Osvaldo Soriano en la luna de Entel

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No pude bajarme del auto. Al principio, al menos. Miré hacia la casa. Miré todo lo que estaba desierto. Punta Mogotes sabe ser desolada en invierno, ¿a quién se le puede ocurrir buscar inspiración en ese lugar? Si hubiera sido antes, años antes, lo hubiera entendido. Me imaginé al escritor ahí, parado, mirando casi lo mismo que yo. ¿No había pasado su infancia en Mar del Plata? ¿Qué buscaba? Me lo imaginé, como un niño, frente a la gran quema de los pastizales, al éxodo de las ratas y la edificación de los balnearios de cemento con sus torres numeradas, pero no, él había vivido antes en la ciudad. No vio nada de eso. Se fue joven a Tandil, a Cipolletti, a Buenos Aires. Y había vuelto. ¿Para qué? No había nada que contar de esa parte de la ciudad. Al menos hasta el verano.
Así que ahí estaba yo, sentado al volante de mi Peugeot 504. Después vinieron, ¿cuántos? ¿veinte autos que no recuerdo?, pero a ese Peugeot azul lo recuerdo perfectamente porque era mi oficina y mis piernas, era mi familia, así como mi traje era mi presencia y mi voz la única forma de abrir puertas cerradas hasta para Kafka. Pero ese día no tenía puesto el traje ni me sentía capaz de hablarle sin caer en la admiración de los tontos.
Miré la casa, un chalet francés con tejas rojas a dos aguas y una fachada de ladrillos pintados. Miré el terreno baldío al costado y las demás casas, todas de persianas bajas. En esa cuadra no había ni una despensa ni un despacho de pan. ¿Dónde compraría la gente la comida? No vi nada. Ni a nadie. Eso sí, las calles parecían limpias y el pasto, aunque raleado, estaba corto, prolijo. No había hojas, ni otoño en las cunetas. No había risas, trajes de baños, ni ring rajes para apurar el camino a la playa.
Habíamos quedado en juntarnos en un café en Mogotes, pero el café estaba cerrado. Maldije la pasividad de los dueños de bares en invierno. Maldije el ocio, la falta de parroquianos, compadritos y todo el sistema de consumos anestesiado por un poco de frío y un poco (bastante) de viento sur. Maldije en vano y para contradecirme, pero entonces era imposible que supiera que unos treinta años después regresaría a ese mismo café para homenajear al escritor que esa mañana buscaba, y que en su honor inauguraríamos una mesa, un altar y una biblioteca con sus obras que por entonces eran Best Sellers y con el tiempo se volvieron clásicos, clásicos al menos para mí.
Así que cuando vi que el bar estaba cerrado no dudé y manejé hasta las puerta del chalet donde Osvaldo Soriano había elegido escribir una novela. O se había refugiado para escribirla. No lo sé. Nunca lo supe. Bajé la ventanilla del Peugeot para sentir el frío. Entonces tenía poco contacto con los escritores y los consideraba seres, sino especiales, al menos frágiles, o lo suficientemente frágiles como para perder la inspiración por cualquier cosa que los interrumpiera. Y no quería sacarle la inspiración a Soriano. Sé que es algo infantil visto ahora, después del tiempo, de los veranos y las cosas que han muerto, pero entonces, cuando la nostalgia era por las cosas por vivir y no por las que pasaron, entonces, cuando el mundo era nuevo, el miedo también lo era.
—Lo que yo necesito es un teléfono.
Eso me dijo Soriano cuando vencí la pasividad, solté el volante (las manos me dolían) y me obligué a bajar del auto, tocar el timbre, sonreírle y ofrecerle dos cosas: una charla y ponerme a su disposición.
—Necesito llamar a Buenos Aires.
Su voz era amable y no la había imaginado así, hasta diría que tenía cierto dulzor, o al menos cierto aire paternal. Qué tenía, ¿diez años más que yo? Sonaba paternal, como si restara peso a mis obligaciones. La admiración a veces crea un abismo irreal.
Podría haberle dicho que si se iba hasta el puerto, al lado del correo podría encontrar las cabinas de Entel y hablar mirando el relojito que marcaba el tiempo y el dinero consumido en la conversación. Quizá el aliento que quedaba en esos auriculares comunitarios, una mezcla de Parisiennes, perfume Heno de Pravia y el olor a humedad de los pisos de goma le darían algo de inspiración, algo real, algo marplatense.
Pero no, no me animé y en cambio le dije que le iba a conseguir un teléfono. Y no hablábamos de un celular, no existían en esa época, hablábamos de una línea de teléfono y un aparato fijo y conectado a un cable, de esos teléfonos que aparecen en las ventas de antigüedades o en el mercado de pulgas de la plaza Rocha.
Me subí al auto aturdido pero en el viaje de regreso al centro las cosas se fueron aclarando. Los tanques de YPF, los globos de gas, la enorme reserva natural del puerto (el paisaje perdido también es el paisaje de los años) todo corrió a través de la ventanilla para que entendiera que debía ir personalmente a las oficinas de Entel.
—Tengo que hablar con tu supervisor —fue la frase que repetí primero a la chica de pelo atado y pañuelo en el cuello que me miraba con aire melancólico y después al hombre de traje marrón que se prendió un cigarrillo tratando de ocultar sus dedos marrones torcidos, de mala calidad, como el traje, como sus cigarrillos.
Ante el gerente regional no dudé. En vez de decir Osvaldo Soriano dijo El Gordo, como si la familiaridad fuera cierta y en vez de decir necesita dije es urgente. No dejé espacio para la duda, no pensé en otra cosa que la camioneta instalando el teléfono al otro día aprovechando el cableado de la calle Castro Barros.
—Pero es imposible.
Yo había conseguido que el imposible se trasladara al día siguiente y no a la colocación. Así que volví a hablar de los libros, del escritor, de la cadena editorial, de todo un país esperando ese nuevo libro. Entonces, si lo pienso, la figura de escritor tenía un valor que hoy ya no tiene. No sé si respeto, pero sí valor. Un valor social que hizo que al otro día le instalaran a Soriano su línea telefónica y tuviera comunicación con Buenos Aires desde una Mar del Plata glacial.
Cómo termina la historia no importa, podría decir que lo llamé para estrenar su teléfono recién instalado y nunca me contestó. O podría contar que después de esa llamada y el agradecimiento paseamos en auto, en silencio, mientras él fumaba y enumeraba los lugares de su infancia a los que quería volver. La admiración nace en la distancia, pero se alimenta de pequeños detalles en la convivencia. Ese año Soriano terminó su novela y fue un éxito de ventas. Yo cambié el auto y, aunque no soy escritor, creo que empecé a entenderlos un poco más. Quizás más de lo que se entienden a sí mismos.
En un momento de esa recorrida nostálgica, Soriano sonrió.
—Es como si te hubiera pedido que me llevaras a la luna —me dijo.
Su imagen se recortaba de perfil contra la ventanilla del Peugeot. Se había hecho de noche. Las luces de la costa marplatense explotaban contra el Casino y las marquesinas luminosas del centro y los teatros que pasaban lentas, sin apuro. Le dije que no, que la luna no, pero algo parecido. Paramos a comprar habanos pero tuvo que conformarse con unos cigarrillos que no le gustaban tanto. Hacía frío y había mucho viento, pero encendió uno en la vereda antes de subir de nuevo al Peugeot.
—Volvamos a la casa —me pidió—. Tengo que escribir.

Sebastián Chilano
Sebastián Chilano
Autor de las novelas Riña de gallos (Ediciones B), Tan lejos que es mentira (Letra Sudaca) y Los preparados (Obloshka), entre otras. En ensayos publicó El ojo (Artefacto) y Las puertas de la escritura (Artefacto). Participó en diferentes antologias de cuentos, como Los apóstoles de Román (Futbol contado ediciones) Su último libro publicado en 2025 es el ensayo Cuatro variaciones sobre el mar (Qeja ediciones)

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