Querer es poder

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Primero fue el ruido. Creo que primero fue un ruido agudo, el chirrido de las ruedas en el asfalto o no sé; no sé si estuvo antes el ruido o el dolor, porque el dolor también hizo escándalo. O las luces estuvieron antes, el encandilamiento.  Entonces escuché un  sonido distinto. Un ruido caliente,  seco.  El metal rompió la carne, el rumor fue orgánico, y el recuerdo de las cacerías con el viejo volviendo a la superficie,  saliendo a borbotones y el miedo, ese miedo frío que me heló las manos, un miedo muy  parecido al miedo que me daba en el campo, el que  tenía que ocultar atrás de la hombría que papá quería plantar en mí a pesar de mis pocos años. Matar era divertido, lo demás, horrible. El calor de los órganos, el olor. Y sentí después,  creo, el frío del metal metiéndose en mi cuerpo, y el recuerdo del ciervo de aquella vez que me miró con desesperación, como implorando piedad justo, pobre bicho,  antes de.  Y enseguida  el calor de la sangre, de mi sangre tiñendo y mojando  todo de rojo  pero de repente todo se volvió negro. Ruidos lejanos, después los gritos, respiración agitada. Dolor. Cuánto dolor. Nunca tanto. Todo era dolor y estaba en un túnel oscuro que no tenía salida ni fin. Y volvió la risa de mi viejo, y se mezcló con las carcajadas de mis hijos y con mis lágrimas, el recuerdo de los juegos en el baldío.  Pero el sonido de la ambulancia, un mareo de luces multicolores, mi cuerpo sin mí, yo vacío, el movimiento sin voluntad, el peso, mi materia inerte, ver y no entender, querer y nada, imposible moverme y después, creo que después las  luces blancas, un latir espaciado de luces blancas. Y el  corazón que bombeaba.  Hasta que vino una nada que no sé cuánto duró, pero todavía. Y la cama en el hospital, las voces desconocidas, las miradas con pena, el olor a desinfección, la molestia en la cabeza, nunca tanto dolor todo amontonado en tan poco espacio, adentro. Y Mariela que siempre me decía que no tenía idea de lo que es parir y ahí, en ese lugar en el que estaba sin estar,  me pareció comprender.  Pensar horas y horas en ella, en nosotros, en lo que fuimos y en lo que no pudimos ser. El recuerdo de nuestras discusiones, tanta violencia sin tocarnos. Por suerte, los calmantes  y los médicos. Los calmantes, alivio. Las siestas largas y la luz del sol que me empezó a orientar cuando me pasaron al piso. Y el tiempo empezó a medirse en turnos de enfermeras que se me fueron haciendo conocidas. Las manos frías de la mañana y las manos tibias de Delia, la de la noche que era más serena, y la rutina que  alternaba la voz afónica de una y el cuidado amoroso de la otra y despacio ya no me dolía tanto todo y el accidente, la puta madre. ¿Cuántas horas llevaba en la ruta? No entiendo por qué Mariela se tuvo que ir a vivir tan lejos  cuando nos separamos y la tecnología, menos mal, porque Delia me puso a cargar el teléfono cuando entró y no estaba tan mareado y me pudo sentar en la cama y me afeitó y me cepilló los dientes y  qué suerte el celular que a pesar de no haber podido llegar al festejo, pude presenciar, bendita video llamada, el momento en que mi hija sopló sus quince velitas.

Luciana Balanesi

Luciana Balanesi
Luciana Balanesi
Es diseñadora industrial. Nació en Mar del Plata en 1974. Cursó talleres de escritura creativa. Algunos cuentos suyos fueron publicados en el suplemento de cultura del diario La Capital. En el año 2018 quedó finalista en el VI Concurso de Relato Breve Osvaldo Soriano que organiza la Universidad Nacional de La Plata. En el 2019 fue seleccionada en la categoría general del Premio Itaú de cuento digital. En el mismo año recibió una mención estímulo del Premio Guka de Poesía. Y fue premiada en con el segundo puesto en el X Concurso Literario de Cuentos Breves de la Biblioteca Nacional del Paraná. En 2020 el Premio Guka de microrelato le otorgó una mención especial. En 2021 publicó su primer libro Siempre quise ser pelirroja.

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