Sentada al borde de la silla, Jose se dirige al público y dice las palabras que no le dijeron que diga. Del otro lado de la mesa hay un hombre aterrorizado que no puede soltarse de las miradas del público al que mira Jose y él da la espalda. Sus ojos, los de Jose, caen una y otra vez en el mismo punto pero su cabeza va hacia otro lugar. El hombre tiene un cigarro en la mano, lo mueve sin descanso y no se va a animar a prenderlo. En el público hay una sola persona. Entre los extras, se consigna a otra: solo tipea en una máquina de escribir.
Mi nombre es Francisco dijo el hombre antes de sentarse, estirándole la mano. Jose le respondió con la mano cargada del frío. Jose dijo: el mío es Jose. Al sentarse, el hombre adelantó la última sonrisa de la obra. Pasó un rato, Jose sostuvo la mirada en el público todo el tiempo. Todo lo que dice es un gran aparte, su actitud no es arrogante, es sumisa pero ignora a su interlocutor. En toda la noche no va a decir una sola mentira. “El asesino en mí es el asesino en vos”, “las partes ya no se pueden juntar”, esos son sus latiguillos. El hombre piensa en el público y se muerde la lengua, ha olvidado la letra. Quiere que lo mire a los ojos pero Jose coopera sólo en lo que puede. Le han dicho que si se larga a hablar que no presione, que después se calla y no hay con que sacarle una palabra. El público se cansa de esperar a que pase algo y se va. El secretario que tipea, por lo visto, no se cansa. Esa máquina es peor que una filmadora en medio de la frente. A cada sonido le corresponde un clac que lo registra. Al fin y al cabo son percutores, dice Jose, si no oiga. Se escuchaba el eco de las percusiones sobre el papel. Jose entiende el efecto de la máquina, la función que tiene. Por eso empieza a traicionarla, a modular raro, a cambiar los timbres de su voz, sin estridencia.
El público vuelve, tal vez sólo fue al baño. Para Jose no hay una habitación, el mundo se reduce a una mesa de metal, dos sillas y dos personas: ella y el otro. Mirar más allá de la luz es mirar unas sombras en el horizonte, es llevar los ojos a la tranquilidad de la penumbra, por eso mira al público. Ni siquiera Francisco existe, para Jose sólo es una voz que hace preguntas a las que ella responde con total veracidad, una voz que emana de una forma humanoide que puede ver por el rabillo del ojo izquierdo. La actuación no tiene lugar en este momento, mucho menos en esta sala. No hay cuarta pared, de hecho no hay ninguna o no se ven. Jose repite ahora en una lengua muerta: the killer in me is the killer in you. La sumisión le hace trampas al sometimiento. El hombre le apunta directo a los ojos, no puede dejar de hacerlo, así está escrito. Jose mira al público sin verlo y sólo presta atención al que está del otro lado de la mesa. Más allá del círculo del foco, hay plena oscuridad, no se ven caras. Se escucha el golpe del tipo contra el papel.
Todo preso es político, dice Jose y se arma una cara de comprensión, de saber que algo nuevo acaba de descubrir, que algo nuevo sabe desde el momento en que lo dijo. El hombre no mira al público pero sabe que está ahí. ¿Así que la habías comprado el día anterior? Jose, usted la compró, no yo, ¿para qué la usó? Para separar las partes, tarde me di cuenta de que era un modelo para armar, nunca para desarmar. Francisco hace silencio. La máquina sigue sonando. El público abuchea. Las luces se van prendiendo en una y otra parte del teatro. Se ven las butacas vacías. En ese instante el silencio es total, the killer in me, is the killer in you. Después ella se levanta y se toma de la mano del hombre, se paran delante de la mesa y se despiden. Al momento de agachar la cabeza, todavía se ven los ojos de Jose clavados en el mismo lugar y sus labios se mueven, repitiendo algo que no se deja escuchar y que la máquina ya no registra.