Técnicas para que los deseos de cumpleaños se cumplan

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Mía nació al año, mamá me hizo soplar y soplar y vino el Lele y vino Coqui.

Abrí la mano y dije tres. Y se rieron y volví a soplar. Los tíos y los primos y todos juntos hicimos barro y lo cocinamos y lo comimos.

En el auto ya no dormía de corrido y escuchaba. Con Mía no pasa nada, no importa que se lo festejemos dos días después, no sabe que es hoy.

Cumplí siete en la casa de la abuela y la abuela lloraba porque creía que no iba a llegar a verme en la primaria. Eso me decía, que estaba agradecida. Siempre me gritaban que pida los deseos cuando ya me estaba quedando sin aire de tanto soplar.

A los nueve me llevaron al colegio igual, era muy importante. Para ellos. Para mí fue divertido, con Andy y María bailamos y la seño nos pidió que no lo hiciéramos en el pasillo.

A los once me acordé perfectamente de pedir los deseos, casi un año entero pasé esperando y pedí un perro, un gato y un pez. A los dos días mamá me dijo que venía un hermanito.

Andy se fue a estudiar a otra ciudad y a mí me hubiese gustado ser ella.

Fiesta o viaje, fiesta o viaje. A los catorce les exigí que fiesta y viaje y que todavía me quedaba un deseo, que una vez en la puta vida me lo cumplieran. Papá miró al tío, Mamá me miró con ira, la abuela le tapó las orejas a Joaquín.

Mi primer cumpleaños fuera de casa fue delante de una pantalla. A las doce de la noche, allá eran las siete de la mañana. Joaquín no podía creer que yo pudiera soplar las velas desde tan lejos. La abuela lloraba, pensaba que no iba a estar cuando Joaquín fuese a la primaria.

Dos cumpleaños seguidos los pasé en el hospital. El primero acompañando a Leo, que se había pasado de pastillas. El segundo acompañando a Leo que se había pasado de pastillas.

El primer cumpleaños con título fue a los treinta y cuatro. Con eso pensaba dejar de ser hija de mis padres.

Pedí tres deseos y al otro día fui y me los compré: un test de embarazo, un bolso nuevo y una valijita de aluminio para poner todo mis pinceles y maquillaje.

Volví a casa definitivamente para los cuarenta. Hicimos una fiesta grande, no sabía qué festejar, Leo me había dejado, me habían confirmado que tenía trabajo en Córdoba y Joaquín me decía que iba a ser tía. Asepsia en los deseos, deseos comunitarios: paz, guita y amor.

A los cuarenta y cuatro decidí que mis hijos eran los de Hugo, que no hacían falta más. Ya no tenía motivos para volver a mi ciudad y estaba tratando de encontrarme a mí misma, otra vez.

Después dejé de contar un buen tiempo, hice una segunda carrera, ahora era osteópata y psicóloga. Y así repartía el tiempo. Me agregó Andy al Facebook y me deseó feliz cumpleaños. Me costó entender quién era.

Hugo se fue sin avisar y no quise festejar.

Pola, la hija de Joaquín, se vino a vivir con la tía Mía a Córdoba. Antes de soplar las velas, le pedí que me acomodara el sacro, que si no, me dolía.

En una charla ted dicen que nunca vamos a alcanzar la expectativa de vida, pero los huesos no están preparados, soy osteópata, sé por qué se los digo. Este año cumplo setenta y no sé si viajar a las Termas o qué.

Esteban Prado
Esteban Prado
(Mar del Plata, 1985): Escritor. En 2015 publicó Ana, la niña austral (Letra Sudaca) primera parte de una trilogía que continúa este año con Ema, la Partysana. En 2017 cerró diez años de lectura de Héctor Libertella, obteniendo el título de Dr. en Letras en la UNMdP. Ha escrito guiones para cine (Parabellum, 2015) y dirigido cortometrajes (Lara and the dead dolls, 2013). Desde 2013 lleva adelante la editorial Puente Aéreo. Acaba de terminar la novela juvenil: Mrs. Tplinok. Música del bosque.

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