La sociedad del leopardo

spot_img

Iván entró al Starbucks de la calle 47 Queensway y se puso en la fila. Ya iba con demora a su oficina. Podría haber tomado un café en el Hard Rock, que quedaba más cerca, pero siempre le gustaba dar un paseo por Hyde Park después de desayunar.

Ese día tendría que atravesarlo casi a las corridas, sin poder disfrutar de la naturaleza. No llegaría a detenerse para observar los patos en el lago Serpentine, ni a enzarzarse en la discusión que aún mantenían ciertos londinenses sobre si Kensington Gardens eran o no parte del Hyde Park.

No había escuchado el despertador, quizás la horrible pesadilla de la noche anterior le había prolongado el sueño. Espantó el recuerdo, aunque era imposible dejar de ver esos trozos de carne flotando en la olla, tan real como el olor del café que le entregaron a la chica que estaba adelante.

Pidió un Espresso Panna y una rosquilla. Aguardó el turno y a los pocos minutos estaba fuera con su bebida en la mano. Mientras comía la masa se deleitó, apenas, con el entorno. El reloj le indicó que era tarde pero unos minutos más no cambiarían las cosas.

Se sentó en uno de los bancos y bebió el café, que estaba justo como a él le gustaba. Cuando finalizó buscó un cesto para tirar el vaso y recién en ese momento vio lo que había escrito en él. No era su nombre, como dictaba la costumbre de la gran cadena, sino una frase que le resultó de muy mal gusto: “¿Preferirías no tener manos o pies?”

Me miró, molesto, y se animó a hablarme:

-¡Eh, escritora! ¿Qué significa esto?

No quise causarle más miedo, sus ojos estaban inquietos y miraban el contexto, que de repente había cambiado. Ya no se veía el lago Serpentine y en su lugar había un paisaje árido y llano, con algunas chozas con techo de paja.

-¿Me vas a explicar qué está pasando? –insistió-. Ahora es cuando se supone que llego tarde a mi trabajo, mi jefe me despide y se despierta mi veta artística.

Sin hablar le señalé algo que había un poco más allá. Un grupo de hombres ataviados con pieles de leopardo alimentaban un fuego sobre el cual un enorme caldero hervía. Me miró con estupor y decidí ayudarlo a entender.

-No respondiste a la pregunta –le dije.

-¿Qué pregunta? –Miró el vaso que todavía tenía en la mano-. No te referirás a esto… ¿no? –Me enseñó la frase, aunque no hacía falta, yo misma había escrito todo.

Asentí.

-¿Estás loca acaso?

-¿No estamos los escritores, todos, un poco locos?

Se incorporó, dispuesto a correr; su rostro sudaba. No hizo falta que yo hiciera nada, los caníbales lo vieron y se apresuraron a sujetarlo. Iván gritaba, aterrado, mientras le examinaban las manos y los pies.

Como Scheherezade, yo tenía una noche más.

Gabriela Exilart
Gabriela Exilart
Marplatense, abogada y escritora. Se desempeña como docente de la Facultad de Derecho de la UNMDP, y del Taller de Escritura Creativa del Programa de Adultos Mayores de la Facultad de Cs. de la Salud y Trabajo Social de la UNMDP. También coordina talleres de escritura creativa y de novela. Es autora del sello Plaza&Janés.

El juego de la araña

No le gustan las arañas, nunca le gustaron. Cierra la...

La lipoaspiración

La sala fría y blanca, con olor a desinfectante,...

También te puede interesar

Sin opinión del tiempo

“Se sabe que una mano abierta no esconde nada,...

¿Qué hacen los muertos en este pueblo?

-Si me prometés que no vas a decir nada,...

Laponia

Estoy sentado en el pequeño muro de piedra frente...

Olmedo

Hay algunos monumentos a Olmedo dispersos por ahí. Uno...
Publicación Anterior
Publicación Siguiente