La captura de Rosada

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Era una perra manto negro. Un mediodía la familia almorzaba en el patio. Hablaban del futuro incierto del país y comían pollo. La perra le ladró en la cara a un primo de cuatro años. Después de ese incidente empezaron a atarla en el fondo. El gato de la casa de al lado aprovechaba para caminar a su alrededor, cuidándose de no pasar la circunferencia en la que terminaba la correa. Con perseverancia, la perra tiró de la correa hasta derribar el caño que la sostenía. Acorraló al gato y pudo matarlo. Era una noche calurosa. Cuando la vecina vio que su gato sangraba y le faltaba una oreja, emitió un grito desgarrador, después conocido en la cuadra como “El grito de Alicia”, ya que así se llamaba su dueña. El gato sobrevivió al descuartizamiento y pasó a ser un ícono del barrio.

Los robos se hicieron moneda corriente. Sucedían en la madrugada de los sábados. Amenazaban la virilidad de los padres de familia y aterrorizaban a las mujeres. Los ladrones eran adolescentes, hijos de padres ausentes, desocupados o presos. Robaban garrafas, bicicletas, tejas. A veces rompían los vidrios de las ventanas de las casas y se llevaban videocaseteras y televisores. A ellos nunca les robaron. Décadas después, los miembros de la familia, orgullosos, vinculaban la inexistencia de robos con la presencia de la perra. Tal vez no había nada para llevarse.

Hombres que hacían alarde de su temeridad reconocían su pánico ante la perra y eso gustaba al hermano menor, que solía comentarlo en el recreo del colegio. En forma lateral comunicaba a los matones del curso, que lo tenían entre ceja y ceja, que en el fondo de su casa existía una criatura monstruosa que podía defenderlo.

A menudo la familia discutía sobre qué hacer con la perra. Temían que alguna vez protagonizara una tragedia irreversible y cada tanto la madre o el padre hablaban de llevarla al campo. Pero cuando uno se decidía a hacerlo, el otro se oponía en forma terminante. “El campo” más que un lugar concreto, era un concepto a través del cual se establecía que la perra no debía tener contacto con la civilización. Lo cierto es que la perra nunca permitió que un extraño la acariciara. Nunca ingresó a la casa. Movía la cola en situaciones excepcionales. Fue distante y agresiva con sus crías, a excepción de una, a la que llamaron Rosada por el color de su panza.

Rosada era una cachorra inquieta y cariñosa. Compensaba la frialdad de su madre y se la quedaron. Una tarde los hermanos jugaban Family Game y vieron que se acercaban los Testigos de Jehová. Repartían folletos, hablaban del Apocalipsis e intentaban ganar adeptos para sus filas. Sus padres no estaban en la casa y les habían dicho que no debían atenderlos. Llevaban vestidos largos las mujeres y las niñas, camisa y corbata los hombres y los niños. Como no había timbre, aplaudían. Los hermanos vieron la secuencia con los joysticks en las manos: los Testigos, persistentes, aplaudieron durante un cuarto de hora y al no recibir bienvenida, tomaron a Rosada, que acostumbraba comer pasto en la vereda, y se la llevaron.

Avergonzados por no haber impedido la captura de Rosada, los hermanos instalaron el enigma de su desaparición. Antes, entre lágrimas, le explicaron a la perra lo que había pasado. Le hablaron como si fuera un ser humano y la perra pareció entenderlos. La soltaron, con la tenebrosa hipótesis de un ataque mortal si la perra así lo quisiera, pero sólo aulló hasta la mañana siguiente. Esa noche ni su padre ni su madre les dirigieron la palabra. El silencio era la mejor forma de castigo. No estaban enojados porque se les hubiera perdido Rosada, sino porque sospechaban la mentira.

La perra enfermó poco después del robo consentido de su cría. Adelgazó, disminuyó sus ladridos, empezó a dormir más de la cuenta y a veces no comía. Los hermanos vinculaban el deterioro de su salud a la tristeza de saberse despojada de Rosada. Lloraban tirados en sus camas y se acusaban el uno al otro de cobardía, desidia y un acatamiento demasiado literal a las órdenes de sus padres.

Hubo un invierno en el que nevó y las temperaturas se hicieron intolerables. Una tarde, al volver del trabajo, el padre encontró a la perra tirada en la puerta de la casa. Respiraba pero no se podía mover. Lloró escondido, recostado sobre la cabina de las garrafas. Había tenido perros desde niño y podía interpretar en sus ojos la cercanía de la muerte. El veterinario dijo que no había nada que hacer y le dio una inyección para que no sufriera.

Por la noche la familia sacó las sillas del comedor al porche. La perra, tapada con una frazada vieja para que no tuviera frío, tenía la cabeza apoyada en uno de los dos escalones por los que se ingresaba a la casa, pero su postura todavía era desafiante. Enorgullecía y conmovía a la familia que la perra no demostrara afabilidad alguna, ni siquiera en su lecho de muerte. El hermano menor dijo que si la perra estuviera bien no aceptaría la manta. A continuación se dedicaron a repasar sus episodios más violentos. Murió entre gruñidos.

Martín Zariello
Martín Zariellohttps://ilcorvino.blogspot.com/
Nació el 30 de octubre de 1984. Publicó los libros Sobre el rock (2013, Puente Aéreo), La luna y la muralla china (2013, La Bola Editora), En realidad quería hablar de otra cosa (2014, Puente Aéreo), Cuatro (2015, Leer es Futuro), No bombardeen Barrio Norte (2016, La edad de oro/ Perro Andaluz), 1988. El fin de la ilusión (2018, Sudamericana) e Historia personal de River Plate (2019, Indielibros)

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