1
Fue Sofía quien halló la foto al revisar los bolsillos del tapado de Manón. Era una instantánea Kodak color. Manón, su prima, había fallecido semanas antes y en su lecho de terapia intensiva le había dicho que podía disponer del bargueño, el juego de copas de cristal, su ropa, sus libros y sus pocas joyas, una vez que haya partido. Fue muy doloroso entrar a su departamento. El olor a encierro era tan espeso como cargado de muerte.
La foto había sido obtenida con una Kodak en noviembre de 1975, según se leía en un costado con pequeñas letras verdes y en la imagen, un hombre delgado, alto y joven, tomaba del hombro a una Manón adolescente. El muchacho vestía unos jeans de botamangas anchas, y sonreía entre sus largas patillas y detrás de sus bigotazos a lo charro. Resetenta, el pibe, dije y nos reímos. Sofía quedó mirando la foto en silencio y comentó que no tenía idea de quien se trataba. ¿Un novio? No lo tenía registrado.
Los colores originales se veían desteñidos, degradación propia de la calidad de las fotos de la época que, con el paso del tiempo, se acentuaba. En el dorso, una letra masculina había anotado: “Para siempre”.
Sofía miraba y miraba la foto buscando hallar alguna pista y solo pudo identificar el patio en el que se encontraba la pareja: era el patio de su propia casa.
– Cuando Manón tenía esa edad, yo andaría por los cinco años, quizá por eso no recuerdo a ese muchacho – dijo Sofía.
Se encogió de hombros, me miró con un gesto de incredulidad y guardó la foto en la cartera. La mudanza se extendió por más de cuatro horas. Si fue lenta se debió a que Manón se detenía en apreciar jarrones, las tacitas de porcelana, esas cosas.
Con Sofía compartíamos un estudio de arquitectura y éramos amigas desde Diseño 2 o sea, un buen rato. Solíamos salir con nuestros novios aunque nos dábamos el tiempo para encontrarnos a solas en una confitería para chusmear a gusto. Y en el otoño siguiente a la mudanza, sería abril, recibí el llamado de Sofía. Se la escuchaba asustada. Nos citamos en el Francesca Café del shopping.
Era la tarde de un miércoles frío, el shopping estaba atestado de mujeres y olía a perfumes caros. Conseguimos de casualidad una mesita. Sofía era muy cuidadosa de su aspecto: no salía sin maquillarse y vestirse con extrema elegancia; pero esa tarde llegó con la cara lavada, jeans y su vieja y amada camisa leñadora que había comprado en Denver. Me extrañó, pero al rato mi extrañeza se había evaporado. Fue cuando me mostró la foto.
Me impresionó observar cómo había avanzado la decadencia de los colores pero mi corazón pegó un timbalazo cuando reparé en el muchacho. ¿Cómo es posible que una persona envejezca en una foto? Un miedo voraz me recorrió el estómago. El flaco se veía canoso, más delgado y con una calvicie que le había ensanchado la frente. Se le habían endurecido los rasgos y el bigote había desaparecido. Manón, mientras tanto, persistía aniñada y feliz, tal como la había congelado la foto en su momento.
Las manos de Sofía temblaban y sus facciones tan delicadas parecían talladas en cera. Tomé mi té consolándola, ¿de qué?, ya no recuerdo, pero más allá de mi zozobra solo quería serenar a mi amiga. Era absolutamente increíble. Daba mucho miedo, eso sí. Esa suspensión de la lógica aterraba, todo parecía salido de una novela de Stephen King. Cuando la guardó en la cartera, la tensión se fue diluyendo y hasta logramos reírnos un rato. Nos prometimos no sacarnos en el futuro una foto más. Le aconsejé que rompiera la instantánea y que la abandonara en un tacho de basura cualquiera. Nos despedimos disimulando nuestros temores.
Los seis meses siguientes fueron de bonanza, dos proyectos grandes nos obligaron a tomar asistentes y a trabajar hasta altas horas de la noche. Estábamos dichosas. El estudio devino en casa alternativa y yo debí suspender mi boda con Javier. Cambié el auto y Sofía se mudó de Corrientes a un coqueto departamento en las afueras de Resistencia, a media cuadra del parque de la Democracia. Había empezado a convivir con Peter y necesitaban más espacio.
Una mañana calurosa de diciembre, fuimos hasta Barranqueras para inspeccionar un chalet y dos locales que acababan de terminarse. Faltaba la última limpieza y los interiores –repletos de tachos de pintura, brochas, baldes, trapos mugrientos, botellas vacías y cuanta suciedad se pueda uno imaginar- semejaban una enorme instalación de esas que se pueden ver en la Bienal de San Pablo.
Sofía se veía distendida y muy guapa detrás de sus anteojos blancos tipo Ava Gardner. Desde que se deshizo de la misteriosa y mutante foto Kodak, ninguna de las dos volvimos a mencionarla. Nos había llevado su novio Peter en su 4×4 pero debió seguir viaje porque lo esperaba un cliente.
De modo que iniciamos nuestro chequeo, tablet en mano. Sofía se dirigió hacia la zona de los dormitorios y yo encaré hacia la cocina y las dependencias de servicio. Era un chalet de doscientos veinte metros cuadrados, simple y blanco, de grandes ventanales, muy racionalista. Ingresé a la cocina y el vendaval de luz que la bañaba me encegueció. Fue entonces cuando escuché el alarido de Sofía.
Corrí por el largo pasillo y la encontré de rodillas, temblando como una hoja en el viento, llorando aterrorizada y alcanzándome lo que parecía un pequeño rectángulo de cartón.
Juro que casi me derrumbé: unida con cinta scotch, magullada, allí estaba –como una pesadilla- la maldita foto Kodak. Había regresado.
2
Sofía se hallaba bajo una fuerte crisis nerviosa. Le serví un vaso de agua mientras le acariciaba el pelo. Se fue tranquilizando. Tomé nuevamente la foto y la observé: el muchacho había vuelto a envejecer; encorvado, parecía de menor altura que la inalterable Manón. Su mirada había perdido intensidad, algo que en ese momento se lo atribuí a la ya importante pérdida de nitidez no ya solo de los colores originarios sino también de la imagen.
No sabía qué pensar ni qué decir, aquello empezaba a adquirir el tamaño de un indescriptible horror. Jamás había sentido tanto miedo oscuro como en esa mañana en el chalet de Barranqueras. Pensé en realizar una denuncia policial pero no tenía sentido. Después de todo era una foto común y corriente, descolorida, en la que posan un anciano y una jovencita. Le dije a Sofía que la tiraría por el inodoro y ella asintió en tanto se quitaba las lágrimas de la cara. Salí del cuarto y me pregunté cómo diablos había reaparecido esa foto en una construcción vacía y entre los tachos de pintura. Cosa e’mandinga.
Entré al baño y cuando la iba a soltar para que caiga al agua, me arrepentí y me la guardé en uno de los bolsillos de mi pantalón.
Esa noche, Sofía durmió bajo los efectos de un Valium que le suministró su tío, el doctor Lerma. Pasaron los días y, nuevamente los meses, y Sofía se repuso una vez más. Después del incidente de Barranqueras, guardé la foto en una caja y la oculté en lo más alto del placard. Había días en que, como una adicta, necesitaba espiar la foto, deseaba enterarme cómo evolucionaba el hombre, qué tanto había envejecido o si aún se mantenía allí, posando con la pequeña Manón. Evité hacerlo tantas veces como pude. El miedo a desatar furias malignas o lo que fuera, me paralizaba.
No obstante, Sofía había cambiado, su carácter era otro, más irritable, tal vez más sombrío. Las jornadas de trabajo transcurrían cargadas de silencios espesos sólo interrumpidos por los estallidos de rabia que solía tener ante cualquier inconveniente. Mi tolerancia nacía de la antigua amistad que nos unía pero, hay que decirlo, el trabajo empezó a empantanarse por los caprichos histéricos de mi socia.
Todo empeoró con el tiempo. La gran discusión de fines de febrero hizo estallar la sociedad y una amistad añeja. Sofía dio por terminada su participación en el estudio y a los gritos, retirándose, me dijo que jamás la volvería a ver. Fue muy difícil salir de esta crisis. Yo quería mucho a Sofía y si no hubiera sido por Javier, me hubiera derrumbado. Lloré mucho, eso sí.
Meses después, se me ocurrió echarle una mirada a la foto. La retiré de su escondite y si bien ya estaba acostumbrada a las sorpresas que deparaba, no pude evitar pegar un chillido.
El hombre simplemente se había esfumado. Sólo se veía la figura menuda de Manón. Aquello tenía que terminar, me dije, y reduje a papel picado la instantánea, inodoro, cadena, torrente de agua y bye, bye, adiós pesadilla. El alivio fue inmediato. Pensé que era una mujer feliz y que el casamiento con Javier no podía esperar más.
Semanas después, llamó al estudio un policía, un tal comisario Roa. Me preguntó si conocía a Sofía Peña y le dije que sí, que la conocía y que había sido mi socia. Luego me acribilló a preguntas sobre nuestra relación, sobre por qué disolvimos la sociedad, si hacía mucho tiempo que no la veía, etc., etc., etc. Al cabo del interrogatorio, me pidió que lo llamara (me dio su número) en el caso de que tuviera noticias de ella: Sofía había desaparecido.
Cuando cortó un profundo malestar se apoderó de mí. Nada olía bien. ¿Qué se había hecho de mi ex amiga? Decidí ir a su departamento. Quizá lo encontraría a Peter y él podría decirme algo sobre el paradero de su novia.
Subí al octavo piso, abrí la puerta con la llave que todavía conservaba y me recibió un vendaval de silencio. Entendí rápidamente que Peter ya no vivía allí. No se veía una sola prenda masculina. La penumbra era hosca; por un instante, me sentí amenazada. Quise prender la luz pero, seguramente, la habían cortado. Al entrar al cuarto principal me tropecé con la alfombra y caí pesadamente al piso golpeándome la espalda contra la cómoda. Me incorporé y me acerqué a la cama. Todo estaba en orden. Tanteé la mesita de luz y nada. Me dije que estaba perdiendo el tiempo. Tampoco sabía a ciencia cierta qué demonios buscaba. De manera que giré y al buscar la puerta, entre la sombras de la media luz, divisé un cajón de la cómoda semiabierto. Tal vez se abrió cuando golpeé el mueble al caer. Me acuclillé y al tratar de cerrar el cajón, mi mano rozó un cartoncito. Lo tomé con cuidado pero –dada la oscuridad- era imposible saber de qué se trataba. Busqué mi celular en la campera que traía puesta e iluminé.
Sin aliento, muda de espanto, salí corriendo del departamento. Creí que enloquecería o que me acabaría un infarto. Ya en la calle, llorando, jadeante, me dije que debía olvidarlo todo. Pero, en ese momento, también supe que sería imposible.
Iba y venía en mi mente la imagen de la foto Kodak que había hallado en el cajón. Allí estaba, nuevamente joven, el muchacho de los pantalones de botamanga ancha y bigotes a lo charro, sonriendo, con su mano izquierda apoyada en el hombro, ya no de Manón, sino de Sofía, de mi querida Sofía.
Ella miraba al fotógrafo con ojos vacíos y sin un solo gesto en el rostro, como si la hubieran fotografiado enferma o muerta.