Limón y chocolate

A Esteban y su eterna bicicleta.

El teléfono sonó a las 2:30. Mala señal. Saltando los bolsos y las valijas que esperaban en el comedor, llegué hasta el aparato. Atendí.

–¿La hija de Esteban…?– me preguntó una voz desconocida. Sonaba tensa.

–Sí, soy yo– contesté, mientras me acomodaba en una silla.

–Señora, es difícil lo que tengo que decirle: su padre falleció. Cuando se acostó estaba bien, pero cuando hicimos la ronda…

–Entiendo– la interrumpí, mirando fijamente los bolsos. Entre las sombras de la noche, algunas correas parecían sonrisas burlonas.

–Él estaba mejor –insistió–. Se había recuperado muy bien. Cenó con apetito, lo bañaron…

–¿Ahora qué hay que hacer?– volví a interrumpirla.

La voz desconocida me dio una serie de indicaciones.

–Lo lamentamos muchísimo…– intentó continuar.

–Bueno, en un rato estamos por allá.

Corté. Fui hasta la pieza, donde Juan me esperaba, despierto:

– Se murió papá –le anuncié–. Inoportuno, como siempre.

*******

–Me acaban de llamar del hogar –le dije unos minutos más tarde a la voz somnolienta de mi hermana –. Se murió papá.

 –¡No te puedo creer! –exclamó, despertándose de golpe–. Y mirá que preguntamos…

 –Sí, típico de él. No podía irse sin mandarse una cagada.

 Se rió.

 –Bueno, pensá que si se hubiese muerto en medio del viaje hubiese sido peor.

–Tenés razón: lo hizo para facilitarme las cosas. Sería la primera vez que le sale bien pero bueno… dado el caso, vamos a darle el beneficio de la duda.

 Nos reímos nuevamente. Era la misma risa a la que habíamos apelado tantas veces por instinto de supervivencia. Y la misma ambivalencia que casi siempre podía aplicarse a las acciones de papá: todo dependía del momento. Y de quién lo analizara.

*******

Ya habíamos suspendido el viaje cuatro veces por él. Tras conversarlo con mi hermana, yo había insistido en salir igual. “Fui a ver al médico del hogar y me dijo que se recuperó muy bien –había argumentado–. Incluso me advirtió que puede resistir varias neumonías más, porque tiene un corazón de toro”.

Juan era de la idea de volver a postergar la salida. “Lo único que falta es que después de todo lo que hiciste por él, se muera justo cuando no estás” había argumentado.

En medio de la noche y con los bolsos preparados en el living, tuvo la gentileza de no recordármelo.

 –Está bien,  voy yo a hacer los trámites –aceptó antes de que se lo pidiera–. Pero te aclaro: no quiero verlo muerto.

No le dije nada. Como tanta gente, Juan había terminado queriéndolo al viejo. En algún momento había entendido que no era intencionalmente jodido. Simplemente no podía evitarlo. Estaba en su naturaleza.

******

Ana y yo decidimos no velarlo. ¿Para qué cumplir con un formalismo si él los había ignorado toda su vida?

 Lo primero que nos vino a la memoria fue la frase que había reiterado tantas veces a raíz de los problemas que le acarreaba la bóveda familiar en el Cementerio de la Loma, la única herencia que no había podido (mal)vender.

“Cuando yo me muera se dejan de joder –decía–: me ponen en un cajón redondo y me bajan a patadas por la loma de Colón hasta que me hunda en el mar”.

 El problema era que papá no sabía administrar nada, ni siquiera una bóveda. Pero para el abuelo, su primer hijo varón era el líder natural del clan, la persona destinada a continuar no sólo el apellido familiar sino también hacerse cargo de sus propiedades. Por ende, le correspondía a él tener la codiciada llave.

Papá hizo uso y abuso de ese privilegio: en uno de sus tantos alardes de desprecio por las convenciones sociales, permitió que todo aquel que literalmente no tuviera donde caerse muerto terminara con sus huesitos en esa especie de templo que nuestros bisabuelos habían mandado a construir en el selecto cementerio marplatense.

Pero un día los hermanos de papá comenzaron a morirse. Y sus hijos se encontraron con que no tenían dónde ubicarlos: la bóveda estaba colmada de tíos segundos, primos, amigos de papá, padres de amigos y hasta un desconocido que aún sigue ahí, porque el viejo nunca pudo recordar quién era.

 Fue entonces que tuvo que salir a devolver cajones. Y comenzó con su cantinela sobre el ataúd redondo y la loma de Colón.

****

Papá tenía una capacidad ilimitada para fracasar. Algo instintivo lo llevaba siempre a tomar las decisiones equivocadas. Sólo había sido exitoso en una cosa: en el proceso firme y constante de decadencia económica que parecía haberse planteado en algún momento de su extravagante existencia y que había llevado adelante con una eficiencia admirable.

El cierre del negocio familiar gracias al cual su abuelo y su padre habían logrado amasar una pequeña fortuna había sido el principio de su carrera hacia la insolvencia. A partir de entonces, todo fue una lenta pero constante sucesión de errores: periódicamente emprendía negocios quebrados antes de iniciarse, era víctima de estafas que a cualquier otra persona le habrían parecido clarísimas e invertía grandes sumas en compras innecesarias.

Él afrontaba cada derrota con absoluta indiferencia. Si a su alrededor la gente sufría, parecía no percatarse. Se encogía de hombros y decía: “Qué se le va a hacer: a veces te toca ganar, a veces perder”.

El problema era que, al parecer, a él siempre le tocaba perder.

***

Nos dividimos la tarea; yo me ocupaba de mamá, Ana del resto. Al igual que papá, yo siempre salía perdiendo.

 Después de convencerla de que arrojarse desde un primer piso no era una solución para su drama, le comenté:

 –Con Ana pensamos que es mejor velarlo a puerta cerrada.

Entonces, la marejada de lágrimas:

–¿Co… cómo a puerta cerrada…? Yo quiero despedirme… Las tías van a querer verlo… Y además…. yo… yo quiero estar con él por última vez, darle el último beso…

Podría haberle dicho muchas cosas. Que papá ya no era papá, que hacía tiempo había dejado de serlo. Que ni siquiera la reconocía. Bastaba recordar el día en que, por culpa del ‘alemán’, intentó clavarle una cuchilla mientras dormía. ¿Para qué quería verlo de nuevo? ¿Por qué no se quedaba con la imagen de antes, de cuando estaba sano? Quizás no fuera mejor, pero sin duda sería más real. Pero solo le dije:

–Bueno. Nos vemos mañana a las 8.

Ni Juan ni Ana objetaron mi claudicación. Mi hermana, porque sabía que mi misión estaba fracasada antes de iniciada. Y Juan, porque estaba demasiado indignado con el médico que había extendido el certificado de defunción como para pensar en otra cosa.

–¡Se quedó en la puerta! –reiteró varias veces–. Yo no sé cómo pudo confirmar que estaba muerto si ni siquiera se acercó a la cama. Te juro que yo lo miré más que él…

 –Será que no le gusta ver muertos, igual que a vos… ¡Ah! No, cierto que vos los mirás igual.

Apenas lo dije comprendí que era un comentario innecesario pero no pedí disculpas. En cambio propuse:

–Son casi las cuatro y dentro de unas horas tenemos que organizar un velorio, vamos a la cama.

–Pero… ¿creés que vas a poder dormir?– preguntó, desconcertado.

–Sí, claro. ¿Por qué no?

Me dormí casi al instante. De hecho, fue la noche que mejor dormí en mucho tiempo.

******

Cuando llegamos a la sala velatoria, papá ya nos esperaba en su cajón barato. Ana y yo habíamos sido terminantes: nada de coronas, flores ni arabescos tallados. Ningún cajón, por más caro que fuera, combinaría con el muerto.

****

El mejor símbolo de la trayectoria decadente de papá no era la casa semidestruida en la que vivimos durante toda nuestra infancia, a pesar de que en algún momento lejano, previo a nuestra llegada a este mundo, había llegado a tener más de diez propiedades a su nombre. Tampoco la vajilla italiana que usábamos a diario para cenas más bien escasas. Mucho menos las damajuanas con las que terminó reemplazando sus amados vinos de marca.

Lo que mejor representó su proceso de deterioro socioeconómico fueron sus medios de locomoción.

Según dejaban constancia numerosas fotos, de joven había sabido desplazarse en autos lujosos que cambiaba periódicamente. Ni Ana ni yo tuvimos el gusto de subirnos a ninguno de  ellos. El mejor vehículo del que conservamos memoria fue un viejo Citroën naranja al que, incomprensiblemente, le faltaba la puerta del acompañante. Al poco tiempo, aquel cacharro fue reemplazado por una camioneta todavía más destartalada, ruidosa y sin parabrisas.

Un día, un agente de tránsito le advirtió que ese vehículo contravenía todas las normas de seguridad y que si lo veía circulando se lo iba a secuestrar.

Para tranquilidad de nuestros orgullos infantiles, papá decidió vender aquella camioneta infame. Lo que le pagaron apenas le alcanzó para comprar una bicicleta. Y en ella se desplazó durante años, hasta que el Alzheimer hizo que olvidara el arte de pedalear.

****

De pequeñas, a Ana y a mi no nos importaba demasiado que en casa sobraran los juegos y faltara la comida. Nos bastaba con que cada tanto papá nos montara en su bicicleta y nos llevara a la heladería, donde nos compraba unos vasos enormes que nos miraba tomar con deleite.

Papá siempre trataba de convencernos de que pidiéramos limón y chocolate. “Es como la vida –nos decía–: por un lado lo dulce y por el otro lo ácido. La clave está en saber combinarlos”

Con el tiempo comprendimos que muchas veces la plata de la cena había sido desviada hacia esas escapadas deliciosas.

–Total, el helado es comida – se justificaba él, ante la mirada censuradora de mamá–. Y yo no tengo hambre: si vos querés, te hago unas papas fritas…

Nosotras no entendíamos por qué mamá se enojaba: si nadie en el mundo hacía las papas fritas como él.

*****

El primero en aparecer en el velorio fue Diego, mi mejor amigo desde primer grado. Ya desde la primaria, se pasaba días enteros en casa, donde podía jugar con muñecas y vestirse con ropa de nena sin que nadie lo cuestionara.

La tarde en que su padre llegó a buscarlo una hora antes de la pautada, Diego se atrincheró en nuestra habitación, maquillado y vestido de princesa. Ana y yo nos sumamos a su protesta.

Desde la pieza escuchábamos cómo los  gritos indignados de una voz masculina se alternaban con a voz pausada de papá. Finalmente, silencio. Y luego, los pasos de alguien que se acercaba. La cabeza de papá se asomó desde detrás de la puerta:

–Diego, te vinieron a buscar –se limitó a decir–. Andá tranquilo, no necesitás  cambiarte.

Nunca supimos qué argumento utilizó el viejo. Sólo supimos que desde ese día, mi amigo también pudo jugar con muñecas en su casa.

Más de treinta años después, Diego llegó al funeral con dos botellas de champagne bajo el brazo. “Por ese terrible hijo de puta que hizo nuestras infancias tan bizarras”  dijo,  mientras levantaba su copa hacia el cajón.

****

Los años pasaron. De a poco, Ana y yo fuimos entendiendo que nuestra dinámica familiar no era la habitual en el resto de las casas, donde los techos no tenían tantas goteras, las cloacas eliminaban desechos en vez de devolverlos multiplicados y las paredes no estaban electrificadas como consecuencia de conexiones mal hechas.

Lo primero que hicimos con nuestros sueldos de trabajadoras precarizadas fue alquilar una casa, utilizando a la mamá de una amiga como garante. Apenas nos mudamos, los tíos mandaron a derrumbar la casa que hacía años nos habían prestado “por unos días”. No servían ni los cimientos.

Papá se mudó, con su bagaje de objetos de lujo mezclados con otros inservibles. Y siguió saliendo cada mañana en su bicicleta para pedalear todo el día, sin llegar nunca a ninguna parte.

****

Como era previsible, los nietos lo convirtieron en un abuelo de cuento. Casi todas las tardes se acercaba hasta nuestras casas con alguna sorpresa enganchada del manubrio de su bicicleta. Siempre eran objetos extraños, probablemente recogidos de la calle o armados con cosas que otros desechaban y que él iba recogiendo durante sus recorridas por la ciudad

Los chicos tomaban esos regalos como tesoros que el abuelo había rescatado luego de arduas luchas cuerpo a cuerpo contra extravagantes piratas urbanos.

El día que llegó arrastrando un viejo Sapo que él mismo había reparado después de rescatarlo de un contendor, ambos se arrojaron a sus brazos.

–Te queremos, abuelo –le dijeron-. En el mundo no hay otro como vos.

–De eso sí que no hay dudas– respondí yo, mientras culpaba a la alergia por mis ojos vidriosos.

Y aunque aquel sapo inmenso que no entraba en ninguna de las piezas desentonó durante años en medio del living, yo no podía dejar de sonreír cada vez que lo veía.

*****

Con Ana entendimos que el viejo había comenzado a morirse el día que dijo que el helado era una mierda.

Habíamos llegado a visitarlos preparadas para lo inesperado: desde hacernos cargo de una deuda de más de treinta años hasta llevarlo de urgencia a la guardia del hospital, porque el calefactor que intentaba reparar le había explotado en la cara.

Sin embargo, ni los años ni la terapia nos habían preparado para lo que sucedería: de un manotazo, papá iba a tirar el helado al piso y nos reprocharía, con ojos de enajenado:

–El helado es una mierda.

“Tiene demencia senil –nos confirmó la neuróloga–. Es raro que no se hayan dado cuenta antes: con los años que tiene… Y además, debería haber empezado con conductas extrañas hace tiempo”.

 Ana y yo reflexionamos un momento:

 –Es que papá nunca fue joven ni viejo: siempre fue un niño– dijo Ana.

 –Y siempre estuvo un poco loco –agregué yo.

*****

 La doctora nos había explicado que una cabeza con demencia es como una red eléctrica en la que los cables se van pelando de a poco: al principio los cortocircuitos son espaciados, luego se hacen cada vez más frecuentes hasta que, inevitablemente, se produce el apagón final.

 La cabeza de papá fue de manual. Apenas unos meses después del episodio del helado se obsesionó con los vecinos. Según él, los de la derecha eran traficantes de drogas; los de la izquierda se dedicaban a desarmar autos robados y el almacenero de la esquina –un evangelista buenazo empecinado en salvar las almas de todos sus clientes– regenteaba un prostíbulo.

 Su teoría más desopilante la tenía como protagonista a mamá: la pareja gay del segundo piso le había alquilado el útero, por lo que estaba embarazada desde hacía quince meses. Un delirio inmejorable, digno de un hombre que no podía vivir de acuerdo a estándares convencionales. Ni siquiera cuando ya no era él.

******

La alarma se apagó tan rápido como se había encendido: al poco tiempo papá dejó de ahondar en sus teorías conspirativas. Directamente comenzó a hablar con su madre muerta, a insultar y a lanzar puñetazos que ocasionalmente daban en algún  blanco.  Luego, el silencio.

Decidimos internarlo. Ana y yo íbamos a visitarlo todos los sábados. Antes de irnos retirábamos el bol que habíamos colocado de su lado de la mesa con las infaltables bochas de limón y chocolate. Jamás las tocó ni hizo gestos de querer probarlas. Para nosotras, era prueba suficiente de que ya estaba muerto. Solo faltaba que su cuerpo se diera cuenta.

******

Veinticuatro horas después de la llamada de media noche, papá ya había sido cremado y sus cenizas esparcidas por esas calles que tanto había trajinado. Pero todavía faltaba un trámite más: pasar por el hogar para saldar cuentas y retirar sus casi inexistentes pertenencias. Decidimos hacerlo a primera hora de la mañana, antes de que yo saliera en nuestro postergado viaje.

La voz del teléfono nos saludó apenas traspasamos la puerta. Estaba menos tensa que la noche de la llamada, pero igual de apesadumbrada:

–No saben cómo lo lamentamos…– comenzó.

–¿Debemos algo?– le pregunté, interrumpiéndola una vez más.

Me miró con tanta comprensión en los ojos que me exasperó. Nos dijo lo que restaba pagar y luego nos dio una bolsa con ropa y un sobre de plástico, bastante manoseado y sucio.

–Esto era importantísimo para él –dijo–. Lo llevaba siempre consigo. Cuando lo encontramos lo tenía aferrado. Nos costó mucho sacárselo…

Se alejó con discreción. Nosotras habíamos visto ese sobre muchas veces pero nunca le habíamos prestado atención. Antes de abrirlo, Ana bromeó:

–Si es plata, tiro la urna a patadas por la avenida Colón.

No había plata. Había decenas de papelitos de todos los tamaños y colores. Muchos estaban escritos con mi letra o la de Ana; otros, con la de papá.

–¡No puedo creer que haya guardado todo esto!- dijo mi hermana en tono apenas audible.

En su mayoría eran mensajes insignificantes, que seguramente ella y yo habíamos escrito creyendo que no perdurarían: “Nos vemos a la noche”, “Si tenés hambre, hay milanesas en la heladera” o “Me tuve que ir. Besos”. Estaban arrugados, manchados, descoloridos y con signos de haber sido leídos cientos de veces.

–¡Mirá desde cuándo los guardaba! –exclamó Ana al ver un dibujo infantil en el que papá aparecía con capa de superhéroe, rodeando con dos brazos larguísimos a dos niñas sonrientes. Pegado al dorso, ese papel tenía otro mensajito, realizado varios años después: “¡Felices 65 años, viejo! Rogamos a tu barbudo que no cumplas otros 65 más”.

 Los papelitos escritos por él eran más simples. En su mayoría eran nuestros nombres, repetidos una y otra vez, algunos con letra clara, otros con trazos  temblorosos. En ese grupo sobresalían tres, también muy manoseados y releídos. Decían  “Perdón”, “Las amo” y “Gracias por los helados”.

            ******

La voz de la mujer sin nombre nos explicó:

–Los debe haber escrito cuando se dio cuenta que se estaba olvidando de las cosas. A nosotras nos pedía que se los leyéramos una y otra vez, incluso cuando ya no entendía qué significaban. Pero apenas los leíamos, él se tranquilizaba…

Yo ni siquiera levanté la vista. Desde pequeña odiaba que me vieran llorar. Porque yo era fuerte. Como papá, que nunca lloraba. Y no como mamá, que lloraba a la noche por tonterías, como que la heladera estuviera vacía. A mi lado, Ana tampoco hablaba ni levantaba la vista.

No sé cuánto tiempo estuvimos sentadas allí, mirando los mensajitos una y otra vez. Recuerdo que varias veces nos reímos. Y que al final lloramos. Mucho y con ruido. Abrazadas. Asumiéndonos vulnerables. Y también comprendiendo que siempre estaríamos protegidas por el viejo loco de la bicicleta. El hombre con corazón de limón, pero principalmente de chocolate.

En algún momento volví a casa. Allí estaban Juan, los chicos y los bolsos con sus correas. Pero ya no me sonreían con burla. Parecían saber que ahora sí estábamos listos para iniciar nuestro viaje.

Limay Ameztoy
Limay Ameztoy
Es periodista. Nació en Mar del Plata en 1973. Durante 20 años se desempeñó como cronista en el diario La Capital de Mar del Plata. También realizó colaboraciones con distintos medios locales y nacionales. Es co-fundadora de la plataforma digital www.revistaleemos.com, portal periodístico dedicado al mundo editorial, y está a cargo de las recomendaciones literarias en la columna Carta de Libros, del portal Bacap. Además, coordina distintas actividades de comunicación y promoción en el área de Derechos Humanos de la Municipalidad de General Pueyrredón.

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