El kiosco de la esquina

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—¡Tarada! —gritó Marcelo. 

—¡Mirá quién habla! —grité yo. 

—¡Estúpida! 

—¡Ignorante, bestia, analfabeto! —si era por gritar yo no me iba a quedar atrás—. ¡Bruto, animal! ¡Lo único que sabés es darle a la pelota y mirar televisión!

—¡Traga! —gritó él. 

—¡Prefiero ser traga y no burra! 

—Basta, chicos —dijo mi mamá.

Mucha mala sangre no se hace mi mamá. Dice que si a todo lo que ve en el estudio y en los tribunales le va a agregar las peleas de sus hijos, está frita. Mi mamá es abogada. 

Mi papá es violinista de la Sinfónica, primer violín. Se conocieron en un concierto. Si mi papá nos ve peleando, nos sienta a cada uno en un sillón y dice:

—Escuchen esto atentamente —y pone Bach. También pone Mozart o Brahms pero a mí me gusta Vivaldi. Una vez puso Debussy… un plomo.

Cuando termina la música dice: 

—A ver, háblenme de lo que oyeron.

Santo remedio.

Pero no porque no nos guste la música. Nos gusta. Lo que pasa es que cuando termina Bach o el que sea, una ya no puede pensar en otra cosa: piensa en la música. 

—Me voy al estudio —dijo mi mamá—. Marcelo, salí conmigo y te vas al club que va a ser la hora de judo. Y vos, hacé los deberes. Si necesitan algo, me llaman, pero no llamen porque sí. 

Todos los días más o menos lo mismo. A veces yo tengo inglés o Marcelo dentista, o hay que comprar algo en el súper. 

Marcelo agarró el bolso, mi mamá me dio un beso y se fueron. Chau. Fui y calqué el mapa económico de América del Sur. Listo. 

Momento, no, ¿cómo listo? Carpeta de lengua. Descripción: observación, planteo, guía, desarrollo, autocorrección. 

Descripción: «El patio de mi casa». No, esa ya la había hecho el año pasado. Descripción: «Mi hermano menor». Y lo describo con colmillos llenos de sangre como Drácula, y tartamudo, bizco, gordo, sucio, idiota, no, eso no es una «descripción», eso es un «retrato», como «Mi compañera de banco» ¿Qué puedo describir? No se me ocurre nada. ¿A ver si tengo plata? Voy al kiosco y compro chicles y pienso. ¡Ya sé! Descripción: «El kiosco de la esquina de mi casa».

—¿Tiene chicles, doña Lita?

—Tengo. ¿De cuáles querés?

—No, mejor deme pastillas de menta. Esas.

—Menos mal. Los chicles son una porquería. Tomá. A ver, esperá que te doy el vuelto. Ahí está.

—Gracias.

Doña Lita siguió leyendo su revista. Al rato me miró:

—¿Qué hacés ahí?

—Hago la «observación».

—¿La qué?

—Tengo que hacer una descripción y como al patio de mi casa ya lo describí y a mi hermano no quiero porque eso es «retrato» —aunque me hubiera gustado, con colmillos chorreando sangre—, entonces voy a describir su kiosco. 

—Mirá vos. Así que «Descripción: El kiosco de Doña Lita», ¿eh?

—No. «El kiosco de la esquina de mi casa».

—Pero no está en la esquina.

—¿Cómo que no?

—No.

Me asusté. Miré para todos lados. No, no estaba en la esquina.

—Pero yo creí … —dije.

—Bueno, bueno —dijo Doña Lita—, no tiene importancia —y siguió leyendo la revista. 

Me puse a observarla, a ella y a su kiosco, con una cosa acá en la frente como preocupación y una cosa acá en el estómago como miedo. Me comí una pastilla de menta. 

Doña Lita no es flaca como mi mamá que come ensalada y toma agua mineral y el café sin azúcar pero tampoco es gorda como mi abuela Lala que es la mamá de mi papá y hace tortas de chocolate y alfajores. Es rubia y usa collares de plástico de colores y vestidos floreados. O blusas, no sé. Porque a lo mejor tiene puesta una pollera. O un pantalón. Y chancletas. O sandalias o mocasines o botas o chinelas de raso o nada. Qué sé yo, nunca la vi salir de su kiosco. Ni entrar. Nunca la vi fuera del kiosco a Doña Lita. Me comí otra pastilla de menta. 

Mejor describía otra cosa. El estudio de mi mamá por ejemplo. O un atardecer en el campo que a las profesoras siempre les gusta. Otra cosa, cualquier otra cosa pero el kiosco mejor que no.

¿Nunca había estado en la esquina? 

—Oiga, Doña Lita, ¿nunca estuvo en la esquina el kiosco?

—¡Y dale! —siguió leyendo.

¿Qué leería Doña Lita? La musique dans le monde seguro que no. La Ley tampoco. ¿Para Ti? No tenía cara de leer Para Ti. Me comí otra pastilla de menta.

—¿Qué está leyendo, Doña Lita?

—Una revista.

—Ya sé, pero qué revista.

—Mirá que estás curiosa hoy.

Levantó la revista y me mostró una tapa de todos colores preciosa, preciosísima, con letras doradas: «LaIlustración Moderna».

—Ah —dije—, no la conozco.

—No me extraña—dijo ella y siguió leyendo. Me metí en la boca dos pastillas de menta: tenía la lengua anestesiada de tanta menta. La menta se parece a la colonia que usa mi mamá, al hielo, al vidrio esmerilado, al mármol y a la nieve pero yo nunca vi nieve porque acá no nieva nunca y nunca fui a Suiza ni a Alaska ni a Bariloche. Cuando terminé la primaria fui a las Cataratas con el curso y la de geografía y la de educación física y tres madres, y Marcelo me dijo «ojalá te caigas». Lindo kiosco el de Doña Lita, tiene de todo. Yo, lo que tenía era un poco de susto, meta pastillas de menta. Si una necesita una escuadra va y le pregunta y ella tiene. Una lupa también, de las con luz. Gaseosas, chocolatines, caramelos, todo eso, claro, y caretas en carnaval, biromes, hebillas para el pelo, mi mamá una vez le compró un quitacutícula que no conseguía en ninguna parte y mi papá una pipa. Marcelo dice que tiene cassettes de The Police. Agujas, hilo, alfileres de gancho, curitas, aspirina. Grageas, sonajeros, almanaques, tijeras, latas de té con un chino con kimono en la tapa, jeringas descartables corno cuando hubo que ponerle el refuerzo de la antitetánica a Marcelo, cinta scotch, pañales descartables, papel carbónico, cubitos de caldo, cables, sobrecitos de azúcar, cueritos para las canillas, algodón, pomada para los zapatos, cepillos de dientes. No sé qué no tiene. Una le dice:

—Doña Lita, ¿tiene tal cosa?

Y ella contesta:

—Me parece que por aquí…

Se agacha y saca tal cosa.

—Doña Lita, ¿tiene colas embalsamadas de canguros australianos? 

—Me parece que por… —y se largó a reír—. ¡Qué mocosa tan pilla!

—Su kiosco es muy raro, ¿sabe?

—Mejor, así hacés una buena descripción y la profesora te pone un diez. 

—Muy raro —le dije—, a veces está acá, a veces está más allá, tiene de todo aunque parece tan chiquito como todos los kioscos, usted está siempre metida ahí y nunca sale ni entra ni se va ni llega. Muy raro.

Me comí otra pastilla de menta. 

—Puede ser —dijo ella—. En el mundo hay cosas bastante raras. Solamente hay que saber mirar.

—¿Me va a dar consejos como mi tía Esther?

—No —dijo Doña Lita.

Me animé:

—¿Me deja entrar a su kiosco?

—Bueno —dijo ella.

—¿Por dónde paso?

Se asomó un poco por sobre los chocolatines y los caramelos.

—Ahí… ahí donde está ese cartel colorado que dice «Reina de corazones, la mejor elección», ahí, empujá.

Empujé y se abrió como una puertita. Yo soy flaca y pasé bien, pero ella ¿cómo hacía?

—¿Usted entra por ahí también?

—Pero no —dijo ella riéndose.

Miré el kiosco por dentro pensando en la observación y me caí sentada.

—¿Te gusta? —preguntó Doña Lita.

Le contesté con otra pregunta, cosa que mi mamá dice que es «mala educación» y mi papá dice «dejalos no es para tanto y mejor que pregunten».

—¿Eso que suena es Bach?

Sonaban otras cosas: cornetas, batallas, pájaros, cataratas, lloros, trineos, gárgaras, cantos, chispas, pero Bach por encima de todo.

—Sí —dijo ella—, ¿te gusta Bach?

—Ajá.

—Es una buena persona —dijo ella—, un poco tímido y retraído y con sus ataques de rabia, pero si querés ir a verlo andá que te va a recibir muy bien.

Apoyé las manos en la alfombra y me levanté:

—Dígame, Doña Lita, ¿qué es esto?

—Esto es mi kiosco.

—No, en serio.

En vez de ponerse seria se rió más todavía.

—Vos sabés que hay cosas que no se pueden explicar. Preguntale a tu profesora de matemáticas lo que es el cero. Preguntale a tu papá qué es el silencio. Preguntame a mí qué es mi kiosco. Todo lo mismo: lo que está demasiado lleno es como lo que está demasiado vacío. No se puede explicar. Pero es lindo, ¿no? 

Qué le podía decir. Me comí la última pastilla de menta. 

—Tu profesora de matemáticas va a poder, a lo sumo, dar vueltas alrededor del cero y tu papá del silencio. Yo también, si vos querés, doy unas cuantas vueltas. Te puedo contar que hubo un señor que se llamaba Jorge Luis Borges.

—¡Yo sé quién es!

—¿Ah sí?

—Sí, se murió hace poco y mi mamá dijo «no hay derecho» y mi papá dijo «no se murió, no se va a morir nunca» y trajo un libro y nos leyó una cosa de una rosa que me gustó muchísimo pero muchísimo. 

—Ese mismo. Yél escribió la historia de un hombre que en vez de poner un kiosco como yo, espió por la rendija de una escalera.

—¿Y qué vio?

—¿Qué querés ver vos?

Ajá, ¿así que Doña Lita también contestaba una pregunta con otra pregunta? Me tenía que acordar de decírselo a mi mamá cuando saliera otra vez a relucir la mala educación.

—¿Qué quiero ver yo?

Otra pregunta, tomá. Lo que se me había terminado eran las pastillas de menta.

—Pensalo bien —dijo Doña Lita.

Como en los cuentos, pedí tres deseos, dijo el genio, y los idiotas siempre piden cosas idiotas o que se gastan o se terminan. Yo, si a mí me dicen que pida tres deseos, pido conseguir siempre todo lo que quiero y listo. Me quedan dos deseos de vuelto.

—Quiero ver todo —dije.

—¡Eh! —siempre riéndose—. No se puede.

—Por qué no se puede.

—No cabe en los ojos ni en la cabeza. Leé el cuento del señor Borges y vas a ver. Pero podés elegir.

—¿Tres cosas?

—Una.

—¿Una sola?

Quiero ir a ver al señor Bach tocando el clave, pensé. No, quiero ir a ver a mi mamá cuando era chica como yo. No, tampoco. Quiero ir a ver a los hombres de las cavernas peleando con los tigres dientes de sable. No, a ver si me muerden. Quiero ir a mi casa. No, mentira, quiero quedarme. 

Miré de nuevo el kiosco. Por dentro era mucho más grande que por fuera. Desde donde estábamos ni se veía la calle ni se oían los ruidos de los autos. Claro que había otros ruidos y mi calle es bastante tranquila, si no mi papá no seguiría viviendo ahí porque le hace falta silencio, para darle vueltas alrededor, supongo. Quiero ver el silencio. No, qué pavada. ¿Qué quiero? Los pisos estaban alfombrados y las escaleras eran de mármol con barandas de bronce que parecían de oro de tan lustradas y los techos tenían adornos y pinturas. Doña Lita tenía puesto un vestido largo de terciopelo negro y zapatos negros de tacos altísimos y medias de encaje negro y un collar que no era de plástico y brillaba y las manos blancas y las uñas manicuradas y no leía una revista sino un libro muy viejo y muy grande que estaba puesto en un atril.

—Pensalo bien.

Lo estaba pensando. Había una puerta que decía Arriba. Otra, Abajo. Cuántas puertas: Adelante, Atrás, Antes, Después Pasadomañana, Negro, Blanco, Poco Mucho, Fuego, Madera, Mejor, Peor, Pavor, Favor, Secante, Mordiente, Agua, Tierra, Creciente, Menguante, Agua, Coral, Lápiz, Trece, Cañón, Croquetita de maíz, Reloj, Constantinopla, ufa. No quería pasar por ninguna de esas puertas.

—¡Ya sé!—dije.

—¿Lo pensaste bien?

—Sí, sí.

—Bueno, qué querés ver.

Se lo dije.

—Excelente —dijo—. Por aquí.

Subimos una escalera, caminamos por un pasillo, llegamos a una puerta encristalada que no tenía ningún cartel. Doña Lita la abrió: adentro estaba oscuro.

—La luz a tu derecha —me dijo.

Entré.

Muuuuucho tiempo después volví a salir por lamisma puerta, bajé la escalera y Doña Lita leía siempre el mismo libro viejo inclinada sobre el atril, con unos impertinentes de mango de plata ante los ojos.

—¿Ya está?

Hice que sí con la cabeza.

—¿Contenta?

Otra vez que sí con la cabeza. Pero conseguí hablar porque mi mamá dice que contestar con gestos también es mala educación.

—Muy contenta.

—¿Te gustó?

—Ay, sí.

—Me alegro. Ahora agachate, empujá ahí la pared y salí.

Me agaché, empujé, salí. Estaba en la calle. Me di vuelta. Doña Lita leía detrás de loscaramelos.

—Doña Lita —llamé.

—¿Sí?

—¿Su kiosco es mágico?

—Sí.

Volví a casa y pensé y pensé. Llegó mi mamá y preguntó:

—¿Alguna novedad?

—No —dije—, ninguna.

Llegó Marcelo y me gritó:

—Ché tarada, ¿vos sacaste la birome negra de mi mesa?

—No—le dije—, pero si querés te presto una. Llegó mi papá y dijo:

—Hola, hola, ¿qué anduvo haciendo hoy esta preciosa chica?

—Papá —dije—, ¿y si ponemos Bach?

—Estás creciendo, Alicia —dijo mi papá. Me largué a llorar.

Angélica Gorodischer

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