Juan restriega sus manos delante de la chimenea. Los leños crepitantes del quebracho encendido salpican la alfombra. El hombre apaga con la suela de sus botas las pequeñas brasas. Sonríe al percibir su piel tan humeante como la madera.
Él espera, desde que anocheció la está esperando. Espía cada tanto la ventana para descubrir un indicio de su presencia.
Los abetos se iluminaran con su llegada. Ella se regodeara con la voluptuosidad de esa materia única que la identifica. Provocará a la luna para brillar y lucirse ante la mirada de él.
Al pensarla, un frío le recorre el cuerpo.
Ahora se refriega los brazos y le parece percibirla sobre su piel tibia. La siente suave, acariciadora y excitante en su blancura morbosa. La imagina adherirse a su cuerpo que la recibirá ávido, expectante, entregado a su misterio.
Ella lo rodeará insinuante y él la querrá atrapar entre sus manos. Sus dedos no lograran apresarla, ella se escurrirá y él agitado deseará tomarla. Pero ella, esquiva y silenciosa lo seguirá cubriendo hasta atraparlo y hundirlo en esa suavidad sin equivalentes.
Juan desea poseerla, a pesar de saber que ella pueda atraparlo en un abrazo de muerte.
Antes de perderse en un agónico grito, su lengua todavía cálida le absorberá el jugo gélido que emanará de ella
Recién entonces, sus músculos quedaran paralizados en el espanto.
Una ráfaga de viento hace chasquear la ventana, Él escudriña la noche y la descubre en medio de la negrura.
Juan se retira de esa visión fascinadora, se acerca aún más a los leños y desparramado entre almohadones le hace un gesto obsceno y luego ríe a carcajadas.