“¡Cuidado!, ¡no lo ensucies!”
La advertencia y el vestido son obra de mi mamá.
Hoy estoy de doble estreno: mi primera clase de dibujo y mi primer vestido rojo con estrellitas blancas.
Mamá alisa mis rebeldes pelos negros y los trenza. Yo miro las estrellas de mi vestido, son muchas, quisiera contarlas. Me recorre un escalofrío y tiemblo.
“¡Quedate quieta!” Mamá se impacienta. “No hagas renegar a la profesora”
Zárate, ciudad construida sobre una de las márgenes del río Paraná de las Palmas, tiene dos zonas diferenciadas: el centro, en los altos de la barranca y el bajo a la altura del río.
En la zona alta del pueblo, sobre la calle Ituzaingó se encuentra la academia de dibujo y pintura, Emma, su profesora, goza de gran prestigio en el pueblo por ser egresada de la Escuela de Bellas Artes de la Capital Federal. La calle finaliza a cien metros al borde de la barranca con dos grandes construcciones que se enfrentan: El club Atlético Paraná y la casona señorial de los Perez de la Torre. La mansión ocupa toda la cuadra. Escondida detrás de los árboles del parque, sus ventanas permanecen siempre cerradas.
A veces, voy con mis tíos al club Paraná. Una tarde me animé a preguntar por un extraño objeto enclavado en el parque de la casona. “Es un aljibe” fue la respuesta apresurada. —¿ Y para que sirve? —Dije comiéndome una uña
—Antes sacaban el agua de ahí.
Mis tíos me dieron la espalda y entraron al club
Aproveché para cruzar la calle y con la nariz metida entre las rejas miré el aljibe. El vozarrón de mi tío me sobresaltó. —¡Volvé enseguida! ¡No molestes!
—Si no hay nadie, la casa está vacía.
Mi papá me contó que el dueño de la mansión era radical y peleaba con un caudillo conservador el Dr. Luis Guerci asesinado en 1940. Los partidarios se sacaban chispas entre ellos. Un episodio me divierte y le hago repetir el relato a mi padre: “Los sábados íbamos a bailar a los clubes. En medio de la orquesta de tangos o de la característica, aparecían los conservadores y a punta de pistolas echaban a los radicales. “Vos radical de mierda, andá a dormir”. A mi papá le decían. “Vos sos comunista franchute, podés quedarte.”
Me gusta que a mi papá no lo echaran.
Después de una hora de clase, Emma ordena ¡“Recreo”! Se arma un revuelo de bancos y todos salimos a la vereda. Dos chicos me empujan dentro de una panadería lindera y piden a los gritos los alfajores de maicena más ricos del pueblo. Varias tapas de masas de hojaldre pegadas con abundante dulce de leche y espolvoreadas con azúcar impalpable. Imposible hincarles el diente, los alfajores son muy altos y hay que comerlos desde los costados.
Yo estoy lidiando con mi alfajor, cuando mis amigas al grito de “¡Vamos a las cuevas!” se lanzan a correr hasta la barranca. Voy detrás de ellas, el dulce me chorrea los dedos. Mi vestido rojo recibe el pegote y algunas estrellitas se oscurecen.
Al llegar a la esquina y borde del barranco, todas se lanzan cuesta abajo entre los pedregullos. Hay que descender, para luego escalar hasta llegar a unas cuevas que son la meta del juego.
Todavía estoy jadeando cuando escucho el grito de “¡A clase!”
La profesora, pasado el recreo, llega hasta el final del pavimento para llamarnos.
Se avecina el descenso. Yo miro despavorida como mis compañeras corren barranca abajo. Una de ellas se detiene y me ordena: —“¡Tenés que apoyar los talones en los yuyos de la paja brava!”
Intento imitarlas, pero llego abajo después de rodar por la barranca. Las estrellitas blancas y el rojo desaparecen. Toda la obra de mamá es un manchón de dulce de leche con tierra. Me largo a llorar.
Al descubrir mi llanto, una de mis compañeras propone colarnos al parque de la casona, siempre cerrado por altas rejas.
— ¡Vamos a golpear las ventanas!
— ¿Para qué? No vive nadie
—¿Y quién levanta la botella que deja el lechero?
La curiosidad vence al temor que despierta la imponente y hermética casona.
En busca de un lugar para colarnos, caminamos en fila india la estrecha vereda que bordea el barranco cortado a pique.
Mi llanto se escabulle entre las risas de mis amigas. Después de varios intentos fallidos, la más audaz trepa la reja donde las plantas cubren su presencia. A punto de saltar dentro del parque, un espeluznante y sostenido alarido proveniente de la casa nos paraliza a todas.
Al huir, la fila india se desordena con los empujones por escapar.
Antes de entrar a la academia, nos susurrarnos la pregunta temida: — ¿Quién gritó?
—Seguro tienen escondido un animal feroz.
—Si, si, debe ser un animal muy grande.
—No, los animales no gritan así. Hay un fantasma.
Nos miramos y asentimos con la cabeza. El terror sella nuestras bocas.
Entramos en silencio, Emma nos espera con cara de enojo. Al ver nuestros rostros pálidos y demudados por el miedo depone su actitud. Todas nos abrazamos a sus polleras y una le cuenta: — “Nosotras solo quisimos mirar el aljibe y desde adentro nos pegaron un grito”.
—Eso les pasa por acercarse mucho. —Nos dice la profesora
—También queríamos ver si estaba la botella que deja el lechero.
Emma menea la cabeza y en tono solemne dice: “Se la toma el fantasma del Dr. Perez de la Torre que le gusta mucho la leche pero no quiere ser molestado y mucho menos por los chicos.
Al oír esto, cruzamos miradas y apretamos aún más los labios. Mientras dibujamos y en voz baja, nos prometemos nunca más volver a intentar entrar a la casona.
Aquel fantasma, guardado en mis recuerdos infantiles, lo iría a conocer veinte años después.
La película filmada en Zárate por Raúl de la Torre “Juan Lamaglia y señora” me develó que, en aquellos años, la casa estaba habitada por unas tías que vivían encerradas en la mansión.
Esa bellísima construcción data de la mitad del siglo XIX y fue realizada a pedido de su dueño Don José Manuel de la Torre. En 1993 sus descendientes la donaron al municipio para la instalación del Museo Histórico de Zárate. “La quinta Jovita” lleva ese nombre en homenaje a la esposa de Manuel de la Torre.
Alicia Martín