Plástica y dibujo

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Tengo que reconocerlo: pedía permiso para ir al baño, la mayoría de las veces sin ganas. Ir al baño era un pequeño momento de libertad, una libertad muy básica, cuatro o cinco minutos fuera de clase, caminando por los pasillos vacíos del colegio. Me gustaba ver de afuera otras aulas completas de alumnos copiando garabatos del pizarrón. A veces iba al baño sólo para mirarme en el espejo, me acomodaba el uniforme y regresaba. Otras veces hacía un poco de pis, pero por compromiso, hubiera podido aguantar tranquilamente hasta el recreo e incluso hasta llegar a casa al mediodía. Me llamó la atención cuando me enteré que no era la única que utilizaba el baño para escabullirme de la clase. La primera en confesármelo, no me acuerdo por qué, fue Margarita, una de mis mejores amigas. La coincidencia me llevó a preguntarle al resto de mis compañeras; casi todas me dijeron lo mismo. A los varones no les pregunté, no me hablaba mucho con los varones -ninguna hablaba demasiado con los varones- estábamos en tercer grado, cualquier acercamiento era correr el riesgo que te dijeran que tal o cual era tú novio. Le decíamos novio al chico que te gustaba. Tiene novio, tiene novio, se cantaba en los recreos. Era una de las acusaciones más terribles que podían hacerte. El hallazgo me hizo sentir insulsa: creía que nadie más que yo tenía el coraje de salir de la clase porque sí. Para mí era una estrategia de protesta, me aburría tanto en el colegio que ir al baño era mi gran acto revolucionario.

Durante días le di forma a algún otro secreto, alguno que fuera sólo mío. Pensé en dejar algo escondido en un rincón e ir a buscarlo, pensé en salir a pasear directamente y no entrar nunca al baño. Todo me parecía poco. Hasta que se me ocurrió el plan perfecto: no iba a ir más al baño. Me propuse aguantar hasta que me reventara la vejiga, explotaría por adentro de un modo espectacular.

Analicé fríamente la situación, estaba dispuesta a inmolarme, pero quería hacerlo en el momento justo. Odiaba la clase de plástica y dibujo, me parecía de lo más estúpida, nos hacían cortar papelitos, dibujábamos corazones rosas y retratos de mamá y papá. Yo nunca hacía nada bien, básicamente no hacía nada. No me interesaba. Mis compañeras eran muy prolijas y tenían la carpeta al día con los trabajos. Yo no. Más de una vez la maestra le había enviado a mi madre una nota para concertar una reunión. Siempre lo mismo: Alicia está dispersa en clase, Alicia no presta atención, Alicia no hace la tarea, Alicia no trae los materiales para trabajar, Alicia no entrega los trabajos en tiempo y forma, Alicia, Alicia y más Alicia.

El martes era el día de plástica y dibujo, en las últimas dos horas. Era perfecto, me daba tiempo de retener mucho líquido. Imaginaba mi cuerpo por adentro, la vejiga hinchada al máximo, temblando. Y de repente ¡bloom! el estallido final: un revoltijo de líquidos que, si bien iba a dolerme, -incluso podía matarme- iba a consolidarme como la protagonista de la máxima anécdota escolar de todos los tiempos. Y todo en forma legal, era imposible que alguien se diera cuenta de mis planes, no necesitaba ningún tipo de elemento extra. Nada. Sólo tenía que aguantar, quedarme quietita en la silla y aguantar.

Era viernes, faltaban cinco días para que concretara mi plan maestro. Recuerdo que pasé ese fin de semana pensando cómo optimizar el estallido. Lo más indicado era conseguir un asiento en el medio del aula. Yo me sentaba atrás, sobre la pared de la derecha; a la izquierda había una ventana que daba a la calle, las maestras habían decidido alejarme de esa ventana porque me distraía mirando para afuera; en ningún otro momento del día me hubiese interesado ver autos que pasaban y gente caminando, pero en ese momento la calle se convertía en el mejor lugar del mundo, sentía que ahí era dónde sucedían las cosas y no en un pizarrón lleno de oraciones o numeritos para sumar y restar. También pensé en la ropa que llevaría puesta. Por suerte era primavera, iba a poder estar sin el sweater. Cuanto más liviana mejor, pensaba. Y lo más importante: tomar mucha agua a lo largo de la mañana. Entre las 11:15 y las 11:45, según mis cálculos, mi vejiga tenía que explotar.

No le conté a nadie, ni siquiera a Margarita. Ese fin de semana estuve muy ansiosa, escribir y reescribir mentalmente los detalles de la implosión me había quitado hasta el hambre.El lunes llegué al colegio y lo primero que hice fue pedir que me cambiaran de banco. Con la mejor de mis sonrisas pedí ubicarme en el medio, argumenté que quería ver mejor el pizarrón. Funcionó. La segunda parte de los preparativos consistía en pedir ir al baño dos o tres veces a lo largo del día, hasta cansar a las maestras. Reconozco que me excedí, pedí cinco veces. Me llamaron la atención, me dijeron que me estaba haciendo la graciosa, que ya no me iban a dejar ir al baño a no ser que sea una urgencia. Una urgencia verdadera. Todos mis compañeros fueron testigos de que ya no iba a poder salir. A cada momento estaba más convencida de concretar mi plan. Incluso había acumulado un poco de bronca: además de revelarme contra el aburrimiento del colegio, a esa altura, quería generar un problema, me había cansado de tanto reglamento, quería explotar por adentro y por afuera, quería salpicar a todos, salpicar las paredes y el pizarrón, quería convertir mi cuerpo en una verdadera bomba humana. Decidí dar un paso más. Levanté la mano.

– ¿Puedo ir al baño?

No habían pasado ni diez minutos desde el ultimátum de la maestra. El aula se congeló en un silencio profundo. Nadie esperaba esa reacción, tan al límite de la falta de respeto. La maestra -era la hora de ciencias sociales- se puso de pie, se paró al lado de mi banco y me pidió el cuaderno de comunicaciones. Habló con un tono tenso, sin separar los dientes. Mi plan estaba desarrollándose mejor de lo que esperaba. Sabía que mi madre iba a ponerme en penitencia por el apercibimiento, pero yo había conseguido una constancia por escrito de que mis pedidos repetidos para ir al baño estaban “perjudicando el normal desarrollo de la clase”. Palabras textuales. El terreno estaba preparado.

Esa noche casi no dormí. Me levanté más temprano que de costumbre, me cambié y fui a la cocina a desayunar. Obviamente no fui al baño. Mi mamá todavía estaba enojada por el apercibimiento. Me sirvió una taza de té con leche y dos tostadas con queso. Ni me miró. No me importó en lo más mínimo, antes del mediodía iban a tener noticias mías, ella, las maestras, mis compañeros, Margarita, todos. Todos salpicados. Era cuestión de esperar.

Llegué al colegio, como siempre, en el colectivo escolar. Fui directo al aula, dejé mis cosas y bajé al patio. Todos corrían atolondrados. Todo normal. No había forma de imaginar lo que sucedería al final de la jornada. La primera clase fue la de matemática. No escuché una sola palabra de lo que dijo la maestra. Eran las 08:30 y la presión que sentía en el estómago era importante. No dudé. Respiré hondo y me mantuve firme. Necesitaba aguantar hasta las 11:15, así estaba estipulado. No quería mirar el reloj, llené el tiempo copiando en mi cuaderno lo que estaba en el pizarrón, lo hacía mecánicamente, dibujaba formas sin contenido. Estaba concentrada en mi vejiga, en la implosión. A las 09:10 sonó el timbre. Salimos al recreo. Bajé hasta los bebederos y tomé un poco de agua, muy despacio. Sentía el agua fría que se deslizaba por mi garganta y se alojaba en el estómago. No abusé, no quería explotar antes de tiempo. A las 09:30 teníamos la clase de ciencias naturales, después otro recreo, y después sí, la despedida: plástica y dibujo.

Volvimos al aula. La maestra explicaba algo sobre la fotosíntesis. En otro momento me hubiese interesado. Escuchaba y pensaba en el aire y en las hojas de los árboles, me había gustado enterarme que eran las plantas las encargadas de fabricar el aire. Imaginé una hoja verde, gruesa; el aire pasaba por adentro de la hoja, como si estuviese respirando, entraba sucio, salía frío y transparente. Sentía la vejiga muy hinchada, pero conocía mi cuerpo, sabía que todavía podía aguantar. Eran las 10:09. Faltaba media hora para el segundo recreo. El dolor avanzaba, por momentos sentía pinchazos. Sentía que la vejiga se me agrietaba. La maestra estaba dale que dale con el tema de la fotosíntesis.

– ¿Te sentís bien Alicia?

Dije sí, pero no fui muy convincente. Hablé con un hilo de voz. Sentía la frente transpirada, las gotas rodaban por encima de mis cejas. Estaba mareada. Muy mareada.

– Tengo un poco de calor, nada más.

La clase continuó, la maestra desplegó un afiche con imágenes de plantas de distintos continentes. El cuerpo se me dobló del dolor, temí no llegar a las 11:15. No quise mirar el reloj. Traté de mantener la atención en el afiche de las plantas. La maestra seguía hablando y extrañamente la clase estaba en silencio. El dolor era cada vez más punzante, crucé los brazos sobre mi estómago y apoyé la cabeza en el banco. La maestra vio cómo se me arqueaba el cuerpo. Se acercó de inmediato.

– No me toque.

Creo que le grité. La maestra dio un paso atrás. En ese instante sentí que la pollera y las medias cancán rojas lentamente se me humedecían. Intenté frenar la fuga. Imposible. El cuerpo actuaba por sí solo. Se formó un charco debajo de mi silla. Mis compañeros se alejaron de un salto haciendo un sonido gutural -como una

d estirada- para expresar su repugnancia. Me largué a llorar. Tenía las dos manos apoyadas en el estómago y la ropa empapada. Sólo abrí los ojos para mirar el reloj: eran las 10:27.

Mis compañeros salieron del aula uno a uno. La maestra les pidió que se quedaran en silencio afuera. La repercusión fue inmediata, apareció la directora, salieron las maestras de otras aulas y los chicos deslizaban versiones de lo acontecido. Todos los comentarios giraban sobre la misma idea: Alicia se hizo pis.

Llamaron a mi casa. Yo esperaba a mi madre sentada en la dirección, vestida con un pantalón azul inmundo que me habían prestado para que reemplazara mi ropa mojada. Me preguntaron cien veces si me sentía bien. Nunca respondí. Miraba fijo al suelo. Me sentía una imbécil, le había errado por una hora. Por cuarenta y cinco minutos.

– Alicia, cuando es así tenés que avisar.

Tenía a la mano el argumento perfecto, hubiese podido decir que el día anterior me habían apercibido por pedir ir al baño; pero elegí el silencio. Me sentía tan frustrada que no podía hablar. El error, pensé, fue no haber ido al baño a la mañana. También pensé en la posibilidad de volver a intentarlo tomando menos agua en el recreo o, directamente, evitando el desayuno. Mi madre entró a la sala de dirección a las corridas, pidió disculpas y me sacó a los tirones a la calle. Frenó un taxi en la esquina. Fuimos directo a casa. Lo primero que hizo fue meterme abajo de la ducha. Mi madre me pasó jabón frenéticamente por todo el cuerpo con una esponja. Yo miraba el pantalón azul hecho un bollo en el piso. Una vez que terminé de cambiarme -otra vez ropa mía, limpia- decidí contarle toda la verdad, mi secreto del baño, la decepción, mi plan, el cambio de banco, el apercibimiento y el intento de implosión en la hora de plástica y dibujo. Le expliqué con lujo de detalle. Mi madre sonrió, pero no me dijo nada.

Al día siguiente volví al colegio.

– Un accidente lo puede tener cualquiera, así que nada de burlas.

Las palabras de la profesora sólo sirvieron para complicar todavía más la situación. En el recreo todos me señalaban. Y lo peor fue cuando aparecieron los apodos, el más violento era Charquito. La situación era insostenible, mi fracaso me pesaba una tonelada. Llamé a Margarita, fuimos a un costado del patio.

– Por favor, es lo único que te pido.

Se negó rotundamente. Y era entendible: le pedí que ella también se hiciera pis encima, y que simuláramos, entre las dos, que había un virus en el colegio, o una enfermedad, o algo. Le hice la misma propuesta a otras dos amigas, sin éxito. Me había quedado sola, definitivamente sola. A esa altura, además de las burlas y los apodos comenzaron a circular versiones que yo tenía una enfermedad grave -y contagiosa- que generaba tantos litros de pis que me era imposible retenerlos. También se decía que mi pis generaba ceguera, como el pis de los sapos. Los comentarios llegaron a la dirección del colegio. Y a mi casa. Mi situación era denigrante. Mi madre sintió la obligación de hacer algo; se reunió con la directora y le explicó que yo no tenía ninguna enfermedad, ni hacía pis de sapo.

– Mi hija quiso hacerse explotar la vejiga a propósito en el medio del aula. Pero no aguantó. Eso pasó. Nada más.

Me prohibieron la entrada al colegio. A mí y a mi madre.

A Margarita volví a verla en la inauguración de una de mis muestras, treinta años después. Ella se acercó a saludarme y a felicitarme por la obra. Tuvo que explicarme quién era, casi no me acordaba de su cara.

Agustín Marangoni
Agustín Marangoni
se dedica actualmente a la comunicación y el marketing como jefe de área en la Comunidad CADS. Coordina el espacio CADS Q, dedicado al conocimiento tecnológico y artístico. Y desarrolla el proyecto LG Básquet, un espacio especializado en la formación de deportistas y entrenadores en 17 países. Trabajó durante 20 años en medios radiales, televisivos y gráficos, en Argentina y el mundo. Tiene tres libros publicados.

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