Pepita la pistolera

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El 30 de septiembre de 2009 murió Margarita Di Tulio. Tenía 61 años, un loro que acomodaron en una sala de la cochería Italiana para que cagara sin molestar a nadie, un radiograbador que aturdió con música de Sandro, una heladera llena de hielo y champan, y una silla, una copa y una anécdota para cada familiar, político, juez, abogado o delincuente que dio el pésame a los deudos de la ilustre abanderada de las prostitutas del puerto.

 

El capítulo final en la historia de Di Tulio se comenzó a escribir tres meses antes, en la provincia de San Juan, donde se supone que vivía parte del año ya retirada de la prostitución y en tratativas de abrir una cadena de pizzerías; se supone porque las imprecisiones sobre su estadía en San Juan y gran parte de su vida son tantas y tan sutiles como la causa de su muerte: accidente cerebrovascular, derrame, embolia, infarto cerebral, enfermedades que tienen un pronóstico y un final distinto según localización y extensión. Lo cierto es que los síntomas aparecieron en San Juan. Se sintió cansada, débil, sin fuerza, arrastró las palabras, las mezcló, las inventó hasta que la lengua fue un nudo sin anécdotas y todo el cuerpo se desplomó; y sin palabras, mejor morir.

 

La caravana hasta el cementerio comenzó 3 meses antes de su desconexión, con el traslado en avión sanitario hasta Mar del Plata gracias a una rebaja en el precio. El viaje debió ser impresionante. Como en todas las peregrinaciones de muertos que siguen conectados a este mundo, el respirador silba ida y vuelta el aire que ya no se usa, mientras el piloto de cabotaje lucha contra las turbulencias y la cama ortopédica baila sobre una tierra lejana y arrebatada. Un creciente número de tubos y cánulas intentan disimular –sin conseguirlo– el ahogo, el dolor, las infecciones, los espasmos, las secreciones y las escaras. El cuerpo se consume, lo lastima el roce terco de las sábanas. El avión aterrizó en Mar del Plata sin que los pasajeros pudieran ver el mar. La ambulancia trasladó a Di Tulio al hospital privado. Llegaron hasta Juan B Justo, la avenida de los pulóveres, pero no la cruzaron. Del otro lado, en el corazón del puerto, no existe ni existirán ni la medicina ni el Estado, y el amor se compra o no vale más que la entrega. El puerto es una entidad nula, una parte de Mar del Plata escindida de su belleza. Maneja otro ritmo, ajeno a los movimientos del verano; los turistas son personas que se extravían en sus calles buscando las playas de Punta Mogotes y el Sur o se sacan fotos en las lanchas amarillas antes de subirse al mareo del barco Anamora. Los turistas no conocen ni duermen en el puerto, el barrio donde creció Margarita Di Tulio, Pepita, la pistolera. No saben que más de 300 personas participaron en su cortejo, que quisieron sacar la estatua de San Jorge de la Sagrada Familia y el cura cerró las puertas. No saben que la cúpula de la réplica del templo de Salomón que hay en la gruta de Lourdes se partió, que en el hogar de ancianos la vieron pasar junto a su padre, que los perros se ahogaron en la reserva natural, que la cantera destruyó la cancha de Aldosivi, que la Central Eléctrica 9 de Julio dejó sin luz a la ciudad para demostrarle a la indiferente Mar del Plata que el puerto existe. Ni siquiera nosotros entendemos que, de todos los invocados esta noche, Margarita Di Tulio es la persona que se encuentra más cerca. Hasta puede estar entre nosotros. Esta es su calle. En 12 de Octubre, acá al lado, funcionaron sus cabarets. En este barrio ella caminó las noches, miró el resplandor del cielo a las cinco de las mañanas y tembló ante las nubes amarillas cargadas de humedad y olor a pescado… Hoy no hay tanto olor. Eso no es bueno. El olor es la bendición. La harina de pescado de las fábricas es el espíritu que marca la prosperidad del puerto, el trabajo fecundo de los fileteros que se levantan a las 6 y las envasadoras hora 5 como anunciaba la radio en la época de esplendor de Di Tulio y que escuchaban los comerciantes del fiado para madrugar a los trabajadores en la salida de las fábricas los días del cobro de quincena, los días que los fileteros eran reyes en botas de goma blanca y gastaban sus sueldos en tragos para las amantes de ocasión, esas que escondían el viaje a la eternidad, o la nada.

 

Nació en 1948. Por parte de su madre, Irene Shoinsting, la herencia debió ser aria y castradora, pero no lo fue. Los genes no fueron dominantes ni recesivos, ni para ella ni para su hermana Alicia, a quién negaría años más tarde como Pedro a Jesús. Por parte de su padre, los moralizadores tienen servido en bandeja a su padre, Antonio Di Tulio, un parco, duro y rencoroso; un hombre, y el origen de la maldad. De su boca y en distintas entrevistas, ella contó que fue criada como crían los gringos en el campo o los tanos embarcados a sus niñas, enojados porque necesitan hombres para la pesca y no hembras flojas que chillen por el peso o los nudos que raspan las manos. La entrenó para pelear. Con varones. Si eran turistas, mejor. Y si eran más grandes, mucho mejor. Vestida con ropa de varón, rompía sus nudillos a trompadas, y a patadas las zapatillas del fiado. No usaba armas blancas, eso era para destripar pescado y desgrasar la carne. El entrenamiento de perro furioso tuvo su rápido fruto para alegría de los deterministas. En 1955 La revolución libertadora de Aramburu derrocaba a Perón, se firmaba el Pacto de Varsovia, circulaban los primeros trolebuses en mar del plata y Margarita Di Tulio, a los 7 años, en vez de jugar a las estatuas que despiden a los pescadores de las lanchas amarillas, se dedicaba a robar las monedas que los fieles dejaban en la gruta de Lourdes. Desde entonces nunca le faltó plata. Antes de los 10 años Margarita ya sabía disparar y nadie podía contenerla. Esta es la historia ideal para justificar a la delincuente. La otra historia, el recuerdo de sus compañeras en la Escuela 12, la de alumna aplicada y buena compañera, mejor ocultarla. Es preferible decir que su padre le rompió la nariz a los 16 años y ella decidió ganarse la vida de la peor manera. Es edificante y educativo decir que fue la única mujer en su primera banda de delincuentes.

 

“Ellos les pegaban a sus mujeres, pero yo era fuerte, a mí nadie me tocaba”.

 

Era 1966, caía derrocado Arturo Illia, los rusos lanzaban el Lunik 9 y los yanquis el Surveyor 1, Francia iniciaba pruebas nucleares en el pacífico y Margarita Di Tulio caía presa. Pagó con cuatro años en el penal de Dolores el robo de un auto a mano armada y salió a los 22 años. En el encierro aprendió a cuidar su pelo y sus uñas, pero no escarmentó; con más cuidado, mejoró racha: ya no fue ingenua ni dependió del mando de los hombres. Era 1970 y hay que esperar unos años para contar una historia de amor. En 1975 o 76, antes o después del golpe, conoció a un montonero, Guillermo Schilling “El Negro” que dejó la lucha clandestina y se convirtió en marinero de las lanchas amarillas y naranjas que se juegan la vida cada vez que hay mal tiempo o demasiado alcohol a bordo. Él fue el sostén que le permitió a Di Tulio consolidar un imperio de prostitución a base de porcentaje en tragos, extendidos en una línea imaginaria e intocable desde el pool 444 hasta el cabaret donde la bebida berreta valía más que el cuerpo que los hombres compraban. Y fue junto al montonero-marino que Di Tulio confirmó su nombre de guerra. Pepita la pistolera en agosto de 1985 mató a un ex-socio en el pool, Alejandro “El Tarta” Losada (30), a su hermano Roberto Losada (21) y a un amigo, Américo Córdoba (21). La razón para matar fue la defensa propia ante el intento de robo y la consecuente violación. La viuda de “El Tarta” la contradijo, declaró que su marido había sido citado por ella ese día en la casa donde lo mataron. En 1986, la justicia la condenó en primera instancia a 20 años de prisión y a Schilling a 16, pero la pena se redujo a 3 años y quedó libre. Exceso en legítima defensa, fue la sentencia. Sobre el hecho, dijo Margarita:

 

Los sujetos estaban armados y agarraron a mi esposo para preguntarle dónde estaba la plata. Cuando él los llevó hasta el lugar, me dijo al oído agarrá la máquina’ (‘la máquina es el revólver’, aclara). Los sujetos regresaron. Ya está, les dije, llévense la plata y listo. Me dijeron que no sólo se iban a llevar la plata sino que tenían ganas de violar a mis niños y de paso a mí. Cuando vi que las amenazas venían en serio, saqué el arma de debajo de las sábanas y les disparé sin asco. Los tres quedaron tendidos en mi habitación, y yo creía que ya estaban muertos, pero uno de ellos aún herido- se levantó con el arma en mano y me colocó el caño entre los ojos. Estaba tiritando y alcanzó a decir: ‘Me pusiste…’. Yo le agarré la mano que sostenía el arma, saqué el caño que apuntaba a mi frente y se lo coloqué en la suya. ¿Así que te puse? Ahora te mato. Entonces disparé y terminé con el último de ellos».

 

Así ganó su apodo. Dicen que nunca le gustó porque rendía un extraño homenaje a una asesina de 16 años que junto con una banda de homosexuales violaba y mataba en la provincia de Buenos Aires. Y Di Tulio jamás respetó a los delincuentes sin códigos. Los códigos. Ese contrato social inherente a los marginales, los futbolistas, los delincuentes y las religiones. Aunque las religiones son más ordenadas: los llaman mandamientos, y cuando se incumplen traen condenas más espectaculares pero menos efectivas, como arder en el infierno, para los suicidas, y el suicidio fue la supuesta causa de muerte del primer amor de Di Tulio. El negro montonero Schilling murió en 1995 al saltar de un quinto piso de un edificio céntrico. Se habían separado hacía un tiempo. Él creía que Di Tulio era una bruja del siglo XII. Un súcubo de voz ronca, raspada en las cuerdas vocales y la lengua por besar al diablo, al mismo Diablo que camina sin rumbo por las calles del puerto desde que ella no está. Y puede que algo de razón tuviera el marino ex montonero, porque el año de su muerte hay un traslado físico, temporal, hasta filosófico y espiritual. Di Tulio que había crecido como empresaria de la prostitución y que estaba en pareja con el mendocino Pedro Villegas, aparece vinculada con el tráfico de droga en Comodoro Rivadavia. Detenida, queda libre por un error de procedimiento de un juez que años después sería sancionado por aparecer con un vaso de alcohol en la publicidad televisa de un boliche. Tecnicismos, favores, detalles superfluos que hacen y enmiendan a la justicia. Se cuestionó la validez del acta y por omisión de la firma del juez se decretó la libertad de Di Tulio y los hermanos Villegas. La mismísima Corte Suprema de la Nación ratificó la nulidad de las actuaciones. Dicen que el poco tiempo que Di Tulio estuvo detenida en Comodoro le sirvió para decidirse a salir de la clandestinidad. Pero los marcados, no pueden ocultar sus cicatrices al mundo. El 25 de enero de 1997 el reportero gráfico de la Revista Noticias José Luis Cabezas fue asesinado en Pinamar. Duhalde era gobernador; Menem, presidente. La necesidad de resolver el escándalo político apuró una declaración ficticia que llevó a la Bonaerense y el juez de la causa, José Luis Machi, a encerrar “La banda Los Pepitos”. Como persona de códigos, Di Tulio explicó, desde una lógica indiscutible, por qué ella era inocente: “Yo no toco esposas, por honor”, explicó. José Luis Cabezas murió esposado. Y Di Tulio fue acusada de instigadora.

 

“Le hablaba (a Cabezas) y le decía, hacé algo, que estos hijos de puta te mataron, no seas gil, hacé algo, yo no fui, vos sabés que yo no fui. No podés dejarme acá adentro, hacé que caigan los culpables”.

 

Sus ruegos, arrodillada en la celda, en rondas de aquelarre, en dibujos desfigurados, en todos los nombres pronunciados del Diablo, en rituales al amparo de lunas sangrientas y días rojos sin sol, tuvieron efecto.

 

Fue liberada cuando se supo que la había señalado Carlos Redruello, un ex presidiario estafador reincidente, un mitómano que según las pericias cobró 10.000 dólares al marcar a la banda de “Los pepitos”. Libre, Di Tulio declaró:

 

«El juez Macchi me dijo que si le decía el nombre del que mató a Cabezas me daba la libertad y 600.000 pesos. En realidad, el juez estaba desesperado. Pero yo le dije que no conocía a nadie. Por eso, es muy difícil que alguien me extorsione”

 

La inversa era real. Ella sí extorsionaba. Se supo en 1999 durante la investigación de la serie de crímenes que la vincularon con el supuesto Loco de la ruta. Cuando se intervinieron los teléfonos de Di Tulio para investigar la desaparición de la prostituta María del Carmen Leguizamón (26) se estableció que Margarita mantenía contacto con el juez camarista Jorge García Collins. En esas charlas se establecía un monto de dinero para la libertad de 3 presos alojados en Batán conocidos de Di Tulio. María del Carmen apareció descuartizada ese mismo año. En 2001 la Corte provincial destituyó a García Collins y en 2005 Di Tulio fue condenada por cohecho agravado a la pena de 3 años de prisión en suspenso. Se apagaba su buena estrella. Como el puerto y sus fábricas sufriendo en mano de los pesqueros factorías y la promesa del dragado, Di Tulio llegaba al fin de su reinado. Demasiada exposición. Demasiados golpes dados y recibidos. Estaba cada vez más lejos de la fama que en octubre de 1998 hizo que fuera invitada al programa “Almorzando con Mirtha Legrand”

 

“Nunca jamás vendí mi cuerpo por dinero. Tampoco lo haría por poder. Si Menem me ofrece un millón de dólares, no lo hago. Ni mi cuerpo ni mi orgullo tienen precio”.

A medida que nos acercamos a su muerte, nos enteramos que dejó sus clubes nocturnos, Neisis (el apodo de su primer marido, a quien comparaban con el monstruo del lago Ness) Ruca y Flash a sus hijos. Que acusó a Villegas de estafador y que el mendocino, por el recuerdo de los muertos que le dieron el apodo a su mujer, se fue a España. Le quedaron Lorenzo, el loro que cantaba la marcha peronista hasta «todos unidos triunfaremos” y una última aparición en público en febrero de 2006, al decir que Alicia Di Tulio, su hermana, deshonraba a la familia por señalar a su ex pareja, Rubén Alberto de la Torre, como partícipe del robo al Banco Río de Acasusso.

“Mi hermana deshonró el apellido. Los Di Tulio no somos buchones. Mi hermana es una mujer dañina, corrupta, maldita, y ahora también buchona. Yo le presenté a De la Torre, un hombre que estaba en la cárcel y de quien se decía que tenía mucho código y era un personaje. Ahora estará acordándose de mi»

 

Cuando salió de prisión, en mayo de 2014, De la Torre no se acordó de Margarita, pero sí de su hermana:

 

–Pensaba guardarme un año y no salir a gastar plata, para no llamar la atención de nadie ni levantar sospechas. Pero mi ex esposa se desesperó: quería que les comprara casas a los hijos, sacarme plata de cualquier manera. No quería esperar. Yo le di una parte importante, igual. Pero no hay nada que hacer: la manteca no es para los gatos. Y me mandó en cana.

 

Ahora, nosotros, que nos acordamos de Margarita Di Tulio, esperemos no haber sido irrespetuosos, no haber ofendido a su alma que pasea por estas calles ni al demonio que siempre le hizo compañía. Los códigos no los conocemos, pero esperamos no haberlos quebrantado. En los tiempos de gloria del puerto había barcos de todas las nacionalidades, esos barcos quedaron varados y constituyeron una ciudad atada a la escollera sur que llevó años desmantelar. Entre esos marinos atrapados en el puerto de Mar de Plata, se extendió la creencia en la Daena.

 

Se dice que al nacer, una parte etérea, celestial, nace junto con nosotros. Esa es la Daena, una niña hermosa que crecerá con nosotros y que cambiará su cara conforme cada uno de nuestros actos. Así, al final de la vida, se presentará en nuestro lecho de muerte aún más bella, o como la bestia en que no quisiéramos reflejarnos pero que nos convertimos. Hoy esos barcos fantasmas ya no están en el puerto, Pepita solo persiste en el recuerdo de su hijos, pero aún así, espero que ninguno de nosotros, al salir de esta casa y llegar a la calle, al parar en un semáforo o esperar en la parada de colectivo, se encuentre con esa mujer en la que se convirtió la Daena de Margarita Di Tulio, Pepita, la pistolera.

Sebastián Chilano

Sebastián Chilano
Sebastián Chilano
Nació en 1976. Vive en Mar del Plata. Es escritor y médico clínico. Su última novela, Los preparados, fue publicada en diciembre del 2020 por Editorial Obloshka.

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