Ana se inclina detrás del mostrador y cuando se levanta ve a la niña.
¿De dónde salió?
Se acerca a la mesa donde Nahuel y Cacho –padre e hijo– descansan.
La niña habla con Cacho.
Ana da vuelta al mostrador y va hacia la mesa. Con determinación le dice que no puede vender nada en su restaurante.
Ella no nos molesta, dice Cacho.
La niña, como si Ana nunca la hubiese retado, saca cosas de su mochila y las desparrama sobre la mesa.
La mochila, aunque sucia, es hermosa: de un lado tiene bordado un pájaro azul bebiendo de un charco de agua, y del otro lado el mismo pájaro azul está herido; tiene una especie de flecha en una de sus patas, y alrededor del corte infinito cruza una línea roja, manchada de sangre, similar a la cinta que la niña tiene en el pelo. Aunque en la cabeza de la niña la cinta imita una corona, y en la mochila parece un círculo uniendo las dos partes de la pata herida.
La niña se pasa la mano por la frente y se quita la cinta.
Con un leve movimiento se acomoda el pelo y vuelve a colocarse su corona de sangre falsa.
Alrededor de sus pies se forma un charco de agua, un círculo.
Ana exige saber quién la acompaña.
La niña señala la mesa: una caja de fósforos, un encendedor de benzina, un mazo de cartas españolas, tres paquetes de curitas, seis botones de distinto color, un manojo de bandas para pelo, una lima para uñas, dos pañuelos, una tijera, una rosa de plástico artificialmente marchita, una tira de paracetamol, dos biromes azules y una estrella cuyas cinco puntas tocan el extremo del círculo que la envuelve.
Nahuel compra el pañuelo. Diez pesos.
Ana, resignada, pregunta por el mazo de cartas.
Veinte pesos.
Un trueno ahoga las palabras.
Llueve.
En la orilla se ve un grupo de gente vestida de blanco. También hay unas gaviotas, pocas.
–Te propongo esto –dice Ana–, te cambio el mazo por dos medialunas y un café con leche.
La niña repite que sale veinte pesos. Ana mueve la cabeza.
Cacho saca un billete y compra el mazo de cartas. Se lo pasa a Ana y le pide que cuente si están los cuarenta naipes españoles.
La niña mueve los pies, chapotea a su antojo.
Nahuel agarra y suelta, indiferente, los objetos sobre la mesa. Hasta que se detiene sobre un encendedor.
La niña promete vendérselo a muy buen precio.
Y Nahuel acepta.
La niña –que no tiene nombre, al menos sonoro– cuenta los billetes y guarda todos los objetos menos la estrella de cinco puntas encerrada en un círculo.
–Señora. Señora, usted necesita esto.
En la palma de su mano descansa la estrella que en cada punta toca el extremo del círculo que la encierra.
¿Por qué?, pregunta Ana.
Es un amuleto.
Para la suerte.
Para no morir en el mar.
¿Y por qué no lo necesita él –Ana señala a Cacho–, que es guardavida?
Porque él ya no entra en el mar.
Ana quiere decir que no. Que se lo guarde. Que ella solo necesita que termine el verano. Que venga el frío. Que no aparezcan más extraños en su restaurante. Pero lo que dice lo dice gritando, con rabia. Con tanto enojo que Cacho le pide que se calme mientras la niña corre hacia la playa.
En el piso donde estaba la niña queda un charco de agua: del techo cae una gotera puntual, casi en el mismo lugar donde estaba parada. Ana da un paso hacia la gotera y se para debajo. El agua fría golpea en su cabeza y baja por el pelo hasta la nuca.
El agua corre por su espalda como también corre por las uniones de las baldosas. El agua encierra cuatro baldosas: una negra y tres blancas. El agua encierra un damero. Ana abre los ojos, parada en la casilla de la reina de ajedrez.
Ana agarra el amuleto –en su mano gotea– y corre tras la niña.
Deja atrás las baldosas: pisa y se hunde en la arena mojada.
Ana mira los postes y las lonas de las carpas.
Llega a la orilla, al mar. Y deja el amuleto en la arena.
Retrocede, asustada por lo que acaba de ofrendar.
La primera ola apenas mueve el amuleto. La segunda lo sostiene para que la tercera lo pueda arrastrar. Al poco tiempo el amuleto flota entre la espuma y el atardecer. Y después desaparece.
Ana nota que en Playa Popular unos cuantos cuerpos vestidos de blanco -¿Hombres? ¿Mujeres?- se meten al mar.
Ana mira el horizonte. El temporal, la tristeza: todo sigue ahí.