El juego de la araña

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No le gustan las arañas, nunca le gustaron.

Cierra la puerta y entra en la cocina casi sin hacer ruido, no quiere hacerse notar. Todo está igual que hace media hora, pero para él todo es distinto, siempre.

Pese a su intento de pasar desapercibido recibe el gesto de reproche de su madre, quien no entiende que a los doce no se tienen ganas de dormir la siesta. Menos esa siesta donde las arañas tejen, hurgan, se meten por debajo de la ropa, muerden.

Sabe que es diferente, puede darse cuenta de eso, lo siente en las miradas de las otras madres del colegio, en las palabras dichas como si se las dijeran a un niño pequeño, en las lágrimas sostenidas de la abuela en cada encuentro familiar. Ya no quiere ir más a visitarlos.

Pero esa diferencia que a todos parece conmover no le ha quitado el sentido de poder distinguir lo que está bien de lo que está mal. Y sabe que el juego de la araña está mal, además siempre le toca perder.

Se sienta, bien al borde de la silla, irritado pese a que no es la primera vez; se siente incómodo, teme que algo se escape. Se retuerce las manos, no sabe qué hacer. Quiere hablar pero no siente la confianza suficiente, si nunca le creen. En la escuela siempre es el culpable de todo, cada travesura de los demás se la meten a él en la mochila. Saben que no puede defenderse y abusan de su inocencia y escasez de palabras.

–¿Qué pasó, Carlitos? –pregunta la abuela–. ¿El abuelo ronca y  no te deja dormir?

El chico niega y se aleja, se sienta en el sofá, esta vez bien contra el respaldo porque ya se aseguró de que no va a salir nada, que está todo seco. Finge concentrarse en el rompecabezas que su madre se empeña en llevar a todos lados a ver si se le despierta la inteligencia.  No puede con las piezas, las manipula con sus manos torpes, regordetas, las cuenta, cree que están todas, pero no puede, no encajan, como no encaja él en esa madriguera.

Mira a su hermana, más pequeña que él pero más inteligente. Él lo sabe. La niña, con sus ocho años, es mucho más viva, puede entablar una conversación seria y hasta defender una postura, tenga o no razón. En la escuela ella es cabecilla de su grupo. En cambio él ni siquiera puede negarse al juego de la araña. Quizás si fuera menos tonto la elegida sería ella, aunque ella no se dejaría ganar, es demasiado orgullosa. Enseguida empezaría a los gritos, como cuando él quiso ver qué había debajo de su bombacha. La había sorprendido en el baño, sentada en el inodoro, y no entendió por qué ella podía hacerlo así y él no. Ante los chillidos agudos de su hermana había aparecido su madre y lo había sacado de ahí a los golpes. Él sólo quería entender.

Ella, la nena, la preferida de todos. Nadie siente pena por ella, al contrario, festejan todas sus monerías y la felicitan por sus logros en la escuela.

A él nada, siempre confinado a la siesta y al juego de la araña. Ese juego pegajoso donde siempre pierde. La araña gana cada vez dejándole la piel irritada y la entrepierna llena de baba. Tiene que limpiarse, a mamá no le gusta que se ensucie la ropa.

La familia reunida alrededor de la mesa conversa y toma mate, ajena a sus dolores. La puerta de la habitación se abre y sale la araña.

Gabriela Exilart
Gabriela Exilart
Marplatense, abogada y escritora. Se desempeña como docente de la Facultad de Derecho de la UNMDP, y del Taller de Escritura Creativa del Programa de Adultos Mayores de la Facultad de Cs. de la Salud y Trabajo Social de la UNMDP. También coordina talleres de escritura creativa y de novela. Es autora del sello Plaza&Janés.

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