Dicen que un tal dios creó con barro a las gentes, y que hay personas tan pero tan originales y puras que el barro todavía se les nota. No sé si algo de eso pensó la de maestranza cuando entró ese chiquito con los pies embarrados, ensuciando todo el piso, pero de lo que estoy seguro es que todos lo conocían.
Era uno de esos pibitos que no pasan desapercibido, de esos que no se pierden en una masa de nenes, sino que siempre se las arreglan, no sé bien cómo, para destacarse.
La nutricionista le dijo: Vení que te quiero pesar, estás muy flaco.
El pediatra le ordenó: No andes así en la lluvia, te vas a resfriar.
Otro solicitó por la madre del pibe para no sé qué papel. Alguien le exigió que le mostrara los cuadernos del colegio. La administrativa, medio a escondidas, le pasó unos caramelos. La odontóloga vio la escena y ordenó que eso no, que se le picarían los dientes. Otra más lo invitó a jugar. Y en ese barrial el pibito daba rienda suelta a su larga y amplia sonrisa. Hasta que los recortes presupuestarios, la baja de sueldos, los asaltos a los profesionales, hicieron que muchos renunciaran a la sala. Y el pibito, con la adolescencia en sus talones, los vio irse uno por uno. Sí, es cierto, vinieron otros. Pero para el pibito ya nada fue lo mismo.
Y un buen día el barro se le notó aún más. Llovía. Tronaba. Muy poca gente en la farmacia cercana a la salita de salud del barrio. Dos empleadas, una jubilada y una mamá con sus tres chicos engripados. Las huellas de las zapatillas embarradas quedaron marcadas en el piso de cerámico recién lustrado. Y así empapado, el pibito que ya no era un pibito, entró con el arma en mano. Pese a sus ojeras, la barba crecida y los tajos en distintas partes del rostro la jubilada lo reconoció, y lo nombró. En ese momento de distracción, una empleada tocó la alarma. Enseguida, el policía del rondín llegó. El pibito que ya no era un pibito se asustó. Tiró estantes. Apuntó para todos lados. Se agachó. Llegó un patrullero. El pibito que ya no era un pibito no aguantó más el encierro así que intentó huir abriéndose paso a los tiros.
La lluvia cada vez era más fuerte. Los truenos se confundieron con los disparos. Y entre las embarradas calles del barrio, el pibito cayó. Su sangre se mezcló con el lodo. La lluvia se intensificó. Y el pibito que ya no era un pibito, de alguna misteriosa manera, se las arregló para que la noticia de su muerte y la indignación ante el aumento de la inseguridad fueran tapa en los matutinos al otro día.
Pablo Castro