Beso de navidad

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Yo esperaba un beso, uno sencillo, de esos que son los primeros de muchos, con alguna chica que me gustara. Varios amigos ya lo habían logrado, y yo aún nada. En algún momento llegaría. Y qué mejor en una noche de navidad, donde dicen que los deseos se cumplen. Pero no me adelanto, primero hay unas cuantas cosas que contar. 

Nombré la espera. En mi familia navidad significaba esperar: regalos, la cena, que se hagan las doce para irse con amigos o, en el caso de mis padrinos, a dormir. Pero, en especial, la llegada de parientes de otras ciudades. Yo les decía tíos porque desconocía con exactitud nuestro tipo de parentesco. Ellos venían del interior (interior de qué, nunca lo supe), y eran una especie de hijos de un tío de mi viejo, o algo así. En su pueblo no tenían mucho trabajo, porque desde unos años atrás el tren ya no pasaba y lo del campo no valía; no sé, temas de grandes. Entonces mis tíos venían a Mar del Plata a hacerse la temporada en un restaurant de la peatonal. Y mi casa se transformaba en un hotel. Hotel medio precario ya que mi hermana y yo donábamos la habitación y dormíamos en el living con Matías, nuestro primo. Es curioso que no nos molestara. Incluso hasta esperábamos con ganas llenar el piso del living con colchones donde nos contábamos chistes, historias hasta dormirnos a altas horas de la madrugada.

No sé cuántos años tenía yo en aquella víspera de navidad pero me recuerdo con la pelota en la mano, sentado en el cordón de la vereda. Esa pelota, decían que por el sol, se había deformado, y por lo tanto no era muy redonda que digamos, sino más bien ovalada. Acá encontré una foto donde estoy con mi hermana y se ve la dichosa pelota: por la ropa, la estatura de ambos, deberíamos tener doce o trece años, no mucho más. De hecho, de fondo se ve un farol que, si no me equivoco, es de la Renault Fuego de un vecino, es decir que tiene que haber sido inmediatamente después al mundial 94, entonces estoy bien con el tema de los años. Los mundiales me ordenan los recuerdos.

Sé lo que ocurrió durante cuatro años gracias a los mundiales, sé en qué momento de mi vida estuve, o de qué trabajaba, o cuál era mi novia de entonces con la sola rememoración de Estados Unidos, de Francia o de Corea Japón. Pero bueno, disculpen, estoy divagando.

La cosa es que estaba sentado en la vereda con mi pelota ovalada cuando vi que mi hermana se acercaba con Emilse, una vecina que a mí me gustaba. Emilse llevaba un casete negro en la mano, con su dedo índice girando en uno de sus agujeritos. Se venían riendo en dirección hacia mí.

Una vez que se acercaron, Emilse me preguntó por qué tenía una pelota de fútbol y una gorra de Chicago Bulls, dijo que me definiera por el fútbol o el básquet, además, según ella, la pelota parecía más de rugby que otra cosa. Yo fruncí los hombros, mi hermana y Emilse se rieron y yo dije algo así como que por qué no, o porque sí, o capaz que no dije nada, no recuerdo. Pero su pregunta estuvo ahí junto a su larga sonrisa. Mi hermana le susurró al oído y se metieron dentro de mi casa. Escuché que mamá le pidió ayuda con la ensalada de fruta, pero mi hermana nunca le hizo caso en nada así que se encerró en nuestra pieza que, a partir de esa noche, ya no sería nuestra por tres meses.

En ese momento oí el Falcon de papá que doblaba por la esquina. Estacionó en la puerta de casa y mis tíos, mi primo Matías y un chico más bajaron. Me había puesto contento, los quería saludar, pero la presencia de ese otro muchacho me inhibió. Así que sólo dije un hola, Matías me abrazó y me presentó a su amigo Lucas. De casa salieron mi mamá, mi hermana y Emilse, quien en realidad se quedó más atrás, cerca de las caléndulas y los pensamientos que, supuestamente, yo debía regar. Mi mamá elogió la madurez de Matías, y mi tía dijo que yo estaba muy alto; ambas exageraban.

Sacamos unas cajas del baúl del Falcon, que entre mi papá y mi tío metieron dentro de casa.

Matías se calzó su mochila y los dos nos encargamos de una valija. Lucas nos seguía mientras mi hermana y Emilse le preguntaban cosas. Matías les reclamó que lo dejaran tranquilo, que lo volverían loco. Depositamos el bolso sobre mi cama y nos sentamos los cinco en los colchones que después de Noche buena serían nuestras camas en el living. Mi hermana dijo que con Emilse grabarían música para bailar a la noche y Matías me preguntó cuándo iríamos a la playa; también que capaz este verano trabajaría para ayudar en la casa; me preguntó si yo seguía en el club de fútbol, le dije que no, pero él nunca entendió por qué lo había dejado, pese a que le expliqué que no había ningún motivo, que un día me fui y ya no volví más. Mi hermana le dijo a Matías que la tía Sonia tenía un regalo para él, y viste qué linda es mi amiga, y se rieron y yo creo que me puse serio porque mi hermana dijo ay qué celoso y la codió a Emilse, y Matías se rió y dijo que yo era todo un galán romántico, y se rieron más, así que me levanté y me fui al baño.

Antes de entrar al baño, oí a mi tío. Según él, Lucas era un chico con muchos problemas y que ellos lo querían ayudar porque la madre andaba mal, sin trabajo, o algo así. Entonces me di cuenta que Lucas no había dicho una sola palabra desde su llegada. 

Del colectivo nos bajamos en la plaza Colón. Mi hermana y Emilse compraron chocolatada y galletitas en un polirrubro y cruzamos hasta la rambla. Eran cerca de las dos de la tarde, estaríamos en la playa hasta las cinco para luego, en casa, bañarnos y cambiarnos. En ese momento, mi tío y mi papá seguro admiraban las maravillas mecánicas del Falcon y mi mamá con mi tía acomodaban la casa para recibir a algunos familiares. Según Matías, Lucas había venido con ellos para conocer el mar. Así que una vez que llegamos a la arena mi primo le dijo bueno, ahí lo tenés. El chico se detuvo en la escalinata, puso los brazos en jarra mientras sus ojos se perdían, supongo, en el horizonte. De fondo sólo se oía música irreconocible y palabras sueltas e inidentificables de gente que pasaba. Hacía calor, yo quería refrescarme en el agua y mi hermana y Emilse broncearse, pero el pibe estaba detenido, inmóvil, como imitando a las estatuas de los lobos. Hasta que Matías le dijo algo en el oído, le dio una palmada en la espalda y avanzamos. 

Con Matías nos metimos al agua para barrenar olas. Cuando nos quedamos de pie, mi primo elogió el cuerpo de Emilse y dijo que me haría gancho con ella. Yo le decía que no, que ni se le ocurriera. Según él yo ya tenía que besar una chica, no podía esperar más, era una cuestión de urgencia. Con sólo imaginar la escena, sentí a mi pito endurecerse. Por suerte Matías siguió hablando de otra cosa y, con ayuda del mar aún frío, se me fue la calentura. Me dijo que en los fichines, entre juego y juego, me haría pata. Lo de los fichines estaba bueno, dije, además ahí cerca había un lugar con una promo de diez fichas por un peso, pero lástima que no nos daba el tiempo para volver a casa. Y él dijo que mejor, ya que no había salido con mucha plata, que cuando trabajara me invitaría. Entre ola y ola miré hacia la orilla y vi que Lucas sólo caminaba, entonces le pregunté a Matías qué onda con este chico, si era medio raro o qué. Y me contó que sí, que era raro, de hecho lo defendía en el colegio porque era bueno pero siempre lo molestaban, también que el padre estaba muerto y mis tíos ayudaban a la madre, pero ahora todo estaba más difícil porque no había trabajo, que se quedaría unos días nomás y se volvería al pueblo y cosas así. Yo le respondí que para mí era un asesino serial en potencia cuando sentí que me tiraban al agua: mi hermana y su amiga se arrojaron arriba mío, y, si bien me golpeé la rodilla, al menos me alegró que la mano de Emilse rosara la mía. 

Cuando al fin hicimos pie, Matías preguntó qué hacen acá, y las cosas quién las cuida.

Lucas, respondió mi hermana. Y entonces vimos que el amigo de mi primo estaba sentado en la arena, con las piernas cruzadas al lado de nuestras pertenencias. Emilse, como yo, dijo que era raro.

Mi hermana dijo que, según nuestra madre, el chico había perdido al padre en la guerra o en la guerrilla, o algo así y por eso tenía problemas. Yo dije qué tiene qué ver, hay un montón de gente que le pasan cosas terribles y no son raros. Mi hermana dijo que yo era un insensible. Según Emilse, el chico daba miedo. Para Matías, los tres éramos unos idiotas, Lucas sólo era un chico más, un poco tímido y ya, tampoco para decir cualquier cosa de él. Nos miramos en silencio, mientras a nuestro alrededor el bullicio de gente entre los olas se mezclaba con el sonido del mar. Hasta que dije que mejor ya volviéramos, porque se estaba haciendo tarde.

Emilse se había ido a su casa, pero después de las doce vendría a bailar y tirar cohetes con nosotros.

Mi papá había conseguido una oferta de cañitas voladoras y Emilse traería unos rompeportones. Yo me bañé y me puse una camisa de manga corta que me había comprado mi mamá, y hasta me perfumé, no tanto por la navidad sino más bien para después de las doce con Emilse. 

Cuando asomé mi cabeza entre los invitados, mi hermana estaba con mi primo y Lucas rebobinando un casete, así que me acerqué un poco a los grandes que rodeaban el fuego. Las mujeres preparaban platos en la cocina y los hombres afuera. Era loco que todos se ubicaran por género o edad, así que para hacerme un poco el rebelde me fui con los grandes.

Según mi tío, mañana se tenía que presentar en el restaurant al mediodía; mi padrino mencionó a su taxi, que arrancaría temprano, que la temporada vendría bien y que le preocupaban la competencia de los remises; mi papá aprovechó para preguntarle algo mecánico del auto y le dijo que tenía que revisar el carburador. Según mi tío, el Falcon era un autazo, como ya no hacen, viste que ahora son descartables, el tuyo es fierro de verdad, y te lo digo yo que soy del chivo. Pero si ustedes no pueden ni hablar, dijo mi padrino, no sólo el podio fue nuestro, hasta el cuarto le metimos, no lo pudieron agarrar en todo el campeonato al Lalo, volaba el Lalo. El único que hubiese podido era el Pato, pero bueno, una tragedia, agregó mi papá. La conversación seguía más o menos así y yo no podía meter bocado, así que me fui con los chicos.

Mientras sonaba una canción en inglés para mí desconocida, mi hermana dijo que un compañero del colegio tenía un mini componente donde el casete se daba vuelta solo, pasaba del lado A al B sin que tuvieras que sacar la cinta. Matías se sorprendió, y dijo que cambiemos la música, que eso era muy aburrido para una navidad, así que lo adelantamos y sonó Desesperada de Martha Sánchez, cada tanto interrumpida por el locutor de la radio desde la cual mi hermana y Emilse habían grabado la canción. Y yo de repente me di cuenta que no estaba Lucas. A veces quiere estar solo, dijo Matías. En eso escuchamos un golpe proveniente de la calle, salimos hacia afuera y vi que Lucas había entrado al auto de papá. Lo vimos sentado en el asiento trasero. Cómo lo abrió, preguntó mi hermana; mejor le digo a papá, agregué; ya se va a bajar, dijo Matías. Cada tanto se oía un cohete y unos gritos de vecinos ya medio borrachos. Lucas seguía quieto, con la cabeza baja, detenido en al asiento trasero del Falcon de papá.

Mamá nos llamó para que ayudáramos con la mesa. Qué hacemos con él, pregunté. Según Matías, ya volvería y nos pidió que no dijéramos nada para que nadie se asustara. Así que entramos a casa en silencio cuando desde el grabador sonaba No te preocupes de El símbolo o una de Los Pericos, no me acuerdo, pero sí que mi primo le dijo a mi hermana qué música de mierda grabaste.

Acomodamos las jarras con jugo, el pionono de la tía Sonia, la torre de panqueques de mi madrina y no sé qué más. El humo por el lechón en la parrilla, junto al calor de la noche, se colaba por la puerta y Matías insistía con que en Navidad tenía que transar con Emilse. Yo fui al baño a peinarme, me puse más gel en el pelo, traté de reventarme un granito de acné en la frente y simulé como práctica un beso contra el espejo, cuando oí los gritos de mi mamá: faltaban las botellas de sidra.

Así que salí hacia la cocina y ahí estábamos todos sin saber qué había pasado. Todos menos Lucas. 

El primero en mencionarlo fue mi tío. Yo dije que la última vez estaba en el asiento trasero del Falcon, así que en caravana fuimos afuera. Ya no circulaban autos por la calle pero de cada casa venían sonidos de fiesta y titilaban luces por las ventanas. Unos bichos volaban alrededor de los faros del alumbrado público cuando mi hermana dijo ay, y se largó a llorar. Todos vimos cómo le sangraba el pie por haber pisado una botella de sidra rota: las huellas del atraco. Pero de Lucas ni noticias.

Lo buscamos, se sumó la familia de Emilse. Los hombres salieron a dar vueltas por el barrio y nosotros nos quedamos con las mujeres, incluso con nuestra vecina. Mi tía quiso llamar a la mamá de Lucas, pero nadie contestó. Dijo que la mujer estaba con muchos problemas, con toda la familia destruida. Y Lucas era muy conflictivo, pero buen chico, que lo habían traído para ayudar a la madre y cosas así.

A las doce de la noche no brindamos, aunque sí comimos, menos mi primo que balbuceaba palabras sueltas. Se culpaba por la desaparición, que él tenía que haber dicho algo, que debería haber avisado del encierro de Lucas en el Falcon. Traté de convencerlo de que eso no era así, pero ni siquiera me oyó.

Con los chicos nos quedamos afuera esperando que apareciera Lucas mientras en el cielo oscuro explotaban cañitas voladoras, y nuestros oídos se aturdían con los cohetes. Nos sentamos en la vereda, en silencio, mientras los gritos de feliz navidad se mezclaban con la música y los autos que ya salían hacia alguna fiesta. Todavía quedaban pedazos de botellas de sidras y corchos de plástico desperdigados alrededor nuestro. Mi hermana se recostó en el hombro de Lucas y medio que se durmió con el pie vendado. Emilse se apoyó más en mí. Acarició mi mano, me miró a los ojos y llevó sus labios hacia los míos. Se me escapaba saliva mientras ella dibujaba formas abstractas con sus dedos sobre mi mano. Yo movía mi cabeza de un lado al otro pero no sabía qué hacer con la lengua y me dolía la nariz cuando chocaba con la suya. Me vibraba el cuerpo y los pelitos del brazo se me pararon. Hasta que nos soltamos, yo me refregué los labios con el puño, nos reímos con una complicidad hasta el momento desconocida. Qué rico perfume, me dijo. Apenas un sí agregué, cuando sentí el Falcon de papá dar vueltas por la esquina. Estacionó en la puerta de casa.

Serían ya cerca de las dos de la mañana. 

Las mujeres salieron y entre todos rodeamos a los hombres que bajaban del Falcon como si fuéramos periodistas. Papá dijo que encontraron ropa de Lucas en la playa de la rambla. Nos quedamos en silencio, a lo lejos un perro aulló como dialogando con tardíos cohetes. Tranquilo, a él aún no lo encontraron así que todavía hay esperanzas, agregó mi padrino. Se fue a buscar a su padre, dijo mi tío y se metió dentro de casa. Los demás lo siguieron, menos yo que me quedé afuera apoyado en la reja con la certeza de que mi primer beso fue en la navidad en que desapareció Lucas.

Pablo Castro

Pablo Castro
Pablo Castro
Es psicoanalista. Escribe en el portal Psum. Coordina talleres literarios, tanto en instituciones como de manera particular. Co conduce el podcast Low Cost Radio. En 2017 publicó un libro de cuentos titulado Carne de Aleph (Peces de ciudad ediciones) y en 2018 la novela El flaco que quería ser Perón (Editorial Hinvisible

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