En medio de la plaza de Cristiano Degollado había quedado una estaca con una calavera en la punta, clavada allí desde siempre, y que diera origen al nombre del pueblo. Había sido exquisitamente reproducida en el escudo de la delegación municipal; rodeada de laureles, aparecía la estaca sostenida por dos brazos, y la calavera con un gorro frigio encasquetado.
Sólo los amigos de La Mona Dormida sabían a quién había pertenecido aquella cabeza. Llegaron una noche cuando lo único existente en aquella parte del mundo era una miserable pulpería sin nombre. Allí se encontraron; venían huyendo, cada cual por su camino, prófugos de la razón. Compartieron unos vinos y hablaron de la perra vida, hasta la madrugada. Desensillaron, acomodaron los recados dentro del boliche, y se quedaron a dormir la mona. Al día siguiente, olvidaron hacia dónde iban y decidieron quedarse a vivir allí, convirtiéndose en los primeros pobladores.
El payador Luis Reales, desde un oscuro rincón de La Mona Dormida, aseguraba que el cristiano degollado fue un sargento de las huestes de Prudencio Rosas que había perdido la cabeza en un enfrentamiento con los hombres de Pedro Castelli, durante la Revolución de los Libres del Sur.
— La cabeza del sargento –evocaba el payador– corría por el campo de batalla maldiciendo a los salvajes, asquerosos, inmundos unitarios, y al grito de Viva la Santa Federación arengaba a la tropa haciendo rodar a los caballos adversarios prendida a las patas con los dientes, mientras el resto de su cuerpo blandía una espada.
— Yo creía que un hombre decapitado moría indefectiblemente –murmuró el Negro Porrúa.
— Ni la victoria sosegó la cabeza del guerrero –continuó el payador–. Dentro de un charco, con la boca ensangrentada, aún clamaba venganza. Su jefe la alzó de los pelos, galopó más allá del Salado y la dejó clavada sobre una estaca, vociferando maldiciones, hasta que un día se le cayó la mandíbula y dejó de protestar.
— Claro está –consideró el Tero Bazet–. Calavera no chilla.
— Seguro –ratificó el Cacho.
— Desde entonces, el sargento anduvo errante, buscando su cabeza –siguió el payador–. Se lo vio pasar por Trenque Lauquen, donde se entreveró fiero con un ombú que se interpuso en su camino.
— Desorientado, el hombre –consideró el Toto Naveyra–. De seguir así, nunca va a llegar a destino.
— No quieran saber su suerte si llega a toparse con un ombú pendenciero –advirtió el Tero.
— Quizás lo terminen de despedazar los jabalíes –opinó el Negro.
— Algún día vendrá el cristiano degollado a llevarse su cabeza y todo se irá a la miércoles –profetizó el payador.
— Amén –concluyó el Cacho.
Los días de miércoles (1986)
Juan Carlos “Cachi” García Reig