Escribir

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Mi amigo y yo estamos en el Tiro Federal. El Tiro Federal es una institución donde la gente aprende cómo se dispara un arma o donde, los que ya saben hacerlo, practican para mejorar la puntería. No importa que las balas impacten contra blancos de papel, personas de cartón o revienten platos que vuelan por el aire. Todo tirador sueña, en el fondo de su alma, con matar algo vital, algo que se mueva de verdad. Algunos cumplen su sueño y otros no. 

Sin embargo, lo que voy a contar no sucede en el área de tiro sino en el baño. El hecho es confuso, difícil de comprender. Ocurrió hace mucho pero lo sigo llevando adentro: siempre presente, a través de los años, una y otra vez. Se esconde, no desaparece, cada tanto vuelve. Es un recuerdo que no quiere decir basta. En una de ésas yo, al escribirlo, esté buscando la forma de obligarlo a decir basta, de sacarlo de mi mente para entender lo que pasó. 

Mi amigo y yo estamos en el baño y con nosotros está el profesor. De aquí en adelante lo llamaré el profesor porque no sé su nombre y porque, de alguna forma, durante la tarde que vamos a compartir él se dedicará a enseñarnos muchas cosas. A manipular el arma y a disparar, entre otras. Al profesor lo acabamos de conocer. Es policía y viene al Tiro Federal a practicar su puntería. Se considera un fiel servidor del orden y de la ley. Hay que entrenarse, nos dice, se trata de abatir delincuentes sin gastar balas al pedo. De eso se trata. 

El baño está aislado del resto de las instalaciones. Imagínense una construcción en medio del campo. Hasta hace unos pocos años seguía en el mismo sitio y es probable que eso no haya cambiado. Tal vez vuelva antes de que termine el año; visitarlo como se visita un cementerio. Aprovechar mientras todavía siga allí, ya que cabe la posibilidad de que en un futuro no muy lejano el lugar desaparezca una vez que la gente comprenda que el tiro al blanco constituye una práctica anacrónica, como el arte en general o, para ser más precisos, como la literatura. No es difícil suponer entonces que todo el predio pase a formar parte de un barrio privado o club de campo. O que se transforme en un polígono de tiro abandonado, tierra de nadie, víctima del deterioro progresivo y la invasión de la maleza. De todos modos, es imposible saberlo. Sólo tengo esta certeza: frente a lo que desaparece uno recuerda, incluso contra la propia voluntad, para que no desaparezca del todo.

Yo tengo una nueve milímetros: el arma reglamentaria. Toda arma debe estar registrada en el Registro Nacional de Armas. Para asociarse al Tiro Federal hay que contar con la autorización de los padres, pero no la tenemos y ellos tampoco están con nosotros. Ni se imaginan dónde estamos. La situación, entonces, es ésta: dos chicos con un arma y un tipo que apenas conocen, en un baño en medio de un descampado. Creo que nadie en su sano juicio puede pensar que algo bueno va a ocurrir ahí adentro. Intento recordar cómo fue que nos metimos en ese lugar. Tendríamos entre catorce y dieciséis años. No sé. A lo mejor teníamos ganas de matar a alguien o pensábamos que convendría estar preparados cuando llegara el momento de matar a alguien. No tengo la menor idea de qué cosas se nos cruzarían por la cabeza. Ahora el que está muerto es mi amigo, pero su muerte no tiene nada que ver con esto. Si estuviera vivo le preguntaría si se acuerda cómo fue que terminamos yendo al Tiro Federal. Quizás escribir sea una forma de interrogar a los muertos. Cómo fue que nos metimos con el profesor en el baño.

Acá adentro. Los tres solos con la puerta cerrada. Observo la nueve milímetros que tengo en la mano. Me la acaba de dar el profesor. Él está con las piernas abiertas detrás de mi amigo. Es un hombre joven. No descarto que tenga mi misma edad. La que tengo ahora. Pero a diferencia de él, ya no me interesan las armas. Nos va a enseñar, dice, a pararse. Yo estoy a pocos metros de distancia y escucho su voz. Presten atención. Así no, no de frente y con las piernas abiertas. Eso es ofrecer un blanco fácil. El arma se sostiene con las dos manos, dice, y me la pide y se la pone en las manos a mi amigo, pequeñísimas comparadas con las suyas. Y parado como está detrás de mi amigo, por momentos como apoyándose y por momentos sirviendo de apoyo, comienza a girarlo, hasta que ambos quedan con el pie izquierdo adelante y el derecho detrás, ofreciendo solamente un costado, un solo perfil del cuerpo y dos pares de manos que mantienen el arma levantada, firme, apuntando a una cabeza imaginaria.  

El profesor no lleva uniforme. Está de civil y viste como un hombre normal, excepto por los borceguíes de cuero negro. Al escribir un hombre normal pienso el instante durante el cual, en pos de la consecución del deseo, se lo arriesga todo. Cuanto más grande es la perversión del placer (el goce de su repugnancia), mayor es el riesgo. El instante del que hablo parece descomponerse en varios movimientos. Así la unidad de tiempo, que contiene al hombre cuando cede a la tentación, es sólo aparente. Debe ser algo muy poderoso, un impulso difícil de controlar, la fuerza que lo gobierna. Salvando las distancias, quizás se parezca a la necesidad que tiene el escritor de contar; del hombre de letras que cuenta algo que lo pone en evidencia y para mitigar el efecto de la revelación se disfraza o se inventa una máscara.

Primer movimiento: hablo del trayecto que separa la zona de tiro del baño. Punto de partida donde el curso de los acontecimientos se desvía, lo que estaba oculto sale a la luz y el sujeto, como suele decirse, pierde la cabeza. Porque no estamos solos; hay otras personas. Es un día domingo o sábado. Veo una familia haciendo un picnic debajo de un árbol. Durante una fracción de segundo, no puedo explicar el motivo, me llama la atención el color de las hojas, quizás demasiado verdes. Hay un cartel que informa: “Se puede practicar el tiro como diversión en todos los calibres, arma corta y arma larga”. Aunque no lo crean, el tiro al blanco es un deporte que también se practica en familia. No hay sarcasmo en lo que digo; tampoco hay doble sentido. Es que las apariencias engañan; ya que no somos dos hijos junto a su padre, dos sobrinos con su tío, o el hijo y un amigo o el sobrino y un amigo con; etcétera.

Antes, mi amigo y yo, habíamos estado haciendo unos disparos. Nuestros primeros disparos con una nueve milímetros. Disparo dos, tres veces, contra un blanco que tiene dibujada una silueta humana. La idea es que la bala atraviese los puntos vitales. Para eso hay que apuntar a la cabeza o al corazón, haciendo de cuenta que lo que se tiene enfrente es una persona de carne y hueso. Se trata de usar la imaginación sobre una superficie de papel. Recuerdo el olor de la pólvora y el zumbido en los tímpanos, y también la sacudida que produce el retroceso del arma luego del disparo. Un temblor que te sacude hasta el último músculo del cuerpo. Pero eso no es nada en comparación con lo que va a suceder después. Mientras, el profesor nos muestra una bala calibre nueve milímetros y nos ilustra acerca del daño. El daño irreparable que la punta de plomo provoca al dar de lleno en órganos, intrascendentes a esa altura de mi vida por su buen funcionamiento, como el hígado, el páncreas o los riñones. No acierto un solo tiro y mi amigo lo hace igual de mal que yo, pese a que habíamos sostenido el arma largo rato para familiarizarnos con su forma y con su peso. Pero no hubo caso; no somos buenos apretando el gatillo. Por eso el profesor nos lleva al baño. Para enseñarnos.

Nos alejamos de la zona de tiro, del resto de la gente: civiles, conscriptos y policías. Enfilamos hacia esa construcción ubicada casi en el medio de la nada. Imagínensela porque hacia allá vamos. Lo curioso es que en ningún momento pienso: allí es adonde nos dirigimos. Simplemente seguimos al profesor. Todo es parte de la práctica: apuntar en una sola dirección, sin pensarlo dos veces. Caminamos bajo el sol, despreocupados e ignorantes del futuro inmediato. Debajo de un árbol enorme, hay un hombre y una mujer junto a su pequeña hija. Los alimentos están a salvo de las hormigas, sobre un mantel extendido. La tela es celeste y blanca. La nena me saluda y le devuelvo el saludo. Pasa volando una bandada de pájaros; perdidas en el cielo algunas pocas nubes. Acá es donde, podría decirse, siento el llamado de lo ínfimo, sobrenatural sin embargo en el verde de las hojas. Pero el deseo de aprender a disparar se lleva todo por delante y anula ese estado de atención distraída tan útil, en cambio, para la escritura. Dejamos atrás todo este escenario para meternos en un baño con un desconocido que porta un arma de fuego. Aunque ustedes piensen que es de locos, déjenme decirles algo: aquellos eran otros tiempos: el profesor era policía (nos mostró su insignia), estábamos en el Tiro Federal, las armas se registraban en el RENAR. Había, en suma, un marco de legalidad.

Conservo una última imagen del exterior, ahora inusualmente nítida, antes de entrar al baño. Es la de un viejo puente de madera de la época del ferrocarril. Por fin entramos. Recién ahí me doy cuenta del calor que hace afuera. No está oscuro. La claridad se filtra por unas claraboyas distribuidas a lo largo de la pared del fondo. El sitio es amplio pero tan sucio como cualquier baño de estación. Incluso hay algunas pintadas, los mismos dibujos obscenos, el mismo olor. Estamos junto al profesor. Es un hombre y nosotros somos dos chicos. Tiene los pantalones metidos adentro de los borceguíes de cuero negro y lleva escondida, debajo de la camisa, un arma. Innecesaria, tal vez, puesto que bastaría una sola de sus manos para estrangular a cualquiera de nosotros. Pero en lugar de eso va a enseñarnos, nada menos, que a respirar; y justo ahí, saca la pistola.

A veces me pregunto qué hubiera pasado si alguien hubiera abierto la puerta. Sospecho un pacto tácito en salvaguarda del buen nombre y honor de los socios del Tiro Federal. Es posible que las autoridades se hubieran inclinado a silenciar lo inaudito, protegiendo a la oveja descarriada por el bien del rebaño en su conjunto. Y así y todo, todavía no es momento de sacar conclusiones que, cuanto menos, serían prematuras. Sólo me queda seguir sin saber muy bien adónde voy; lo que por otra parte es lo más lógico, dado que es la primera vez que lo escribo.

Segundo movimiento: cualquiera podría haber entrado en el baño cuando el profesor estaba detrás de mi amigo ayudándole a apuntar con el arma. Porque de hecho es como si lo estuviera viendo: está detrás de mi amigo y le habla al oído, sosteniéndole las manos que empuñan el arma, enseñándole su tacto frío. Le echa su aliento de policía en la nuca y, sin embargo, dice que le está enseñando a respirar. Cómo respiran los que tienen que disparar una pistola. Que el oxígeno entre por la nariz y salga por la boca. Si quieren saber de qué se trata, finjan que tienen un revólver en sus manos. Junten la mayor cantidad de aire que puedan. Apunten. Fuego. Les aseguro que sin darse cuenta lo habrán expulsado todo, sintiéndose de pronto livianos y vacíos. Eso se siente. Ahora disparar un arma de verdad, es algo distinto: el ritmo del corazón se acelera mientras que el cuerpo parece encontrarse en suspenso, o mejor dicho, en un estado de animación suspendida. Por eso el instante previo e inmóvil al disparo se combina con una clara sensación de velocidad. Otra cosa que descubrí es que dos cuerpos, si están lo suficientemente pegados, pueden causar una impresión bastante grotesca. Así los habría sorprendido, al profesor y a mi amigo, quienquiera que hubiese abierto la puerta. A diferencia de ellos, el papel que yo cumplo es más fácil de explicar: estoy parado, esperando que llegue mi turno, con la mente en blanco. Tan en blanco como la hoja que tenía sobre el escritorio antes de empezar; salvo por un detalle: quiero aprender a matar a alguien a cualquier precio. Soy demasiado chico para estar tan mal de la cabeza. Hoy en cambio, por más que suene absurdo, lo único que quiero es escribir. O como dijo el poeta: cruzar el puente en llamas que une las palabras y las cosas. Escribir desde un lugar propio. En mi caso particular, aunque me encierre a escribir en lo que llamo mi pequeño estudio, no tengan la menor duda: lo estoy haciendo desde el baño.

Alto el fuego. La pistola vuelve a mi mano. En un punto intermedio del recuerdo, escucho al profesor que, alzando la voz, me pide que los apunte (tercer movimiento). Y sin embargo no es una orden; es un simple pedido. Como si quisiera verificar, pienso justo en este momento, la reacción en el cuerpo de mi amigo o probarse a sí mismo qué tan débil es la carne. Dirijo entonces la boca del cañón hacia ellos, apuntando alternativamente a cada uno. A pesar de que no lo dije antes, es obvio que el arma está cargada (contrariamente al criterio jurisprudencial reinante en nuestro país, considero que un arma sin balas no es un arma). Esa tarde violamos todas y cada una de las medidas de seguridad del Tiro Federal, como por ejemplo: nunca dirigir la boca del arma hacia una persona. 

Cuarto movimiento: me arrodillo, porque previamente mi amigo y el profesor se han arrodillado, imitando la postura entre sufrida y humillada que asumen los que rezan. La única diferencia es que no juntan las manos. Ahora es cuando va a pedirme que se la pase por la espalda. Habla con suavidad. No, así no. Sino por debajo de la camisa. Como si la pistola fuera una esponja refrescante, blanda y agradable a la piel, y a la vez productora de leves descargas eléctricas; de pronto convertida la piel del profesor en una superficie hipersensible y sometida, que reacciona con silenciosos espasmos a los golpes de corriente provocados por el arma, a esa combinada sensación de frío/calor. Cuando el estímulo parece haber alcanzado su pico más alto, cambio de posición y apoyo la punta de la pistola en la sien del profesor. Exactamente en el lugar en que me lo pide. Y entonces grita: ¡Dále, dispará! No sé qué estoy esperando. Soy un mal alumno. A pesar de que quiero aprender, no tengo lo que hace falta para matar. Supongo que el profesor lo sabe. Por eso me arrebata el arma y todos nos ponemos de pie. 

Acto seguido el que tiene el arma en la mano es mi amigo. Sin embargo el quinto movimiento no llegará a producirse. Es mi turno y debería empezar por separar las piernas. No puedo asegurarlo pero tengo la impresión de que el profesor va a repetir lo que ya hizo a pesar suyo, como si no tuviera alternativa y se viera obligado a obrar en consecuencia. De repente parece un viejo y en un abrir y cerrar de ojos nada es lo que parece. Me agarra del brazo con renovadas fuerzas, digamos más bien bruscas, al tiempo que la seriedad de su cara comienza a degenerarse en una gran sonrisa. No lo dice pero es como si dijera: no aprendiste nada de lo que te enseñé; ahora vas a ver; todavía falta lo peor. En eso escuchamos un ruido: alguien merodea por los alrededores del baño. Alguien que tal vez sepa lo que ustedes creen saber: lo que sigue a continuación. El profesor me suelta, abre la puerta y sale. Mi amigo y yo nos quedamos solos. Él tiene el arma y guarda silencio. En su cara no hay nada que anuncie lo que está por hacer o a lo mejor hubo algo, un pequeño gesto, que hoy no puedo recordar. Porque por más que el escritor quiera registrarlo todo, siempre habrá cosas que quedarán de lado, intervalos más o menos oscuros fuera de su alcance, lapsos donde algo se borra, se pierde de vista o se interrumpe. Como si la zona que el cerebro reserva a la experiencia hubiese sido barrida, arrastrando consigo precisiones, detalles y texturas. Cuando el profesor vuelve a entrar, la situación es otra. Mi amigo lo está apuntando. La mano que sostiene el arma le tiembla cada vez más y su cara empieza a tomar color. En cuestión de segundos pasa del colorado al rojo vivo. El mismo temblor de la mano se extiende a los labios. Ahora sí es una cara que dice lo que siente. Ojalá lo mate, pienso, y seguro mi amigo piensa igual que yo. Pero para matar a alguien hace falta algo más que tener ganas. Y no pensar tanto. A todo esto, el profesor está tranquilo y no le cuesta ningún trabajo quitarle la pistola a mi amigo. Váyanse, nos dice. La lección ha terminado. 

Muchos años después de esto que acabo de contar mi amigo se mata. Me expresé mal. No se mató por su propia mano, sino que tuvo un accidente de tránsito. A causa de un banco de niebla, chocó contra un camión. No es que pretenda comparar una cosa con la otra, pero a lo mejor escribir sea un intento de avanzar entre la niebla (o entre imágenes remanidas: como la de los muertos, como la del puente, como la de la niebla); y al igual que mi amigo puede decirse que yo también he chocado, pero contra la imposibilidad de contar lo que no sucedió. Porque al fin y al cabo se trató de una situación en potencia, anormal si se quiere, que no llegó a consumarse. Está claro que nada ocurrió dentro del baño, nada de lo que esperaban y no creo que tengan razones de peso para opinar lo contrario. En todo caso, tal vez se me pueda acusar de haber alimentado un espíritu mórbido que después dejé insatisfecho. Y tal vez por ese motivo, ahora sea todo un problema encontrar un buen final: uno que esté a la altura del relato. Por eso me pregunto si no hubiera sido más coherente con la debilidad de este cierre, hablar de las cosas que quedaron afuera: las nubes, los pájaros, las hojas. Describir el árbol y el cielo, próximo y distante, sin promesas. Silenciar la escena principal, evitar los excesos del giro autobiográfico, contar otro cuento. Seguir practicando una literatura de la impotencia, por llamarla de algún modo, pero desde un lugar menos pretencioso, más modesto. Escribir, por ejemplo, acerca de esa familia reunida sobre su mantel de colores patrios; banalidades del tipo qué comían y cómo estaban vestidos. En fin, todas esas cosas que vi cuando pasé caminando bajo el sol, junto al profesor y mi amigo, rumbo al baño del Tiro Federal.

Jorge Chiesa
Jorge Chiesa
nació en La Plata en 1969. Es abogado y vive en Mar del Plata. Publicó los siguientes libros: La Pesquita (poemas, 2007, Dársena 3), Los Libritos (poemas, 2011, Goles Rosas), Nilsen (poemas, 2011, Ediciones Suarez), Dinamarca (cuentos, 2011, Ediciones Suarez), Tony (novela, 2012, Clase Turista), Un invierno ruso (poemas 2012, Olmo Ediciones), Las Nubes (poemas, 2018). El Matemático Nocturno (novela, 2023, Bucarest). Obtuvo el primer premio en el Concurso Municipal de literatura Osvaldo Soriano en los géneros poesía y cuento, el primer premio de poesía Fundación Banco Ciudad de Buenos Aires y el primer premio de poesía en el Concurso Nacional de Cuento y Poesía “Adolfo Bioy Casares”. Participó en la antología de poesía Las olas y el viento, editado por Letra Sudaca.

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