Tenía siete años, me acuerdo porque ese diciembre me operaron de apendicitis. El médico aconsejó que durante un par de semanas no fuera a la playa, entonces pedí que me regalaran una consola de videojuegos para no aburrirme en casa durante las tardes de calor. Mi papá me dijo que sí y de paso aprovechó para explicarme que Papá Noel no existía, que era un cuento para generarle ilusión a los chicos más chicos. En mi cabeza, por fin, se aclaraban un par de situaciones que siempre me habían parecido extrañas, por ejemplo: el 24, dos minutos antes de las doce, íbamos afuera a ver pasar un supuesto trineo, cuando volvíamos los regalos ya estaban desparramados abajo del arbolito; también había una habitación a la cual esa noche los chicos no podíamos entrar. Voy a ser sincero, siempre desconfié de la existencia de Papá Noel, pero bueno, cuando uno es chico cree que los adultos tienen razón en todo.
Esa navidad fue la primera en la que no estaba nervioso ni apurado porque llegara el momento de los regalos. Yo era el menor, ya todos sabíamos lo de Papá Noel, así que cenamos sin juegos ni amenazas del estilo portate bien porque no te va a traer nada. En la mesa, los de siempre, mi hermano, mi mamá, mi papá, mi abuela, mis primos y mis tíos. Solíamos reunirnos en el departamento de ellos, un piso muy cómodo, a tres cuadras de la costa. Se veía la ciudad completa desde el ventanal del living.
Cuando faltaban cinco minutos para las doce, mi tío se levantó del sillón y encaró para el lado de la cocina. Supuse que iba a buscar los regalos, entonces lo seguí para ayudarlo. Pero no. Entró a una habitación de servicio y arrimó la puerta. Prendió un velador mínimo que había en un rincón y ante mis ojos, lo juro por mi vida, se sacó el disfraz de tío. Se acomodó un poco la barba tupida y se planchó un poco con las manos el traje rojo. Recuerdo que lanzó un resoplido profundo, como si estuviese harto de ser quien era. Levantó del piso el bollo de piel de goma finísima que minutos antes le cubría el cuerpo, lo cargó en el trineo que lo esperaba flotando en la ventana, contó hasta tres y se perdió en el estallido de fuegos artificiales. Volví corriendo al living. En el arbolito ya estaban los regalos, entre ellos mi consola de videojuegos. También estaba mi tío, comía garrapiñadas de frente al ventanal mientras el resto de la familia brindaba y se deseaba feliz navidad. Nunca dije nada hasta hoy.