El barco de excursión al cementerio indígena en el confín del Ñacurutú, había amarrado al muelle de maderas crujientes. Descendimos y caminamos por los senderos de tacuaras. El follaje tupido impedía el paso de la luz.
De pronto, apareció un árbol muy viejo, su tronco parecía tallado con la cara de un indio. Me volví hacia los demás viajeros y descubrí que estaba sola. La hilera de tacuaras había desaparecido y el suelo era un páramo de tierra caliza y cruces vencidas. Miré hacia el árbol, estábamos él y yo.
Sus ramas cubiertas de hojas me atraparon y sentí a mi cuerpo entibiarse en ese abrazo. El tronco con cara de indio y voz ronca me dijo: “Soy el jefe de tu pueblo, soy el padre y tú debes aprender a navegar en ríos peligrosos”.
Una de sus ramas me condujo hasta la orilla del río dónde una piragua esperaba amarrada. El árbol se transformó en un indio viejo y se sentó en el medio del bote de un único remo.
Escuché el tono firme de la orden. ¡Mírame!
El río comenzó a encresparse, mis caderas se bamboleaban rozando los bordes de la piragua que me cobijaba. En las aguas del color de la tierra, él imprimía fuerza en cada remada. El sol calentaba mi piel y yo abría grandes mis ojos para mirarlo. Sin asustarse del río tumultuoso, él seguía remando. Cada tanto, miraba al cielo y a lontananza sin dejar de observar al remo. Navegaba cerca de la orilla para evitar la turbulencia. Me sonreía con ternura y guardaba un gesto adusto al otear el horizonte para aventurarse al cruce.
Resuelto, dio un golpe fuerte al remo y comenzó a cruzar el río en medio de las olas que nos sacudían. Sus pies eran garfios clavados en el fondo de la piragua y sus piernas parecían cuerdas tensadas.
Yo no sentía miedo, el viejo indio me transmitía la seguridad de la raza.
Al atardecer llegamos al puerto. Salté a tierra y cuando me di vuelta para saludar al jefe, encontré la canoa de un solo remo vacía.
Yo había bajado.