El paquete

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La aeromoto surcaba el piso. Me gustaba que levantara polvo tras mí. En realidad nunca veía el polvo, pero yo estaba seguro que mi aeromoto dejaba una estela flotando en el aire del desierto. Era una forma de romper la quietud y el aburrimiento de un paisaje desolador, de enormes kilómetros de tierra reseca, montículos de arena sin una sola planta ni un animal,  tan sólo imágenes que se repetían una y otra vez como dos espejos enfrentados. Siempre quise trascender, dejar una estela en la historia de la humanidad. Por eso entré en el instituto militar. Y quizá esté ante un pequeño escalón.

Aterricé en la entrada de la aldea donde los guardias me gritaban en su dialecto para mí desconocido y me apuntaban con sus lanzas. Desde dentro de su pequeña comunidad salía humo que camuflaba el lugar para los curiosos de afuera. Me dijeron que son muy cerrados, no les gustan los extranjeros ni visitantes.

–AZ 18 B –me identifiqué. Supongo que era innecesario. Mi uniforme con los símbolos imperiales eran suficiente.

Los Mouk no poseían tecnología y mucho menos armas. Con el pequeño láser de mi aeromoto podría liquidar a todo su clan en cuestión de segundos. Pero dicen que el Emperador los quiere como aliados ya que de esa manera controla a los espías que los enemigos mandan por el desierto. Por eso les envía regalos inútiles para el imperio pero que los Mouk valoran. Yo de política no entiendo nada, sólo sé que los Mouk me dan asco: su desnudez durante todo el día, su mugre, sus pelos y barbas, que caguen y meen donde sea, que coman animales muertos que encuentran por ahí como si fueran aves carroñeras, incluso algunos dicen que son caníbales. Preferiría que hubiesen mandado a otro, pero estos viajes al desierto son peligrosos: muchos no vuelven porque los atacan asaltantes que vagan por aquí. Ser un enviado a una especie de misión diplomática me hará ganar aún más los favores de mis líderes, incluso del Emperador, dándome mayores oportunidades de ascenso entre las tropas imperiales.

Como dije, yo de política no sé nada. Sólo obedezco las órdenes de mis superiores: entregar un paquete, respetar cada costumbre Mouk y hacer todo lo que me digan sin ofender a nadie. Sólo soy un brazo actuando en función del impulso nervioso enviado desde el cerebro. Eso es ser un AZ, un soldado imperial. Acatar de manera perfecta lo que los cerebros dictan. Muchos nos juzgarán como carente de voluntad, de irresponsables. Nada más lejos de la realidad. El obedecer es la decisión más fuerte e importante que puede tener un ser humano: callar los propios impulsos en función de una confianza absoluta en otro. Un brazo que se cree cerebro no hará bien ni la función de uno ni la del otro. Un AZ es un brazo perfecto. Sólo quienes tengan fuertes convicciones y alto grado de poder de decisión, callarán sus ideas y acatarán de forma exacta las órdenes. Cualquiera puede aprender técnicas de combate, el uso de las armas. Pero no todo el mundo sabe callar sus propias impresiones en función de ideas superiores. Esa es la parte más difícil y más importante del entrenamiento militar para ser un soldado, un verdadero AZ.

Por sus gritos y gestos entendí que dejara mi aeromoto en la entrada. Me revisaron en busca de armas. Levanté el paquete que mis líderes les enviaban y me hicieron entrar. Me arrancaron los tubos láser de mi traje AZ.

Ingresé por una especie de pasillo hacia el interior de la comunidad Mouk. El camino estaba rodeado por pequeñas fogatas que provocaban el humo que impedía la vista desde afuera. El olor era terrible, se mezclaba la mierda con la osamenta. Unas mujeres se acercaron como para olfatearme y uno de los guardias las echó. Otros hombres reían. Unos niños descalzos me tiraban piedras que rebotaban en mi traje. Quería algún arma para aunque sea asustarlos, pero así como me habían dicho mis líderes, me sacaron todo en la entrada.

Siempre apuntado por lanzas, entré a una especie de choza hecha con ramas, cueros y rotos trajes del imperio. Supongo que los deben haber encontrado por ahí, serían de algún AZ muerto en el desierto. Adentro, casi a oscuras, un grupo de ancianos recibió mi paquete mientras reían. Me hicieron sentar. Hablaban entre ellos siempre entre risas, mal aliento y saliva escupida.  Al paquete no le dieron importancia. Algo ahí andaba mal.

De repente entró uno de los guardias a la choza, quien, obedeciendo el mandato de los ancianos, me apuntó con su lanza. Vinieron otros más que quisieron sujetarme de los brazos. Empujé a uno y me deshice del otro con facilidad. El guardia me dio un puntazo en la cara con la lanza, así que me arrojé sobre él tirándolo al suelo. En ese instante sentí un agudo dolor por un golpe en la cabeza junto a un chispazo en mis ojos y fue como si de repente se apagara mi consciencia.

No sé cuánto tiempo estuve desmayado. Pero al abrir los ojos estaba atado aquí en este árbol. Ya es de noche. Las imperturbables fogatas iluminan la aldea Mouk. El fuego arde en los ojos de cada uno de ellos. También las estrellas. Con sus manos agitan piedras, huesos y ramas, todos filosos. Mi traje está tirado en un rincón. Mi aeromoto está siendo desarmada por unos niños. Ahora que estoy despierto comienza su ritual. Gritan, cantan, bailan. Ahora al fin se acercan a cortarme. El dolor va a ser largo. La muerte tardará en llegar. Sé que es demasiado tarde, pero recién ahora me doy cuenta que el verdadero paquete que a los Mouk envió mi emperador, soy yo. Y será mi carne en sus estómagos la que asegurará la alianza de mi pueblo con esta tribu de salvajes. Al fin cumplo mi verdadera misión como soldado AZ: renunciar a mi vida en pos de la supervivencia imperial.

Pablo Castro
Pablo Castro
Es psicoanalista. Escribe en el portal Psum. Coordina talleres literarios, tanto en instituciones como de manera particular. Co conduce el podcast Low Cost Radio. En 2017 publicó un libro de cuentos titulado Carne de Aleph (Peces de ciudad ediciones) y en 2018 la novela El flaco que quería ser Perón (Editorial Hinvisible

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