Tristezas de la pieza de hotel

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Golpearon a la puerta. Y el Gran Félix, que había estado toda la noche sentado en la oscuridad de la pieza del hotel, hamacándose desesperada y lentamente en la silla mecedora, saltó casi al oír los golpes y prendió la lamparilla que colgaba del techo, manoteando luego atropelladamente sus anchos tiradores, mientras miraba los manchones del empapelado floreado de la pieza que destilaba una sucia humedad que le dio vagas ganas de llorar. Miró los cajones vacíos amontonados hasta el techo y su cama debajo de la pileta donde se habían lavado por las mañanas y miró el hueco blanquecino que había dejado en el piso la cama de ella. Que había muerto la semana pasada. Y volvió a saber que a la cama de ella se la habían llevado ayer y que estaba solo en el mundo y que la lluvia caía suavemente sobre la avenida de viejos hoteles de cúpulas negras como ése donde estaba. Y tuvo ganas de llorar. 

   Su corazón. Su corazón palpitaba exagerada, enloquecidamente fuerte, frenético como un pájaro que enloquecía cada vez que golpeaban a la puerta. Siempre le había pasado así durante la última semana cuando había golpeado a la puerta y él se enfurecía contra su grotesca impulsividad de muchacho porque ya tenía cincuenta y tres años.

   –¿Quién es? –dijo, tragando saliva y escuchando el monótono caer de la lluvia en la avenida.

   –Soy yo –contestó del otro lado una voz de mujer. La mucama. Era la mucama.

   –Un momento –dijo precipitándose hacia la pileta para peinarse en el espejo rajado donde casi no se veían los rostros reflejándose. Y se vio, así de arrugado, azotado por las visiones de sí mismo, por las infinitas humillaciones soportadas y por esa nostalgia irremediable que lo había hecho estarse toda esa semana sentado en la penumbra, frente a la estufa de barrotes enrojecidos que calentaba apenas, hamacándose suavemente en la silla mecedora, escuchando dentro de sí mismo las voces de su soledad y de los días que ya no volverían jamás. Su corazón estaba aterido y afuera las lluvias del invierno habían caído todo el tiempo.

   Muerta. Su madre estaba muerta. Esa vieja paloma sabia y suave ya no volvería a aletear nunca más. Se abrazó a sí mismo, temblando de frío y de tristeza, y después cruzó la pieza y abrió la puerta.

   –Una carta, señor. 

   Y Félix no podía dejarse de ver vencido y ansioso y desdichado. “¿Qué quieren de mí?”. Sollozó algo dentro de él y sintió que toda su vida era una llaga polvorienta que se iba, que se deshacía, que se estaba yendo.

   –¿Una carta? –dijo respirando aceleradamente, ahogado de ansiedad.

   –¿De quién? –preguntó en voz baja. Alguien le escribía. Se acordaban de él. Carta de Dios. –¿De quién? –preguntó de nuevo, con miedo, sin atreverse a abrir la carta que tenía entre sus manos. Allí estaba el Gran Félix. Nadie había venido a verlo después del entierro. Ni sus parientes ni sus clientes. Lo habían olvidado. ¿Qué era él para sus parientes sino el tío solterón y apacible que iba de visita? Quizás era algo más. No del todo agradable. Una vasta familia toda llena de personas respetables, todos médicos, ingenieros, abogados, todos con chapas en la puerta, triunfadores. O si no vendedores de primera clase, comerciantes con millones de pesos, mujeres, hijos, nietos. Y él no había dejado de ser un pequeño vendedor callejero, metido en sus negocios de tres por cinco. Se veía cinco, diez, quince años atrás, cuando su madre era todavía joven y trataba de aconsejarlo sobre la mejor manera de hacer negocios, porque siempre había esperado ser una mujer de negocios, que los dos formaran una sociedad comercial indestructible desde el momento en que ambos habían bajado del barco que los había traído de un pequeñísimo pueblo europeo ahora quizás inexistente. Apenas dos judíos solos en la ciudad nueva y extraña.

   Él había salido a recorrer calles, incansable, apacible, con sus ojos adormecidos y lentos, y al fin del día, al volver a la pensión –siempre habían pensado en juntar dinero para hacerse una casa, pero nunca habían tenido el suficiente–, al fin del día su madre, la reina madre, escuchaba acerca de todos los lugares donde él había estado y después ella lo ayudaba a él, el príncipe delfín, a sacarse los pantalones, a los treinta y ocho años, y le llevaba la cena a la cama. Y por fin, su madre había envejecido de pronto y su hermosa opulencia habladora, avasallante, se había ido marchitando, secando, despacio, insensiblemente, y por fin había renunciado a dirigir los negocios de su hijo y se fue encerrando en el mutismo amargado de su vejez, cerrada al mundo, reinando en el pequeño principado de esa pieza de hotel, sin entender demasiado bien cómo marchaban las cosas afuera en el nuevo mundo y resistiéndose a entenderlas. Habían hablado entre sí con infinita paciencia; nadie lo había entendido como ella, nadie lo había aconsejado así, como su pequeña voz minuciosa lo había hecho. Y ahora estaba muerta.

   Y en esa semana se había derrumbado de repente, y ahora era esa cosa lamentable que se arreglaba y se peinaba frente al espejo porque alguien había golpeado en la puerta, una voz de mujer trayéndole una carta. Porque no había quedado nadie. Primero había ido con su madre los domingos a tomar té en los comedores, cada vez más lujosos y confortables de los parientes, pero después ella había resuelto enclaustrarse y entonces iba él solo. Solía enamorarse en silencio de las sobrinas jóvenes y se quedaba hablando y tomando té hasta muy tarde y entonces tenían que echarlo para irse a dormir. Su madre había tratado de engancharlo con varias señoritas de excelente familia, frente a las cuales el Gran Félix había huido prestamente porque decía que ninguna era lo suficientemente aceptable, y entonces seguía a las mujeres por las calles, hacía cosas feas en las plazas y amueblados, a veces, no muchas, porque había que tener dinero para hacer el amor, y una casa hermosa y calefacción y música tenue, pero él no tenía nada de eso y seguía añorando la posibilidad de levantarse una casa y tener hijos y una mujer, y hasta había ido a las agencias matrimoniales, pero le sacaron plata y le presentaron mujeres torpes y feas o si no mujeres que engordarían tiernamente a razón de diez kilos por año, y se asqueó y dejó de andar en eso.

   –¿Y? –dijo la fea voz impaciente de la mucama.

   Él pensó de nuevo en esa carta y tembló. Era absurdo. Pero lo cierto es que nunca recibía cartas y siempre, especialmente desde hacía una semana, las estaba esperando. La abrió. Nadie podría escribirle, y sin embargo jadeaba. Quizás alguna carta de un pariente, alguna invitación a una fiesta. Pero no. Hacía mucho, él tenía que confesárselo, se había convertido en un visitante indeseable y lo trataban con cierta frialdad. O se pasaban el tiempo hablando de los hijos que el Gran Félix pudo tener y que en ese caso andarían por la misma edad que los de ellos. Además era el solterón, el pariente pobre, el “kuéntenik” que vagabundeaba por los boliches y los cafés vendiendo baratijas, con los puños de la camisa raídos y la tela de las asentaderas demasiado lustrosa. Llegaba y apenas se sentaba nacía, sin poderlo evitar, dentro suyo una asombrosa habilidad para decir las cosas más lamentables en el momento menos adecuado. Tenía una especie de sentido de la oportunidad al revés. Así, por ejemplo, entraba y veía unas manchas en el tapizado de los sillones y entonces, ausentemente, indicaba con el dedo y con cierta constancia implacable, decía: “Esos tapizados están manchados. ¿Se dieron cuenta?”. O si no: “Estás un poco calvo, José”. O si no: “Se acuerdan cuando todos andábamos muertos de hambre”. Y este último era precisamente el tema que no debía tocarse nunca. Había silencios bruscos, penosos, mejillas enrojecidas de vergüenza o de ira, toses. Y entonces él se daba cuenta y solía llevarse la mano a la boca como para retirar lo dicho y miraba torpemente como si preguntara: “Qué, ¿he dicho algo malo?”. Y así, a pesar suyo, se había convertido en una especie de juez grotesco de las casas lujosas que tan trabajosamente habían construido sus parientes; así, hablando de lo que no debía. Porque no sólo descubría cucarachas aplastadas en las paredes inmaculadas de los cuartos con aire acondicionado. 

   Una vez había dicho, con toda naturalidad: “Ayer lo vi a Carlos –un primo suyo que tenía fábrica de confecciones– con una negra por Corrientes”.

   Una vez había sido un chiste pesado que se arregló con algunas risas, pero cuando siguió viendo cosas así, y preguntaba por el contrabando de medias del tío Oscar, simplemente lo dejaron de invitar a tomar té. Y él sufría, y se daba cuenta que no había sido siempre así, sino que sólo últimamente se había puesto tan torpe. Y además se miraba al espejo y veía que nada en su rostro de hombre serio podía anticipar exabruptos como los que decía. Y él mismo también dejó de ir a visitarlos. Y ahora no tenía a nadie en el mundo. Estaba solo como un perro.

   –Carta de su novia. ¿Eh? –dijo la mucama roncamente por el costado de la boca. Era un poco cuadrada y miraba al mundo de costado con la cabeza inclinada a la izquierda, como precaviéndose o juzgando o maldiciendo, o dispuesta siempre al contrataque. Pero tenía hermosísimos y suaves y calmos ojos grises que oscurecían, con un poco de buena voluntad, el hecho de que fuera fea. Había algo de hombruno y rezongante en su voz y en sus manos en jarras a la cintura y en sus gruesas piernas enfundadas en medias de lana arrolladas en los tobillos.

   Miró, temblando, el texto de la carta. La carta decía: “Venga al bar León el lunes a las diez. Tengo una remesa de camisas de seda italiana que quiero que me coloque. F”. Era uno de sus grandes negocios. Tragó saliva y trató de irse endureciendo. Tragando, tragando, todo lo que había estallado esa desolada tarde de lluvia y todos esos espantosos días dentro suyo. Había estado toda esa semana sentado allí, en la penumbra, hamacándose en la mecedora, esperando a alguien, con una desesperación que le dolía por todo el cuerpo, como si lo hubieran golpeado infinitas veces por dentro; jadeando de soledad, repitiéndose que ni siquiera tenía un pájaro para hacerle compañía, y que era una horrible vergüenza reconocerlo, pero simplemente no podía soportarlo. Y se dijo que él mismo ya estaba viejo y que pronto no podría hacer otra cosa que sentarse en la mecedora para esperar a la muerte, y algo dentro suyo gritó, algo irresignable, y algo aulló dentro suyo, y entonces la vio y, como para que no lo vieran sus parientes respetables, para que no supieran cómo volvía a las andadas, dijo: 

   –Podríamos tomar un café, señorita, ¿no le parece?

   La otra, con su cara morocha, lo miró sin sorpresa, turbiamente:

   –Como si no tuviera otra cosa que hacer –sus ojos lo escudriñaron un ratito–. Avisá, viejo verde. –Y después dijo– Y bueno, total. Salgo a las diez.

   Me costará un poco de plata, pero voy a hacer el amor, pensó Félix mientras tras la ventana caía la lluvia sobre la avenida de Mayo y los manchones de luz de los antiguos y dorados faroles, imperiales y barrocos, se reflejaban brillosamente sobre el pavimento.

   Había anillos de café volcados por innumerables tazas sobre el mármol de la mesa en el salón para familias del enorme café con grandes ventiladores de madera inmóviles en el techo, y había paredes grises que se descascaraban y hombres viejos y algunos muchachos jugando al billar, en el fondo, con sillones giratorios en torno a las mesas de paño verde, mientras en una pileta la canilla goteaba en la peluquería del café –una pieza junto a los billares, cerca del baño, con dos sillones enlosados de peluquero y sendos ovalados espejos con flores en los bordes–; había hombres de cara enjabonada y olor a loción, y había un lustrador que merodeaba entre los zapatos de los hombres que jugaban al dominó en otras mesas, y estaba también una enorme caja registradora con ángeles labrados, y ellos dos, sentados en la sección “familias”, apoyados contra la baranda de madera que dividía el reservado del resto del gran café humoso, que tenía mesas de madera. Cuando la gente caminaba, los viejos tablones del piso crujían. Tras la vidriera chorreaba, apaciblemente, afuera en la noche. 

   –Me gusta pasar las noches de lluvia sentado en los cafés –dijo el Gran Félix.

   Ella estaba allí sin polvo ni rouge porque no se hacía demasiadas ilusiones, sólo una mujer gastada por los trabajos y los días, aunque era joven. Mezcló el azúcar con una mano áspera y oscura. 

   –Me gustan sus manos –dijo él. Y la acarició suavemente.

   –Bah –dijo ella encogiéndose de hombros.

   –Mi madre se murió la semana pasada –dijo él, intensamente, a media voz, apretándole la mano, agarrándose de ella, que lo miró de pronto, sorprendida porque era muy viejo y había hablado confesándose como un muchacho.

   –Mmm –gruñó ella molesta por el completo abandono que él hacía por la entrega implicada en esa confesión. Sintió lástima. 

   –Me gustan –dijo él mirándole las manos.

   –Bah –repitió ella–. Lavan y planchan, cosen y rasquetean –juntó los dedos en un montón y los agitó desencantada e interrogativamente.

   –Pero me gustan –lo sentía de veras. Sentía gratitud por estar ella con él.

   Ella se encogió de hombros.

   –Qué tipos, ustedes los solterones. No hay nada que hacerle. Se derriten en seguida por cualquier mujer.

   –Es cierto. Pero me gustan lo mismo.

   –Bueno –dijo ella impacientándose. Y Félix se asustó. ¿Qué debía hacer? ¿Ofrecerle dinero, invitarla a comer, fingir aplomo y llevarla a una pieza? Por un segundo tembló pensando que ella podría negarse, y entonces toda la servidumbre se enteraría que él era un viejo ansioso y excitado, siempre a la pesca; qué basura.

   –¿Y? –dijo ella agitando de nuevo los dedos en montón–. ¿Qué pasa? ¿Está conmigo o viaja? Si viaja me voy. No me gusta la gente que viaja. Yo estoy aquí, no me pianto –y golpeó la mesa con los nudillos para indicar que estaba agarrada al mundo. 

   Entonces Félix, sintiendo que iba a decir una de sus torpezas irremediables, pero sin poder evitarlo, ya casi arrepentido, preguntó: 

  –¿Quiere a alguien usted? No sé, a alguien en el mundo.

  –Vea –dijo ella encendiendo un cigarrillo–. Déjese de historias. Levantarse a las seis, limpiarme la pieza. Limpiar todas las piezas de los demás. Lavar en la pileta del patio. Coser botones, zurcir medias, remendar camisetas. Estar en la portería a la tarde. Ver pasar a la gente, para arriba y para abajo, enfrente mío, por la escalera de la calle. Fumar un cigarrillo antes de cenar. Y salir a las diez. Frita. ¿Y vos creés que todavía tengo tiempo para preguntar, para contarme historias? –movió la cabeza con el cigarrillo entre los labios, y de pronto, como acordándose de algo, dijo con calma– Sí. Alguna vez quise. Alguna vez, a un hombre. Que no me quería a mí –se encogió de hombros. Y con cierta furia y con cierta vaguísima tristeza, agregó– Y después se murió –la furia creció un poco y ella dijo– ¿Qué tanta historia? A mí no me gustan las preguntas. ¿Para qué sirven?

   –Yo también quise muchas veces y no me quisieron –dijo Félix.

   –Y bueno –dijo ella–. Así es la vida.

   Félix se revolvió en el asiento y metió la mano en el bolsillo. Seguramente era hora de irse. A cualquier parte. 

   –No –dijo ella adivinando algo–. No quiero irme. Estoy bien. Con un galán scrachato, pero no importa. Estoy bien. 

   Félix imaginó que eran muy jóvenes y trató de cerrar los ojos, pero vio el café humoso y sintió que le dolía el hígado y tenía mal gusto en la boca. Tendría que comprarse algo para tener a alguien en la pieza. Un pájaro, quizá.

   –He visto volver algunos pájaros –dijo de pronto–. Es curioso. Vuelven tan temprano este año, en medio del invierno…

   –Y se van –dijo ella pensando en otra cosa.

   –Sí. Parece que traen el verano. ¿Y dónde pueden meterse con todo este frío y esta soledad y estas largas lluvias?

   –No sé –dijo ella–. En todo caso se van. O se esconden en los campanarios.

   Quién sabe.

   Se retuvieron las manos, como náufragos, a través de la mesa. 

   –Voy a comprarte una crema para las manos –dijo él.

   –Bah –gruñó ella–. Son todas una porquería. Yo me compraba todas las que anunciaban en el radioteatro y me clavé. Una buena porquería.

   –Yo voy a conseguirte una buena. Yo conozco a mucha gente. Soy capaz de venderle cualquier cosa a cualquier persona. Soy un gran vendedor. Justamente recién me trajiste una carta de un cliente mío. Tiene un gran negocio para mí. Para el Gran Félix. Porque me llaman el Gran Félix.

   Casi pareció ella querer preguntarle algo, pero se recogió en sí misma y se sumió en un hosco silencio con sus labios gruesos de provinciana quemada, experimentada, guarnecida y avisada para que nada pudiera tomarla de improviso.

   –A mí no me engrupís.

   –No, en serio –dijo él, y empezó a hablar de toda la gente que conocía, de todos los lugares donde había estado, que no eran muchos pero sí los suficientes como para que su imaginación se situara en infinitas aventuras que bordeaban vagamente la realidad y la ficción a un tiempo. Y a poco, los grises ojos desconfiados quedaron más y más absortos en sus palabras hasta que lo escucharon profundamente. Cuando terminó, ella parpadeó, pensó un rato largo y finalmente rio luminosamente, por primera vez en toda la noche.

   –Qué macaneador –lo miró pensativa–. Sos un tipo raro vos. ¿De dónde te sacaron? –dijo de nuevo– No está mal –dijo ella–, caminar por la ciudad, sin relojes, recorrer calles, sin parar mucho en ninguna, a la aventura, entre la gente. Está bien.

   –Regular. Se parecen un poco, todas esas calles. Al final uno se aburre.

Entonces quiero ir a casa, sentarme en la mecedora, mirar desde la ventana los coches de la avenida. Pero a veces es lindo caminar así –dijo él y se encogió de hombros; entonces se dio cuenta que había dicho algo al estilo de ella. Y supo que estaban solos en medio de la noche. Y entonces, de pronto, primó en el desamor. En el hombre al que ella había querido y que no la había correspondido; en las mujeres que había querido él, inalcanzables, ignorándolo, rechazándolo; en las señoritas de buena familia que quizás alguna vez lo habían querido a él y que no había aceptado, y se dijo que todo era una cadena sin fin. Corazones como cazadores solitarios que buscaban desesperadamente sus presas inapresables que huían en la selva del desprecio convirtiéndose en cazadores. Ansiedad, y temblor, y melancólicas trompas de caza sonando en la soledad de cada uno, llamando quebradamente al otro. Llamando.

   –No somos, lo que se dice, el uno el gran amor del otro –dijo ella con el cigarrillo en la boca. Félix sintió débiles ganas de llorar y dijo: 

   –No.

   Se vio allí, haciendo un poco el idiota. Pensó en las medias de lana que caían sobre los gruesos tobillos de ella, que era toda un poco absurda y cansada, y sin embargo desafiante. 

   –Bueno. Vamos –dijo ella.

   ¿Adónde vamos?, pensó Félix. Excitadamente se imaginó a los dos proyectando un matrimonio un poquito de conveniencia. Sintió que ni siquiera eso era demasiado probable. Además, casarse con ella… 

   Salieron. No llovía más. Frente al circo, con las innumerables lamparillas de colores de la marquesina reflejándose sobre la vereda mojada, había salido una banda y su director, con una franja roja en la gorra azul, dirigía a los trombones y las trompetas y al gran tambor, toda una orquesta de vientos que bramaban en la vereda delante del circo, mientras el hombre zancudo cruzaba la avenida de Mayo con la cabeza a la altura del primer piso y arrojaba volantes que revoloteaban por entre las altas casas grises de siete u ocho pisos con sus negras cúpulas puntiagudas como cascos de soldados imperiales de preguerra. 

   Al pasar por un kiosko él le compró una gran barra de chocolate que ella se fue comiendo en silencio, caminando por las calles mojadas barridas por el viento, mientras bajo la marquesina la orquesta callejera tocaba debajo de un farol. Un pasodoble. Entraron en un hotel. Hicieron el amor. Salieron un rato después.

   –Bueno –dijo ella–. Aquí se acaba la función.

   Pasaron entre algunos letreros luminosos, negocios cerrados y teatros y cafés, exhalando luces. Estaban a media cuadra de su hotel.

   –¿Nos vemos mañana? –dijo él con ansiedad. Lejanamente, los músicos callejeros tocaban en la noche.

   –¿Qué más da? –dijo ella.

   A la noche siguiente, los vidrios estaban opacados de frío y ella entró con la nariz colorada y echando como humo azul por la boca. Tiritaba un poco. Los anillos de otros cafés manchaban el mármol de la mesa. 

   –Los vendedores tienen que andar bien vestidos –dijo ella sacando de un paquete de papel madera una corbata barata. Era de un rojo furioso.

Él pensó que ella era muy joven, y sin saber por qué eso le hizo asentir con la cabeza. Además, la corbata tenía pequeños lunares de todos los tonos imaginables sobre la tela.

   –Quiero que hablemos –dijo él.

   El mozo se inclinó en ese momento entre ellos.

   –¿Qué tomás? –preguntó él.

   –Café.

   –Dos cafés.

   Yo no veo de qué cosa haya que hablar. No hay finales felices. Como en la radio. A propósito. Hoy estuvo brutal el capítulo. Una actriz se ve que tenía que hacer el papel de resfriada y se la pasó estornudando todo el tiempo. Qué bárbaro. Qué bien lo hacía –dijo ella. Se acomodó en la silla y cruzó las manos sobre el mármol. Tenía una bufanda azul. Se la sacó.

   –Quiero ir al cine.

   –Bueno. Pero antes yo quisiera… –dijo Félix y se interrumpió a sí mismo.

   –¿Qué hiciste hoy? –preguntó ella. 

   Félix sacó un diario de la noche del bolsillo para que se fijara en la cartelera de los cines. 

   –Anduve por ahí. Tengo unos triciclos para vender, a comisión – carraspeó, palpándose el saco, buscando los cigarrillos.

   –Podríamos ir a ver esto –dijo ella y le señaló abajo, en la página, con un dedo.



Germán Rozenmacher

Germán Rozenmacher
Germán Rozenmacher
(Buenos Aires, 27 de marzo de 1936-Mar del Plata, 6 de agosto de 1971)Escritor, dramaturgo y periodista argentino. ​Destacado por su narrativa relacionada con el desarraigo, la soledad, la discriminación y las preocupaciones político-sociales derivadas de su adhesión al peronismo, su cuento Cabecita negra es considerado un clásico de la literatura argentina.

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