Siguen llegando de a pares. Son amigos. Amigos de vivencias colonizadas de ruido, música y ciertos excesos ocultos. Son nueve matrimonios. Gente adulta. Profesionales que, cada tanto, se permiten un desbande. Un derrape. Un gramo de desinhibición. Nada complicado. Nada serio ni preocupante. Empieza a reinar la alarma recién cuando una de las mujeres llega sola al encuentro. Se cruzan miradas furtivas, se disparan algunos codazos pero nadie pregunta nada. Comienzan, ahora que están todos, a sentarse cada uno de su lado de la mesa que es alargada y rectangular.
El aire esta noche sofoca, aunque el verano está agonizando la brisa nocturna hace de bálsamo para el agobio caluroso y húmedo de los días pasados. Ahora que terminaron de llegar los convocados el salón se puebla de risas y abrazos de reencuentro. La luna, la media luna espía, atestigua desde lo alto mientras viste de plateado a las filosas nubes que la rodean. La luna presencia otra vez, aún en la distancia, el encuentro riguroso en el que este grupo selecto, de los primeros pobladores del barrio privado, se junta a cenar, como cada inicio de mes, desde hace casi una década.
Este sábado se festejan, además, los cincuenta años del mayor del grupo que es el único que va por su segundo matrimonio. Su nueva mujer tiene treinta y dos, es la más joven entre todas las presentes. Bendita tú eres. Posee todavía el tesoro que ninguno se resigna a perder. Todos los comensales, exceptuando ella, tienen, como denominador común, la imperiosa necesidad de verse y sentirse jóvenes. De no permitirse el cansancio. Saben que van a tomar y brindar y reír hasta que los primeros rayos de sol despierten en el horizonte y se cuelen en el quincho entreverándose con el humo de los cigarrillos que nunca se van a apagar. Compiten, de manera tácita y sutil, por ver quien aguanta más despabilado. Quien cuenta más experiencias. En un mes se pueden correr muchos kilómetros o bajar al menos un par de kilos.
Empezaron hace rato los brindis La luz que entra por el cielo raso vidriado es blanca y brillante. En una punta de la mesa se sientan los hombres que hoy, y por primera vez en diez años, son número par. De ese lado de la mesa abundan las risas graves, la conversación es como un ping pong de temas variados que se tratan con liviandad. Parecen ser todos sordos, porque se pisan al hablar, porque se ríen sin saber de qué. Como por inercia. Como por el efecto del alcohol que llena copas y vacía botellas a un ritmo escalofriante, simulando la velocidad en que la pelotita blanca, liviana y saltarina, pasa de un lado al otro de la mesa verde imaginaria, planteando un tema tras otro sin parar: política, mujeres, futbol, sexo, autos, tránsito, series de netflix, viajes. La cuestión es hablar, decir, pronunciar. Quitarle espacio y lugar al silencio que si lograra permanecer cortaría el aire. Hay que reír. Reír mucho, reír fuerte. A carcajada pura y dura.
Del otro lado de la mesa se agrupan ellas que están todas, que son impares y están las nueve. Nadie pregunta, a la única que asistió sola, porque no vino con su marido. Todos saben, aunque no lo digan, que acaban de iniciar el divorcio. El barrio es grande pero los chismes corren rápido dentro del infierno. Se respira, de este lado del salón una mezcla de perfumes exóticos e intensos. Ellas están maquilladas, bien vestidas y sonrientes. Hay como un aire de complicidad porque, además están más distendidas que hace unos años. Ellas, todas ellas saben lo que nadie dice. Todas saben que ella lo echó de su casa por haberla engañado con la hija mayor del cumpleañero. A la chica, por cierto, los padres la mandaron, ni bien se desató el escándalo, a estudiar a Londres. Poco duró el idilio.
Ellas tienen ahora más tiempo para ocuparse de sí mismas, para contarse los tratamientos anti arrugas que descubrieron, los beneficios de la dieta proteica, las rebajas en los shoppings céntricos según el banco en que se acaudale su dinero. Más de una vez tuvieron que interrumpir sus diálogos para evitar accidentes, para hacer de juez en riñas infantiles. Una noche uno de los pequeños se cayó a la pileta. Por suerte una de ellas lo vio sin que nada grave llegara a suceder. El encuentro siguió, luego del fugaz incidente, su ritmo habitual. Ya los hijos cumplieron casi todos la mayoría de edad y salen por su cuenta. La luna, ahora que están terminando de cenar, comienza su acercamiento al horizonte. Palidece su brillo, su luz envejece. Los pequeños que hoy no están, algunas veces la observaban y conjeturaban sobre su forma, su tamaño y color. Los padres, por supuesto, no los escuchaban, estaban muy ocupados y entretenidos en sus ruidosas charlas adultas.
El humo del cigarrillo se cuela sin pausa, desde que empezaron a llegar, por la hendija de la puerta ventana que lleva al deck del salón de usos múltiples del Country. La vista es preciosa pero nadie la observa. Se impone, de manera brusca e inesperada, un silencio generalizado en el que todos pueden oír al cumpleañero diciendo sentirse mal y salir corriendo al baño. Su nueva esposa se excusa y se acerca a socorrerlo. Salen del toilette, a los pocos minutos, ambos renovados. Otra vez nadie pregunta. La reunión sigue su curso. Todos vuelven a sus charlas. Las mujeres comienzan a levantar la mesa. Traen ahora botellas de champagne y distribuyen las copas. La tarta de chocolate con salsa roja hace de torta de cumpleaños. Es tal la euforia del agasajado que apaga las cincuenta velas de un solo soplido.
Ya a estas horas y apenas por encima del horizonte la luna, la media luna anaranjada pende de un hilo cada minuto más destensado hasta que se hunde entre los árboles que, como sombras recortadas enfiladas y equidistantes, rascan el cielo estrellado. La luna, la media luna desaparece pero nadie lo nota. El aire que se respira en el salón está viciado. Las mujeres sirven la tarta. La mayoría de las porciones queda intacta en sus platitos de porcelana.
Cuando el sol comienza a aparecer y el día termina de madrugar tras las nubes, mareados, acalorados, enredados los diálogos y los pasos, se va cada matrimonio a su casa. En la mesa quedan las copas y en el mantel relucen las jóvenes manchas de vino tinto y salsa de frutos rojos. Una colección de botellas vacías se esconde en el bajo mesada. Hay, por supuesto, servicio de limpieza.
No pasan ni un par de horas de resaca y ronquidos ácidos cuando suena el teléfono en casa del cumpleañero. Él no lo escucha pero ella atiende. Es la novia del hijo de él quien llora desconsolada del otro lado de la línea telefónica. Se le entrecortan las palabras en la garganta. Hace largos silencios, solloza y les pide que por favor vayan, que tienen que ir a acompañarla, que no sabe adónde lo trasladaron. Que su novio se desmayó en el medio de una fiesta electrónica y se lo tuvieron que llevar en ambulancia pero que no sabe a qué hospital…
Cuando la joven esposa logra despertar a su marido él se va, con el aliento etílico y sin siquiera tomar un café hablando por teléfono con su abogado. Le prohíbe, antes de dar el portazo, contar lo sucedido al íntimo grupo de amigos del Country. Ella, como lo hizo la luna en el horizonte hace poco más de dos horas, harto consciente de su posición y el rol limitado que ocupa en su nueva familia se hunde ahora, angustiada y sola en su cama king size de perfumadas sábanas blancas y se duerme.
Luciana Balanesi