Ataúd

spot_img

El señor Pedro venía bajando por la calle de tierra, mientras el sol del atardecer reverberaba anaranjando las ventanas de las casas de sucios ladrillos sin revocar. Sorteando cuidadosamente toda clase de basuras, como latas aplastadas o cáscaras de banana resecas, el señor Pedro saltó una zanja y subió a la alta vereda de losas, frente a la única casa de sucios ladrillos sin revocar que tenía piso alto en todo el barrio. Era el negocio de pompas fúnebres.

   Después de un último momento de duda, en el que dio vueltas al sombrero de paja entre sus dedos, cabizbajo, indeciso, entró casi en puntas de pie, con las manos a la espalda, como un escolar. 

   Cuando volvió a salir, cinco minutos después, cargaba al hombro con el ataúd. Así volvió a subir la calle, sin hacer caso de los que se daban vuelta para mirarlo, hasta que dejó el suburbio y entró en el centro de la ciudad, diez o quince cuadras asfaltadas que rodeaban la plaza. 

   Como era domingo por la tarde, la gente que no daba vueltas al perro estaba parada escuchando a la banda del regimiento que tocaba desentonadamente con sus quizás un poco oxidadas trompas, tambores y trombones, algo que se parecía a las zambas, a los gatos y a las marchas militares. 

   Pero cuando él hizo su entrada en la plaza con su ataúd al hombro y comenzó a cruzarla distraídamente, ya un poco cansado de tanto caminar, sintió que, de pronto, inexplicablemente, la banda dejaba de tocar, y al mirarla, vio que los músicos y los oyentes lo estaban mirando a él, tan viejo, tan morocho y flaco. 

   El señor Pedro se encogió de hombros, saludó respetuosamente y reanudó la marcha. Pero el silencio lo siguió hasta que terminó de cruzar la plaza y bajó por lo menos una cuadra, hasta perderse de vista. Sólo pensó que ellos cada domingo desentonaban más mientras que

él, que se ganaba la vida tocando el acordeón todo el día en la esquina del banco, frente a la plaza, sentado en el cordón de la vereda, tenía siempre cuatro o cinco hombres en mangas de camisa escuchándolo y poniéndole siempre algunas monedas en el sombrero antes de irse. Y

que a esos gordinflones de la banda no les pagaba ni Dios. 

   Dejó al asfalto y siguió por las calles de tierra hasta llegar junto a la costanera, allí donde los muchachos vivían cuidando chivos y ordeñando cabras. Más allá, el río Dulce corría entre montes selváticos, intransitables. Cuando entró a su casa de barro con el ataúd, el chico ya estaba sentado a la mesa contando monedas. No le prestó mucha atención. 

   Él lo miró anhelosamente y dijo:

   –¿Estará bien este?

   El chico enarcó las cejas sin levantar la vista. Había lustrado zapatos toda la mañana y toda la tarde y no estaba como para dar opiniones. Por lo menos hasta después de contar las monedas de su jornal. 

   –Usté siempre tan tacaño, viejo –dijo el chico con su tonada, después de un silencio–. Yo le dije que por lo menos se comprara uno bueno. Con uno bueno estaría servido para las dos cosas. No tendría miedo de morirse y tendría una buena cama. Pero éste es una porquería –el chico dominaba la situación–. Sí, señor. Una buena porquería – siempre era así. El chico volvió a pensar que odiaba al viejo. Y el señor Pedro se dijo que el chico ese no era un chico, tan aplastante, serio y maduro. Y que él lo quería tanto, pero tanto, pero tan anhelosamente, y que el chico no le prestaba la menor atención. Era verdad que él era un poco tacaño, pero no podía remediarlo, tenía miedo de todo y por eso se cuidaba de arriesgarse, de gastar de más. Pero a pesar de todo, él lo quería mucho al chico, más que a nadie, y por eso siempre estaba anheloso por serle útil, por interpretar claramente lo que le ordenaba, para cumplirle.       

   Tenía miedo de morirse. Porque ya tenía sesenta y cuatro años el señor Pedro. Y le aterraba pensar que los días se escapaban unos tras otros, atropelladamente, sin darse uno cuenta, y él no podía detenerlos ni podía llenarlos suficientemente y cada vez sus días eran menos y menos, y la muerte y el silencio lo aterraban cada vez más. 

   Por eso tenía miedo de todo. De morirse. Y al mismo tiempo se le había roto el catre y tenía que comprarse uno nuevo. Y tenía miedo de gastar demasiado. Apenas daba para un chocolatín al chico los domingos por la mañana, y él, que guardaba lo que ganaba y comía bananas y pan por cinco pesos por día en un café detrás de la casa de gobierno, había juntado bastante dinero. Más que el chico lustrando zapatos, claro. 

   Y entonces le pidió consejo al chico. ¿A quién sino? 

   Los dos eran solos, no tenían a nadie en el mundo, venían de un brumoso pasado y por eso se habían juntado en ese rancho del río. Y el chico le dijo al descuido que lo mejor para terminar con esos miedos estúpidos de morirse y qué sé yo, y para que ese tacaño no sufriera demasiado, lo mejor era que se comprara un buen cajón. Esa debía ser la mejor manera de no morirse, de ahuyentar a la muerte. Había que llamarla, tenerla en casa, ponerle velas como a la virgen, respetarla. Y ahora, el señor Pedro, que le había hecho caso al chico, estaba ahí con su ataúd. Y esperaba que por lo menos el chico le diera una palmada en la espalda, le dijera: “Muy bien, viejo tacaño; lindo catre”, lo mirara una vez por lo menos en la vida para que él, anheloso de palmadas, temblara de ternura y resollara satisfecho, como un perro acariciado por su patrón. 

   Pero nada pasó. Todo era igual. Y la única manera de vencer todos los miedos, una sola palmada del chico, no había llegado. Y entonces el ataúd no servía. 

   Por primera vez en su vida tomó al chico entre las manos y le largó una cachetada en la cara y lo zamarreó y lo tiró al suelo vociferando hasta enronquecer. Y después se sintió lleno de rabia y de desconcertada desesperación. Y salió tambaleante con el ataúd al hombro. Había anochecido. Bajó por la costanera y se internó en la maraña del monte. Vio que el río estaba crecido. No mucho, pero lo suficiente. Arrojó el ataúd sobre la costa pedregosa. Esperó. Hasta que fue de noche. Atrás, Santiago dormía y sus luces se apagaban. Volvió al rancho. El chico también dormía. Entonces, de pronto, sacó un cuchillo debajo de la mesa, trajo papeles y fósforos a la costa, abrió el ataúd, lo llenó de papeles de diarios y con los fósforos trató de encender el ataúd que al fin comenzó a chamuscarse. Tuvo paciencia. Lo hizo. Entonces, lanzó el ataúd en llamas, bamboleante y flotando.

Germán Rozenmacher

Germán Rozenmacher
Germán Rozenmacher
(Buenos Aires, 27 de marzo de 1936-Mar del Plata, 6 de agosto de 1971)Escritor, dramaturgo y periodista argentino. ​Destacado por su narrativa relacionada con el desarraigo, la soledad, la discriminación y las preocupaciones político-sociales derivadas de su adhesión al peronismo, su cuento Cabecita negra es considerado un clásico de la literatura argentina.

Cabecita negra

A Raúl Kruschovsky    El señor Lanari no podía dormir. Eran...

En la playa

   –¿Quiere tiburones? –dijo el chico, pero la mujer, que...

Los pájaros salvajes

Levantó despacio la cabeza entre las salvajes hojas verdes...

Tristezas de la pieza de hotel

Golpearon a la puerta. Y el Gran Félix, que...

También te puede interesar

Como un buen bailarín

Fisher desembarcó en Mar del Plata como un conquistador....

Un poquito más

Las crónicas de mañana dirán que besó por cuarta...

La columna

El niño trepó por la columna de la galería...

El almohadón ensagrentao

El julepe que m’agarró cuando levanté l’almohada. Casi me...
Publicación Anterior
Publicación Siguiente