El bigote verdeamarello, la abuela ermitaña y la niña entrometida

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Cada día de la semana, luego de la escuela, la niña tiene que cruzar un largo camino. Hasta la mitad lo hace acompañada de su amigo Joaquín y luego, más o menos en el momento en que la estepa y el desierto amainan y empieza la hierba del oasis, sigue sola por un sendero bien delimitado que la lleva al caserío en que se encuentra su hogar.

En verano, cuando los días son realmente muy largos, ella aprovecha para desviarse, tomar caminos alternativos, jugar a perderse. Perderse: cosa que nunca sucede porque tiene un gran sentido de la orientación. Las pocas veces que la noche ha llegado, ella ha sabido encontrar el camino de regreso, campo y traviesa.

Esta tarde Joaquín ha faltado y la vuelta a casa ha sido aburrida y larga, salvo por un hecho particular: entre las primeras hierbas verdes ha encontrado un bigote, un bigote enorme y amarello.

¿Cómo sabe que es un bigote?, podrá preguntarse alguien, ¿cómo sabe que es un bigote y no el pelo de la espalda de un gigante albino, la pestaña de un dragón o algún otro cabello inesperado? Ahora mismo no importa y vale aclarar que son preguntas poco sabias, porque cualquiera que esté frente a un bigote como este sabrá que se trata de un bigote y no de otra cosa, aunque su enorme tamaño haga dudar un poco. Cuando les suceda a ustedes, ya sentirán la fuerza de tanta certeza.

Lo que no advirtió la niña, obnubilada un poco por la obviedad de que se trataba de un bigote, fue que en el interín entre haberlo visto y levantarlo, el pelo, duro y arqueado, más grueso en la base y más delgado en la punta, cambiaba de color: del amarello al verde, un verde pasto fortísimo y que probablemente fosforecería en la oscuridad.

Ante semejante hallazgo, esta tarde ya no quiso ir a ningún otro lugar más que a su casa, a preguntarle a su padre de qué se trataría. Con pata ligera y sin salirse ni por un momento del sendero, llegó a casa y se abalanzó sobre él cargada de preguntas. Ante la rebosante curiosidad y con los ojos bizcos tratando de enfocar el bigote que la niña blandía como una esgrimista contra su nariz, el padre no supo muy bien qué hacer, porque lo ignoraba casi todo de bigotes excepto por el hecho de que día por medio afeitaba los suyos. Nunca le ha gustado eso de tener pelos en la cara.

-No tengo la menor idea de dónde vendrá ese bigote, pero seguramente mi madre pueda responderte.

-¿La abuela?

-Sí, la abuela. Hoy la vi en su casa, todavía debe estar por allá.

Poco acostumbrada a que su padre le dijese de ir a lo de su abuela, la niña partió sin dudarlo. Dobló el bigote con un poco de resistencia, lo metió en el bolsillo de su camisa, dejó la mochila y salió. La abuela vivía a menos de dos cuadras y una casa se veía desde la otra. Por eso mismo, en cuanto la vio salir, la abuela cerró la puerta, últimamente estaba más hosca que nunca y no quería recibir visitas, ni siquiera la de su nieta. Eso, sin embargo, no le preocupaba a la niña entrometida.

Si bien no consiguió respuesta al tocarle la puerta, aprovechó las ramas de la enamorada del muro para trepar hasta el ventanuco de la cocina. Era pequeño y estaba atorado con la grasa de años. A duras penas se veía para adentro pero la niña empujó y empujó, con miedo de romper el vidrio pero con la fuerza necesaria para destrabarlo. De un momento a otro y sin aviso, la niña logró abrirlo y cayó. Todo el impulso que llevaba la hizo entrar de sopetón, golpeando contra la mesada y haciendo volar por los aires una cuchara llena de harina que la abuela preparaba para poner en lo que estaba cocinando. Mientras ella caía, la abuela tuvo tiempo de arrepentirse varias veces porque la niña estuvo realmente muy cerca de caer en la olla de agua caliente.

Un poco como castigo y otro poco como demostración de cariño, la abuela se abalanzó a abrazar a la niña, sabiendo que mucho no le gustaban los abrazos a su nieta. La abrazó en silencio, sin abrir la boca, porque lo que menos le gustaba a la niña era el aliento fabuloso a pingüino muerto que su abuela llevaba desde hacía años en sus fauces. La abuela tenía los ojos achinaditos y muchas arrugas en su cara, a veces la niña pensaba que podían ser cicatrices. Cuando se acercaba mucho, su abuela parecía un felino viejo y calvo al que sólo le quedaba una negra cabellera humana sostenida por un palillo de madera.

Ante la amenaza del abrazo, la reacia fue la niña y empezó a correr en círculos alrededor de la mesa hasta que su abuela se cansó y simplemente movió una silla y se sentó:

-Si no viniste a recibir mis abrazos, supongo que algo querrás decirme, por algo te habrás entrometido.

-Claro, abuela, quería preguntarte algo. En realidad se lo pregunté a tu hijo y él fue quien dijo que podías ser vos la que me indicara el camino a la respuesta.

-Qué raro, mi hijo mandándote a esta casa. Supongo que debe ser una señal.

-Yo también lo pensé, por eso quise entrar aunque pusieras quince trabas a tu puerta.

-Ya sabés cómo son las cosas…

Mientras su abuela se quedaba en silencio, esperando un gesto de su nieta, una confesión, algo que le diera la pauta de que su hijo ya le había contado todo, la niña sacaba del bolsillo el bigote, que hacía fuerza por escaparse del puño, donde lo sostenía plegado.

-Abuela, ¿se te ocurre qué es lo que tengo entre las manos?

-Nieta mía, lo estás poniendo difícil.

El puño de la niña estaba casi completamente cerrado pero el bigote se resistía y ella necesitaba la ayuda de la otra mano para mantenerlo escondido. De entre los dedos salía una extraña luz verdosa que su abuela creyó reconocer pero aventuró opciones a todas luces disparatadas, para no arruinar la visita y hacerla durar todo lo posible.

-Se me ocurren dos cosas y sin embargo estoy segura de que estoy equivocada.

-Bueno, a ver…

La abuela se acercó a mirar y la niña se alejó, con cara de asco y sabiendo lo que se le venía. Aunque recordaba con nostalgia las largas siestas abrazada a su abuela, hacía tiempo que el aliento a pingüino se le había vuelto muy molesto y le resultaba imprescindible mantener distancia de sus fauces. Por ese motivo, alejó su cuerpo todo lo posible sin dejar de estirar los brazos para que su abuela pudiera ver e inspeccionar sus manos.

-Lo primero que se me ocurre, nieta mía, es que tenés una pluma de Papagayo, pero no ha habido papagayos al sur del Río Negro desde que los últimos dinosaurios dejaron sus huellas por acá. Así que descartada la primera opción, no es una pluma lo que tenés entre las manos.

-Abuela, hacés bien en descartar esta idea.

-Lo otro que se me ocurre -dijo la abuela entrecerrando sus ya pequeños ojos- es que tenés un hermoso y reluciente moco sacado de las fosas nasales de alguna bestia peluda pero me suena un poco extraño, sobre todo viniendo de mi delicada nieta.

La niña miró a su abuela y movió la cabeza de un lado a otro, atenuando la negativa con una sonrisa. Su abuela también acompañó el gesto moviendo la cabeza de un lado al otro, sin dejar de mirar las diminutas y hermosas manos de su nieta.

Entonces, la niña dejó que sus manos cedieran a la fuerza que hacía el bigote por recuperar su forma, terminó abriéndolas y exhibiendo su contenido.

-Abuela, te has equivocado de cabo a rabo. Tengo un hermoso pelo verde y me gustaría averiguar de qué animal es.

-Bueno, creo que son buenas noticias, me hubiese preocupado si era una pluma y tal vez más si era un moco. Tantas reglas y tanta distancia entre nosotras para evitar esos modales hubieran sido inútiles.

-Abuela, de qué distancia estás hablando.

-De la que he puesto entre nosotras.

Ahora fue la niña la que se quedó en silencio, con la ofrenda sobre la palma de sus manos.

-No tengo la menor idea de dónde pueda provenir esta pestaña pero tiene que ser de una animal grande.

-Para mí es de un bigote.

-Mmm, puede ser. Veremos. Tengo un libro que podría orientarnos.

Tomó la mano de su nieta y ella, sorprendida, rápidamente pasó el pelo de una a la otra y se dejó llevar, tironeada por la áspera y tibia mano de su abuela. Salieron de la cocina y pasaron por una cortina de coloridos hules hacia la sala de descanso, donde su abuela leía y casi siempre dormía, acostada en la alfombra, porque no le gustaba su cuarto.

Abuela y nieta se pararon frente a la biblioteca. No hacía falta ser carpintera para saber que los estantes estaban enclenques e inestables. Ya con prisa, la abuela soltó a su nieta y empezó a tirar libros al piso, uno encima del otro. Hizo una pila de unos diez. La niña la miraba entretenida y admirada por la rapidez y precisión con que su abuela construía la segunda pila, ahora de veinte y luego otra más alta.

-Je, ojalá nos viera tu abuelo, que siempre preguntaba para qué me servirían tantos libros.

Entonces, puso un pie sobre la primera pila, otro sobre la siguiente y así. Terminó con un pie en la torre más alta y con el otro en un hueco entre los libros, sobre un estante. La niña dio un paso atrás ante la evidente inestabilidad de semejante escalera.

La abuela quería llegar al techo de la biblioteca donde había libros apilados de manera más desordenada aún, pero no llegaba. Siguió intentando, hasta que decidió sacarse el palillo del pelo. Una mata de chuzas mal cortadas rozó sus hombros.

En un movimiento arriesgado, al parecer de su nieta, la abuela dio un salto, con una mano se sostuvo del último estante y con la otra dio una estocada a una pila de libros. La pila perdió equilibrio y dejó caer cuatro o cinco libros. El más grande cayó abierto, con una lámina desplegada y un simpático dragón con el mentón apoyado sobre sus patas delanteras, plácidamente dormido.

-Abuela, ¿será el bigote de un dragón?

Con ambos pies en el escalón más alto y justo que la torre perdía el equilibrio, la abuela dio un salto ágil y sigiloso y cayó parada. La nieta abrió los ojos de par en par y se mordió el labio de abajo mientras asentía con la cabeza y sonreía.

-Mirá -dijo la abuela, quitando importancia a su acrobacia- eso de que los dragones tienen bigotes y cejas y no sé cuántas cosas en la cara es mentira. Por dos cosas, la primera de todas porque estoy segura de que a poco de nacer estos animales deben tener su primer estornudo y por tratarse de dragones el estornudo vendrá con una inesperada llamarada que los tiene que dejar calvos por completo.

-¿De en serio, abuela?

-Sí, de en serio. Además, el otro motivo es que las dos sabemos que el bigote que tenés en la mano existe, tanto como vos y yo y, en cambio, los dragones no existen.

-¿No?

-Bueno, en un punto sí, existen tanto como Papá Noel, los reyes magos y la mar en coche.

-Ah, bueno, me quedo más tranquila, pensé que me ibas a decir que no.

Al dar vuelta la página, la niña encontró otra lámina doble con una gran ballena austral.

-¿Será?

-No, para nada, si las ballenas tuvieran bigotes, cosa que no puedo asegurar, tendrían que ser del tamaño de mi brazo.

Al pasar la página, un gran puma amarillo parado sobre un acantilado miraba hacia una colonia de pingüínos que se extendía a orillas del mar. Los bigotes de este puma eran enormes y amarellos, de color yema de huevo fosforescente.

-Abuela, los bigotes de estos pumas son iguales al que tenemos, pero amarellos.

-Coincido. Son exactos.

-¿Pero habrá en nuestra estepa algún puma verde?

-Tendremos que salir a buscarlos y preguntar si entre ellos alguna vez hubo un puma verde.

La abuela salió disparada. La niña se sorprendió y recién la alcanzó cuando abría la puerta de salida. Al sentir que ya vendría el frío de la noche, la abuela revolvió un poco en su guardarropas y sacó dos ponchos, uno para ella, y uno para su nieta, que rápidamente colocó y acomodó para que no arrastrara por el piso.

Salieron. Como un reflejo, ambas miraron hacia la casa de la niña y allí estaba el padre de la niña y el hijo de la abuela, expectante, mirando por la ventana. Juntas levantaron la mano y él hizo lo mismo. En ese momento, el corazón de la abuela sintió un alivio de años, por primera vez en mucho tiempo sentía que su hijo estaba contento de que ellas compartieran el tiempo, aun cuando era obvio para los dos a dónde se dirigían.

Caminaron a paso ligero, enfilaron hacia la árida estepa patagónica y rápidamente dejaron de pisar suave hierba verde para internarse en el desierto. Siguieron un largo rato, con buena marcha emprendieron un camino ascendente hasta una planicie elevada.

Al llegar, la abuela respiró hondo y comenzó a hacer unos extraños sonidos desde lo profundo de sus fauces. La nieta empezó a sentirse rara: la curiosidad se agotaba, el frío de la noche se anunciaba en la brisa y su abuela estaba más simpática que nunca, excepto por el hecho de que había empezado a ser esos raros lloriqueos. Enseguida se escucharon las respuestas. A la distancia se adivinaron dos siluetas felinas y la niña sólo atinó a agarrar el ruedo del poncho de su abuela. La niña apretó fuerte cuando vio aparecer a un joven puma, ya apenas se podía ver a través de la oscuridad de la primera noche.

-Abuela, tengo miedo.

-No tengas miedo y tú, joven intrépido, ¿podrías llamar a tu abuela antes de esta niña se resfríe?

El puma retrocedió un poco hasta que una puma más grande apareció a su lado. Hubo un largo silencio, era una puma vieja, se le notaba en el desteñido amarillo en torno a su hocico.

-Te extrañé, hermana -dijo la puma vieja a la abuela–, han pasado años.

La niña aflojó la mano, pero su corazón no dejaba de dar saltos.

-Al fin he vuelto, hermana Diuc, pero sólo de visita, he traído a mi nieta, quiere preguntarte algo.

Con poca confianza, la niña comenzó a acercarse.

-Quería preguntar…

-Es muy parecida a vos, Truic, pero ¿cuál es su nombre?

-Mi nombre es Amancai. Es la primera vez que dicen que somos parecidas.

-Tal vez sea porque no andan mucho juntas.

-Puede ser -dijeron abuela y nieta al mismo tiempo.

Entonces, la niña mostró su tesoro.

-Duic, quería saber si este bigote es de alguno de ustedes, si alguno de ustedes ha sido verde.

-Voy a responderte de manera que la verdad te parecerá mentira. Te diré que ese bigote sí es nuestro y también que nunca hubo un puma verde entre nosotros.

La niña quedó sorprendida y a la espera de alguna pista más.

-No le lleves el apunte -dijo la abuela al oído de la niña-, desde joven le han gustado estos juegos pero nunca tuvo paciencia.

-Para salir de esta trampa…

La niña miró a su abuela y ella le guiñó un ojo.

-Para salir de esta trampa, decía, tendrás que dejar el bigote en la hierba, tal como lo encontraste y hacer unas caricias a mi nieto, que lo ha estado esperando desde hace años. Le he contado mil veces sobre las caricias que me hacía tu abuela en el lomo.

El pumita empezó a asomar cada vez con más entusiasmo de entre las patas traseras de su abuela. Al acercarse lo suficiente, la niña dejó el bigote en el piso y le hizo unas caricias con timidez.

-Sin miedo, Amancai, que nuestro cuero es grueso.

Entonces la niña empezó a hacerlo con fuerza y el pelo del puma tomó un color tornasolado y reluciente que, a pesar de la noche, podía verse cómo pasaba del amarillo al verde.

La niña empezó a entenderlo todo, hasta que se detuvo de golpe y miró el bigote que había dejado en la hierba: ya estaba amarello. Volvió a agarrarlo y en pocos segundos se tornó verde nuevamente.

El pumita se acostó y apoyó su cabeza sobre las patas delanteras, como el dragón de la lámina, y la niña vio el hueco que había dejado el bigote perdido. Entonces, se lo colocó y al soltarlo se quedó mirando cómo volvía al amarello fosforescente que resaltaba un poco del amarillo del puma. Ahora entendía el acertijo pero cuando quiso decírselo, Diuk, la puma vieja, ya se había ido y su nieto la seguía a todo velocidad.

De regreso a casa, la abuela y la niña recorrieron toda la distancia de la estepa fría en silencio y con las manos tomadas. Recién al entrar en la hierba del oasis se soltaron.

-Ahora, ya sabés mi secreto -dijo la abuela-, ya podré dejar la puerta abierta y entrarás cuando quieras a mi casa.

-Ahora, abuela, que ya sé tu secreto, quiero pedirte una cosa, de nieta a abuela.

-¿Qué cosa?

-Que dejés de cazar pingüinos.

-Eso ya no es posible, nunca dejaré de hacerlo. Pero puedo prometerte algo.

-¿Qué cosa?

-Que me voy a lavar los dientes cada vez que vengas.

-¿Trato?

-Trato.

Esteban Prado
Esteban Prado
(Mar del Plata, 1985): Escritor. En 2015 publicó Ana, la niña austral (Letra Sudaca) primera parte de una trilogía que continúa este año con Ema, la Partysana. En 2017 cerró diez años de lectura de Héctor Libertella, obteniendo el título de Dr. en Letras en la UNMdP. Ha escrito guiones para cine (Parabellum, 2015) y dirigido cortometrajes (Lara and the dead dolls, 2013). Desde 2013 lleva adelante la editorial Puente Aéreo. Acaba de terminar la novela juvenil: Mrs. Tplinok. Música del bosque.

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