A los once años me mudé con mi familia a Mar del Plata. Cargamos los muebles y la ropa en un rastrojero y encaramos la ruta 2. Manejaba Romani, un amigo de mi viejo. Eran los primeros días de marzo. Nos fuimos de Buenos Aires a las apuradas por un asunto que entendí varios años más tarde. Sentí la mudanza como un destierro. En la escuela era un fantasma, casi no tenía sombra. En mi casa, miraba el desierto de la calle y dormía siestas interminables. A veces íbamos a caminar por la playa. Estábamos cortos de plata.
Un sábado descubrí una enciclopedia que me salvó la vida. Se llamaba Lo sé todo. Doce tomos con tapa dura de diferentes colores. La había editado Larousse. Los temas no seguían un orden alfabético, los artículos estaban divididos por categorías. Entré a leer como quien conoce a una mujer. Hubo una infinidad de cosas que me encandilaron, pero una sola me arrancó la cabeza: la visión de las moscas. Tienen los ojos reticulados en miles de partículas sensibles a la luz. Este detalle permite su visión panorámica. Es un sistema óptico tan sofisticado que, hace poco, unos científicos inventaron un ojo artificial imitando su tridimensionalidad.
También en Mar del Plata, para esa época, vi una película de Roger Corman, El hombre de los ojos de Rayos X. Es la historia de un tipo que usa sus ojos para experimentar. Se mete una sustancia extraña. El efecto que busca es poder ver a través de los cuerpos opacos. Al principio, la investigación es exitosa, distingue tumores sin usar aparatos de auscultación, pero la mutación avanza y la desgracia se instala. Hay imágenes de ese film que son pesadillas.
Estos episodios se enhebraron en un tramado que resultó clave a la hora de buscar trabajo. De un día para otro, me tomaron como visitador médico en un laboratorio oftalmológico. El curso de ingreso me lo dio un gordo nazi de apellido Berruezo. Una mañana, en un auditorio de la calle Aranguren, me contaron sobre los procesos de drenaje del humor acuoso. Me apasioné con el trabajo; de todas maneras, duré poco. Me echaron por un problema con los viáticos.
Después entré en una óptica. Vendí instrumental quirúrgico y prótesis oculares. Estos implantes son útiles para la gente que pierde un ojo. Están fabricados con un material poroso que permite la enervación. El ojo artificial se mueve como si fuera propio. Mi zona de trabajo era todo el sur: desde Avellaneda hasta la Patagonia. Había un hospital en Sarandí que me compraba bien en las licitaciones. Vivía casi exclusivamente de esa venta. Iba por lo menos dos veces a la semana. Veía al encargado de compras. Después, tomaba café en el quiosco de la calle Anatole France, frente a un despacho de diarios. El que atendía era un tipo de unos setenta años con nombre de tanguero, Floreal. Teñía de infortunio todo lo que contaba, pero era optimista. Silbaba como un jilguero.
Una vez contó que su hermano menor había heredado dos cosas del padre: la ideología y un puesto como personal de mantenimiento en el Finochietto. En el 55 los hombres de Lonardi entraron al hospital como una tromba. Destrozaron todo. En el hall había un busto de Perón. Los milicos lo ataron con una soga. Hicieron fuerza entre varios: les costó arrancarlo del pedestal. Cayó de cara al piso. El golpe fue tan fuerte que se quebró la nariz de la figura. El padre de Floreal fue testigo. Cuando los soldados se subieron a los camiones, el tipo buscó una carretilla. Cargó a Perón. También se guardó el pedacito de nariz. Después, se fue a los terrenos del fondo. Hizo un pozo y enterró el busto. Tuvo la precaución de trazar coordenadas para ubicarlo. Al pedazo de nariz, lo envolvió en un trapo y lo escondió en su casa. El hombre murió. Su familia tomó la posta del secreto.
Cuando los vientos fueron favorables, desenterraron el busto. Un 17 de octubre lo instalaron sobre el pedestal. Esa mañana hacía un frío insólito. El hermano de Floreal fue la estrella. Se puso un traje prestado. Llevó el pedazo de nariz en una caja que había sido de un reloj. Se paró sobre un banco. Arregló la estatua con un pegamento especial. Quedó en la rajadura un tinte que le agregó personalidad a la figura. Si uno se para en la puerta de la guardia el detalle es evidente. Parece que Perón estuviera a punto de decir algo. Intimida. Experimento esta sensación cada vez que me paro medio distraído en el hall del hospital. Cualquiera puede comprobarlo. Es cuestión de llegarse hasta el Finochietto. El 24 pasa por la zona.