Un flash. Vi el fuego, brutal. Después su remera de Bad Religion con el cuello desbocado. Atrás el mar, que se sacudía enloquecido. Todo, absolutamente todo, se condensaba en ese momento. Desobedecer engrandece. Es una experiencia desesperada y feliz. Te mete de lleno en la vida, que es siempre disputa. Una ola llegaba a la costa. Y en el fondo, muy en el fondo —en medio de una ciudad pensada por tenderos— un par de idiotas se divertía con pirotecnia. Navidad, dije, la reputa madre que te parió.
24 de diciembre. 8 de la mañana. Había viajado la noche entera. Llegué a Necochea con la lengua afuera. Me hormigueaban las piernas. Tenía un bolsito al hombro y un diario viejo en la mano. Una verdad: las noticias son siempre las mismas, acá y en la China. Me senté en el bar de la terminal. Cortado en jarrito, medialuna, soda. Ok, si no hay soda, agua. Un rayo de sol pegaba en la fórmica de la mesa, rebotaba en un espejo y se mezclaba con el aire del Atlántico. El motor de la heladera de fondo; monótona, rítmica, eléctrica. Al rato pagué un taxi: dos billetes grandes, casi nada de vuelto. Los pibes —Beto, el Pacha y Martín— habían alquilado un dúplex frente al bosque, un lugar inmejorable, alejado de la humanidad. Estaban despiertos. Me recibieron con mate. Escuchaban un programa de tango en la radio. No tienen puntos en común. Son sobrevivientes de una catástrofe nuclear. Eran las únicas almas vivientes en 100 kilómetros a la redonda. Pensamos en la noche. La navidad es una fiesta pagana. Había que festejarla como tal. No teníamos munición pesada: algunas flores, una botella de Absolut, dos botellas de tinto. La idea era pasear un poco, dormir una siesta, hacer las compras.
El tiempo, cuando la brisa es suave, se va rápido. Entramos al bosque muy despacio, como si el pasto fuera agua. Nos tiramos a tomar sol cerquita del auditorio. Beto contó que en ese lugar vio por primera vez a Spinetta. Mordía un pasto, los ojos entrecerrados en su cara de polaco. Un perro se acercó, olió al Pacha y se tumbó con nosotros. Era lanudo, de hocico largo. Nunca vi un animal tan confiado. De golpe, éramos cinco. Yo miraba un banco recién pintado y saboreaba unos bizcochos Canale. Escenografía idílica en este mundo anfibio.
Hubo siesta al aire libre. A eso de las seis, pensamos en el festejo. Activamos pasadas las siete. Compramos queso, tomate, lechuga, mayonesa, dos paltas, vino tinto. Pintó menú vegetariano. El hambre no nos dio tiempo para organizar el festejo. Comimos a las 10 de la noche. Nos concentramos en la cena y la acabamos en seguida. Casi no hablamos, el Pacha hizo un par de jodas en el brindis. El brindis: tres vueltas de vino y el humo de las flores.
Después, nos fuimos como rayos a la playa. En el camino, tropezamos con un pino caído. Era un árbol chico pero pesado: tuvimos que arrastrarlo entre todos. Sorteamos un médano y un tipo que estaba en un parador nos gritó: Fuego no, ¡eh! Fue una orden. La acatamos al revés. Beto roció el árbol con Absolut. Le tiró la botella completa. El fósforo estuvo a mi cargo. Fue un incendio forestal, una fogata maldita, un sacrilegio. El viento nos ayudó. Vi la cara de Beto y supe que estábamos en lo correcto. Se cagaba de risa. Era el tipo más feliz del mundo. El mar, atrás nuestro, parecía el marco borroso de una estampita. Me pareció ver al perro del bosque cruzando la sombra, con ese trotecito áspero que tenía, pero la verdad es de eso no estoy tan seguro.