Bristol

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Heteróclita exposición de un pequeño cosmos, en una ciudad balnearia del hemisferio sur, un día.  

I

Del breve y florido parlamento entre el Contador Figoni y Horacio, vendedor de churros, mientras el silbato de Guardavida emite tres pitidos de advertencia a la Bañista Imprudente.

Vean cómo levanta la mano, cómo se inclina levemente Figoni, Contador Público Nacional, para subrayar con la disposición de su cuerpo, al mismo tiempo, su conocimiento de los protocolos populares de conducta, y la inequívoca dirección de sus palabras, que llevadas por el viento buscan interrumpir el paso mecánico de Horacio, veterano vendedor de churros. 

Figoni:

Diga, buen hombre laborioso 

tenor entre tenores

que bajo estos calores

alegre y sudoroso

se entrega a su faena: 

desos churros rellenos

que porta en su canasto, 

¿qué sale la docena?

En este instante suena el primero de los pitidos de Guardavida. Un pitido de duración media e intensidad regular, que podríamos llamar rutinario, como si confiara en la eficacia de su sola vibración para inocular en la conciencia de cada bañista un impulso centrípeto, manifiesto en forma de interrogante: “¿Es a mí?”.  

Horacio, veterano vendedor de churros, no repara sin embargo en el pitido, entrenado como está en reconocer del entorno aquellas señales –especialmente visuales y auditivas- que lo tienen por destinatario. Su atención está puesta en la inclinación de Figoni, y en la modulación de sus labios, inequívoca fuente de la voz que llega ahora a sus oídos. Horacio, entonces, responde.

Horacio: 

No le han mentido, amigo

respondo a su llamado

estoy deshidratado

bajo este cruel cuchillo

mas dello no me quejo

mejor me pongo pillo 

y dos al precio de una 

y media se las dejo.

Y ahí nomás el contador Figoni, extasiado de encabalgamientos y secretamente convencido de haber logrado un buen negocio, en magnánimo gesto convídale agua a Horacio del pico de su caramañola y, con amable resolución –que oportunamente incluirá un apretón de manos-, se dispone a cerrar trato.  

No lejos de esta escena Sebastiana, pertinaz, cava un pozo, sin sospechar siquiera las trascendentales consecuencias de su esmero. Pero ya nos ocuparemos de ello porque en este momento, el centro de nuestro drama coral lo ocupa la Bañista Imprudente, que no sólo ignoró el primer pitido, sino también ignorará el segundo y el tercero, ambos de intensidad y duración crecientes, lo que sin duda marca el pasaje, en buena parte del resto de bañistas, del primer interrogante centrípeto a uno distinto, de carácter centrífugo, acaso sostenido por un morboso regodeo: “¿Quién es el pelotudo?”. 

II

De cómo la Bañista Imprudente debe ser rescatada por Guardavida y de él cree enamorarse, debido al influjo de las telenovelas. 

Si algo marcó el cromatismo afectivo de la Bañista Imprudente fue su frenético consumo de telenovelas del prime time durante la década de los noventa. Innumerables variaciones de los amores pasionales y prohibidos –tanto más pasionales cuanto más prohibidos- sedimentaron en su fuero íntimo como el verdín sobre la piedra, conformando una tendencia a los vínculos de apariencia encantadores, pero en el fondo resbaladizos y causantes de dolor. Un cuadro seguramente agravado por su persistencia en atribuir la reiteración de desengaños a su propia intensidad, según ella difícil de asimilar por personalidades endebles, y destinada al encuentro con un varón capaz de domeñarla, contenerla, y encauzarla con firmeza hacia la luminiscencia de un amor superior. Verdadero.

Aquel arrojo romántico –mezcla de osadía, candor y franca desorientación- terminó derramándose hacia otras esferas de la vida cotidiana, y es así como en este mediodía atlántico la vemos atravesar la rompiente, lenta pero decidida, con su gorra de baño color salmón, en saltitos breves, perpendiculares a la costa. Allá va, derechito al zanjón.   

Guardavida, de afilado instinto y rápidos reflejos, se yergue en el balconcito de su caseta de madera llevando el silbato a la boca para emitir los consabidos pitidos. Tres son, y en el tercero el salto de la Bañista Imprudente busca con desesperación un apoyo que no ha de llegar, para sumirla en cambio en una corriente virulenta y arremolinada.  

-¡Pero la puta madre! – exclama Guardavida, al tiempo que se tensa su pletórica musculatura para llevarlo, en cuatro pasos, al borde de la orilla. El torpedo naranja dibuja media parábola perfecta, frenada secamente en el aire por la soga que lo une al torso broncíneo de Guardavida, que ya toma el relevo y termina el descenso de la curva, ingresando al agua con inverosímil pulcritud. 

¡Chop!

Curiosos e insondables son los caminos de la mente: viéndose arrastrada por la fuerza arrolladora del mar, impedida de recuperar la superficie, anche la tranquilizadora verticalidad de su cuerpo, transfigurada en un amasijo cubista subacuático, la Bañista Imprudente es súbitamente tomada por un sentimiento epifánico y, creyendo ser una sirena mitológica bajo la nave del valeroso Ulises, comienza a entonar las melódicas estrofas de un fado portugués. Bueno, melódicas, melódicas, lo que se dice melódicas, en rigor no son: emite más bien un burbujeo asordinado, hecho de arena, sal y espasmos ventrales, pero cargado de una profunda emoción. Cada vez más profunda. En eso está, extasiada, cuando siente que la fuerza sobrehumana de dos brazos hercúleos la sustraen de los ensueños de la anoxia para conducirla de regreso al nivel de la espuma. 

Qué fue del gorrito salmón, no lo sabemos, pero es oportuno que lo haya perdido en alguna de las volteretas a que la Bañista Imprudente fue sometida por el vigor del océano, pues nos permite ahora observar sus cabellos cayendo desde el torso de Guardavida hacia la arena de la orilla, lamida por el vaivén persistente de las olas. Ella, obnubilada, aprecia los contornos de los pectorales del hombre que la lleva en andas, y se le antojan tan escultóricos como los de Osvaldo Laport en Más allá del horizonte, lo que en virtud de un deslizamiento simple, la habilita a identificarse sin rodeos con una etérea Grecia Colmenares. 

El hechizo, una vez más, se ha consumado. Los ojos de la Bañista Imprudente ya se fijan, penetrantes, en los de Guardavida, que por su parte escrutan la geografía costera buscando la mejor localización para depositar el cuerpo que acaba de extraer de la canaleta. Si pudiéramos adelantarnos a los acontecimientos seríamos testigos de la tenacidad con que la Bañista Imprudente se aplica, durante lo que resta de verano, a desarrollar toda suerte de estrategias de conquista, desde las infinitas caminatas circulares alrededor del mangrullo, hasta la contratación de una avioneta para exhibir sobre la playa la leyenda “Gracias, mi Neptuno. Tuya siempre”. Pero no podemos adelantarnos: estamos condenados a la contemplación de este instante, y todo aquello es sólo un germen por ahora, un núcleo trágico apenas iniciando su despliegue.    

Los aplausos de curiosos, morbosos y simples autómatas logran extraer por un instante a la Bañista Imprudente de su fascinación y, creyendo ser su acreedora, levanta la mano libre –la que no se aferra a la cerviz de Guardavida- para balancearla de un lado a otro como ha visto hacer durante años a las Reinas del Mar. Mas no es para ella ese palmoteo entusiasta. Se trata por un lado de la ritual celebración del rescate, claro, pero es además, en nuestro relato, un recurso de montaje, una transición digamos, hacia la siguiente porción de este cosmos.   

III

De cómo una presencia extraña atraviesa la línea de la costa, provocando admiración y misericordia en la concurrencia.  

El aplauso celebratorio, desparejo como el inicio de una lluvia de verano sobre un techo de chapa, comienza de pronto a fundirse con otro, marcadamente rítmico, que se acerca muy lentamente desde el extremo sur de la playa. Si dirigimos hacia allí nuestra mirada, podremos observar en el epicentro de las palmas una figura un poco inclinada, delgada, extraordinariamente alta, que arrastra los pies en una caminata tan cansina como perseverante. Desde algún lugar en el fondo de las entrañas, la figura emite un resuello largo y quebradizo: algo indefinido entre un ronquido y el gozne oxidado de una vieja puerta cancel. 

Ya más cerca, y siguiendo con la vista el ascenso por las piernas, vemos los jirones de una tela que alguna vez supo ser traje de baño, cubriendo apenas una piel de un borravino mate oscurísimo, que se ciñe a una osamenta tambaleante, cuyo costillar se expande y se contrae al compás de los chirridos herrumbrosos. Más arriba, desde el centro de la alta silueta, emerge hacia adelante -como un deslucido mascarón de proa- una cabeza. Sus cabellos cenicientos se entreveran con una barba larga, abundante, bajo la que se adivinan los labios resecos de la boca, que no es otra la fuente de aquel aliento gutural y esperpéntico. A ambos lados de la quijada rectilínea que la enmarca, dos rótulas –sí, dos rótulas- alternan sus ascensos y descensos siguiendo el movimiento de los hombros en los que se apoyan. Sobre ellas, las manos huesudas y tendinosas del Hombre Barbado, no se sabe si dando o implorando sostén. Aquí comienza la mitad superior de nuestra figura, tan desmejoradita, pobre, como la ya descripta. 

Se trata de un segundo cuerpo, igualmente enflaquecido, encaramado al Hombre Barbado como a la grupa de un rocín. Su propia espalda dibuja un arco vencido, jalonado por una cordillera de puntiagudas vértebras, de cuyo extremo pende una cabeza bamboleante, con cabellos y barba menos canos, pero tan tupidos como los de su montadura. Con los párpados caídos y una expresión increíblemente serena, nuestro segundo hombre duerme, y hasta diríase que un hilo de baba se ha resecado, en algún momento de la travesía, sobre los rizos castaños que cubren su mentón. Es, digámoslo de una vez, el Niño Perdido, entrado en desgracia algún día de enero de 1987, cuando contaba tan sólo 5 años de edad y veraneaba en esta ciudad balnearia junto a su familia. La actitud temeraria o despreocupada propia de un infante, amén de una ladina ráfaga de viento norte, lo llevaron a alejarse algunos metros del enclave parental, perdiéndose entre el gentío orillero. Tuvo, sí, la paradójica fortuna de hallar al Hombre Barbado –en aquel entonces un joven y lampiño estudiante de ingeniería, ungido de entusiasmo y vitalidad- que tomó para sí la misión de reencontrar al niño con sus seres queridos. Desde entonces no han cesado de caminar la playa de un extremo al otro, acompañados por las palmas –solidarias y plenas de admiración- de varias generaciones de bañistas.       

IV

Del insano frenesí con que Sebastiana se aplica a horadar la arena hasta pasar del otro lado, y de lo que allí se encuentra.  

Temprano, empezó. Tipo ocho, que es la mejor hora, porque no hay nadie y el sol es apenas un disco pastel que se eleva, amigable, sobre el horizonte. Arrancó con el talón, casi involuntariamente, en el gesto de afirmarse para acomodar la reposera. Cierto automatismo –producido tal vez por una tendencia a la ansiedad- la llevaría luego a sostener involuntariamente aquel movimiento de pequeño rango, mientras resolvía un sudoku tras otro para matar la mañana. Recién cuando percibió, por la asimetría de las caderas, la diferencia en el apoyo de los pies, notó que la huella producida había alcanzado una profundidad considerable y, sin saber por qué, sintió una íntima satisfacción. Empezó entonces a sustituir el movimiento de mero desplazamiento longitudinal de la arena, que comprometía fundamentalmente a la mitad inferior de la planta, por otro de clavado y extracción, implicando la punta de los dedos y el empeine. 

¡Tuc-zac, tuc-zac, tuc-zac!

No tardó en alcanzar la parte firme y húmeda del suelo, lo que le permitió aumentar el volumen de cada remoción, sacando terrones de cierta consistencia. Decidió usar las manos. Apartó la reposera a un costado, se arrodilló en el borde del hoyo que empezaba a formarse, y comenzó un trabajo de zapa lento pero sistemático y de ritmo regular. Dudó por un momento al ver sus uñas, recientemente esmaltadas con el tono Cherries in the snow, de Revlon, en la esperanza de sorprender a su amiga Liliana cuando llegara con los bizcochitos a la diaria cita playera, pero algo en ella se había encendido y no había forma de apagarlo: cavó. 

Cavó y siguió cavando hasta llegar a nuestro presente, en el que no vemos de Sebastiana más que sus pocas pertenencias junto a la boca de un túnel de aproximadamente un metro de diámetro. Cuando escucha, lejano, el primer pitido de Guardavida, Sebastiana recuerda que hay una superficie, y se pregunta si no debería regresar. Calcula entonces que el hueco de luz hacia el que habría de desplazarse se encuentra a no menos de cincuenta metros por un camino ascendente, y le parece una picardía desperdiciar el esfuerzo sostenido, dejando insatisfecha, de añadidura, su febril curiosidad. 

-Se hace camino al cavar- dice, algo confundida, y continúa. 

Cuántos días pasan mientras sostiene su tarea, es difícil de determinar, pero en ese lapso temporal Sebastiana se entrega al sueño varias veces, y otras tantas se despierta para continuar removiendo arena. Cuando se aburre canta en voz alta canciones de María Marta Serra Lima, Valeria Lynch o José Luis Perales, que son sus preferidas. 

Durante su trayecto encuentra cosas –muchas cosas- que reconoce gracias al contacto con sus manos, pues las condiciones lumínicas no son propicias para una adecuada constatación ocular. El tacto se vuelve su sentido más aguzado, y Sebastiana se entrega a la inspección subterránea con la fruición y la asertividad de un botánico decimonónico. Cuando sus dedos se topan con algo, ella palpa y nombra, palpa y nombra, palpa y nombra: una botella de vidrio; una rosca de pvc; un par de medias cancán; la trompa de un gliptodonte; un durmiente de trocha angosta; un croupier lituano… Y así.

Los ojos de Sebastiana se ciegan por completo al abrirse nuevamente a la luz, y necesita no menos de un minuto para poder hacer foco y reconocer su situación. Con medio cuerpo emergiendo desde la salida del túnel, se apoya en la arena, otra vez seca y caliente, de la superficie y, gracias a la posición del muelle de los pescadores, reconoce a lo lejos y entre la gente su sombrilla y la reposera caída al costado del pozo. En ese momento suena el segundo pitido de Guardavida, y casi de inmediato el tercero. Sebastiana no repara en ellos, y comienza el regreso –jadeante y en éxtasis- hacia su punto de partida. Para nosotros, sin embargo, constituyen la clave que permite comprender la magnitud de su hallazgo: entre aquella boca de ingreso y esta boca de egreso, no se extiende otra cosa que un agujero de gusano, una paradoja espacio-temporal hasta el momento sólo existente como una hipótesis de la física que, gracias a las manos y la tenacidad de Sebastiana, adquiere carácter efectivo. Ella ignorará la novedad, y no podrá comunicarla al campo de la ciencia, que le resulta absolutamente ajeno. Sólo rescatará la experiencia como un episodio de extraña intensidad entre sudoku y sudoku, un día. Pero está ahí: la resolución de un importante misterio está ahí. Nosotros lo sabemos, y eso es más que suficiente.         

V

De cómo la voz del narrador se eleva y se eleva, voraz de omnisciencia y firulete, atravesando nubes, gaviotas, polución urbana y las primeras capas atmosféricas, en una búsqueda desaforada de alcanzar estatuto divino por la vía de la metanarratividad, con tan intenso impulso recursivo, y tan perfecto acople al plano del referente, que se encuentra frente a frente con la Última Parada, Lo Inefable, la Imposibilidad Primigenia, el muro de Lo Real contra el que se estrella la soberbia del lenguaje, y en un postrero y ambiguo gesto de tozudez, humildad o mero reflejo verbal, alcanza a pronunciar –antes de desaparecer completamente- un escueto… 

Fin.


Santiago Maisonnave

Santiago Maisonnave
Santiago Maisonnave
Nació en Barcelona, Cataluña, en 1977. Comunicador social egresado en La Plata, se desempeñó en los campos de la docencia, el periodismo, la historieta y el teatro. Sus trabajos se publicaron en distintos medios y antologías de Argentina y España (Revista Ñ, Fierro, La Vanguardia, Malinche, Letra Sudaca). Publicó el libro de relatos gráficos policiales Negro el 10 (Manoescrita, 2010), en co-autoría con Iñaki Echeverría. Actualmente combina la docencia universitaria con proyectos de escritura y teatro en Mar del Plata, ciudad en la que vive desde 2008.

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