ‘ahí va Cherro’, experimento una alegría, una cosa que me llega muy adentro. Será vanidad; puede que lo sea, pero si lo es, entiendo que es muy humana. Esa es la voz de Cherro, el máximo goleador de Boca Juniors durante ocho décadas hasta el 12 de abril de 2010, voz que llega, cosa extraña, improbable, desde el papel de una revista que hace poco, muy poco tiempo, dejó de existir: El Gráfico. La entrevista la firmó Ricardo Lorenzo Borocotó, el padre del médico que se dedicara a la política junto a Domingo Cavallo y que diera origen a un término actual que durante algún tiempo significaba cambiar de signo, bandería, credo o partido político: la borocotización hoy en día es tan frecuente como el cambio entre jugadores profesionales de clubes eternamente rivales. La política es el caballo de Atila: no deja lugar para que crezca el pasto donde pone sus pies, y si el juego de azar y la timba son la segunda fuente de ingreso estatal de todo poder de turno, qué puede significar para el poder político los dividendos económicos que otorga el fútbol, el deporte favorito del país. En Boca, se sabe, se gestó el origen de una fuerza política. Para la época del gol récord, el entonces tesorero Daniel Angelici, hombre del riñón de Macri, le negaba sistemáticamente la renovación del contrato al número 10. En cambio, las arcas estaban abiertas para mantener el vínculo con el número 9. La política había marcado territorio, desde los viejos tiempos del festejo a lo Topo Gigio, el número 10 estaba en la vereda opuesta del oficialismo. Del lado de la sombra. John Berger escribe que se suele creer que el sentido común es práctico. Pero solo es práctico a corto plazo. El sentido común te dice que es una locura morder la mano que te alimenta. Pero solo es una locura hasta el momento en que te das cuenta de que podrías estar mucho mejor alimentado.
Ese año, también, por si fuera poco, era año de la máxima congregación internacional del fútbol y el número 10 se quedaba afuera del Mundial, en gran parte por su mal vínculo con el director técnico de la selección, quien, casualmente, convocó al número 9. Un párrafo aparte permite mencionar que los mundiales fueron una deuda pendiente para los dos enemigos: ambos jugaron un solo mundial, el número 9 llegó a hacerle un gol a Grecia mientras que el número 10 no hizo ninguno en ningún partido del único mundial que jugó en 2006. Boca y los mundiales no se han llevado bien, más allá de Maradona. Y prueba de esta relación difícil entre Boca y los mundiales se marca en uno de los ídolos que el número 9 superó a fuerza de goles: Francisco Varallo. Pancho Varallo, “El cañoncito del bosque”, murió a los 100 años con el pesado título de haber sido el último sobreviviente de la final con derrota en el mundial de 1930, mundial al que solo asistieron Yugoslavia, Bélgica, Francia y una Rumania cuyos futbolistas trabajaban para una petrolera británica que no les dejó irse hasta que intervino el mismísimo rey Jorge. La política, como en la era de Boca y Macri, también se metía en el fútbol en aquellas épocas lejanas. Varallo quedó relegado en la final, atrapado en un loop del partido perdido, como quizás, quedaron el número 9 y el número 10 en el no-festejo del gol récord, condenándose, si existiera el infierno, a repetir esos segundos donde los dos comparten la misma amargura. Porque tan grande es el infierno que se creó ese día que años después cuando se le preguntó al número 9 por sus cinco mejores goles mencionó el gol a River en su regreso de una lesión, el gol agónico a Perú para clasificar al mundial del 2010, evocó su intrascendente gol a Grecia, un gol a Independiente, y aquel que le hiciera de cabeza a Vélez, una rareza que coqueteó con ser récord Guiness en distancia y, aunque no haría falta aclararlo, hay que decir que el número 9 dejó afuera, irremediablemente, el gol del récord. Y más aún, como si fuera poco, cuando se amplió el cupo y se le permitió optar por nueve goles, incluyó: los dos al Real Madrid, el primero con Estudiantes, el último de su carrera, y el gol del récord siguió quedando afuera. Esa es la venganza definitiva del número 10. La venganza personal, pública y eterna, una venganza que nunca perteneció a un grupo cerrado sino que incluyó a todos los que miraron el partido, e incluye, todavía, a quienes observan la imagen en Internet. La venganza es sencilla, hasta se diría que no implica un daño mayor, solo trae la anulación de un recuerdo feliz. La memoria humana, en general, se aplica a un sistema positivista, los recuerdos suelen ser positivos, fáciles de consumir, los recuerdos negativos se olvidan o perfeccionan. Y aunque el número 9 podría perfeccionar el gol y convertirlo en un momento aleccionador, parece, como demuestra en sus enumeraciones de goles preferidos, haber decidido lisa y llanamente olvidarlo.
El número 10 se puede defender, puede decir que no tuvo la intención, que renunciar es la única forma de evitar envilecerse y por eso dio el pase, por eso toda su carrera declaró que prefería dar un pase gol a hacer uno el mismo. O quizás todo fue fortuito, producto de la anulación de la privacidad. Quizás en otro contexto, sin hinchas ni periodistas, sin la política ni las ambiciones, se hubiesen abrazado tras el gol. Quizás las cosas se dieron porque había testigos. De hecho, para que la historia cierre hay que obviar que ese día Boca ganó 4 a 0 y que el número 10 saludó al número 9 en su segundo gol. Hay que elegir que lo que se dice del vestuario no pasó: ni el número 10 dijo que así cualquiera hacía goles, si se los daban servidos, ni el número 9 se sorprendió cuando Riquelme le dio la mano y lo felicitó en privado, entre las paredes de un vestuario de las que pocos fueron testigos. Porque, quizás, como insinúa César Aira, casi todo en la vida se hace porque sí, sin una causa, en realidad no es que faltan causas, sino que sobran esas pequeñas causas entrecruzadas dentro del entramado de los hechos. La causa pesada e imperiosa viene a posteriori, cuando se da la necesidad de explicarse ante extraños.