¿Qué hacen los muertos en este pueblo?

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-Si me prometés que no vas a decir nada, te cuento el gran secreto de este pueblo. 

La chica, en el lado derecho de la cama, le dijo esa frase mientras jugaba con el control remoto. 

Dijiste que sos escritor. Esta historia te va a gustar. 

Soy escritordijo el hombre. Pero no puedo prometerte nada. Si me gusta, en algún momento la voy a usar. No confiés en mí.

Ella rio y él se sentó, apoyándose en el respaldo. Todavía le dolía la espalda del micro. Compartieron un cigarrillo. La chica fue hasta la ventana de la habitación; aunque estaba desnuda corrió las cortinas y se quedó mirando hacia afuera. Después, cerró las cortinas, volvió a la cama y se sentó junto al hombre. Parecía más alta que cuando se habían conocido en el bar, unas horas atrás. Ahí, donde unos tipos miraban una pelea de box y servían un café horrible, el escritor se había sentado en la barra antes de ir a la habitación. La chica entró y se ubicó junto a él. Al principio no hablaron demasiado. Ella pidió cerveza; el escritor pensó que era increíble cómo tomaba esa chica. Parecía que tuviera años de aguantar la sed. Acaso porque ese detalle le interesó, se pidió un whisky. Ella lo imitó. Al rato charlaban los dos bastante alegres. Eran casi las dos cuando la llevó a su habitación. 

¿Cuál es ese famoso secreto?preguntó él.

Ella tiró el control remoto entre las sabanas y respiró hondo. Dijo las palabras muy despacio:

En este pueblo, en este pueblo de mierda, los muertos vuelven.

Él trató de poner distancia y simpatía en su sonrisa. La culpa era suya. Por decir que era escritor en lugar de viajante o cualquier otra profesión, debía soportar las pavadas que le ofrecían para sus futuras obras maestras. Se quedó en silencio, un poco decepcionado. La chica le tocó el brazo.

Sé que es difícil de creer. A mí me pasaría lo mismo. Escuchá: cada noche, desde el momento en que se va el sol hasta que amanece, los muertos vuelven al pueblo. Nadie sabe de dónde vienen. Vuelven como eran. Iguales al momento de morir. No son zombies que comen cerebros. No son esqueletos. 

¿Hablan? ¿Qué hacen los muertos en este pueblo?dijo él, por decir algo, mientras intentaba recordar a qué hora salía el micro del andén pegado al hotel. 

Hablan. Hacen lo que hacían en vida. Se encuentran con sus familiares. 

Deben ser momentos muy emotivos. 

Ella no percibió –o dejó pasar- el tono sarcástico de su voz. 

Capaz la primera vez fue así dijo.Ahora no es tan lindo. Para los vivos, al menos. Los muertos no saben que están muertos. No saben que están volviendo. Los vivos, sí. Prestá atención: en todas las casas se escucha gente llorando. 

La chica se levantó y volvió a abrir la cortina. Afuera se veía la calle, apenas iluminada. Cada tanto, se oía un motor o la voz de algún chofer.

Vení, por favordijo.

Él se acercó. Ella señaló hacia afuera:

¿Ves ese hombre que camina ahí? Se llama Edgardo. Es alcohólico. Va a su casa. Cree que vuelve del bar. Esta noche, como la de ayer y la de anteayer, golpeará a su mujer y a su hijo. Es una bestia. Después se va a caer en la bañera. O se dormirá en el sillón. No importa. Mañana aparecerá de nuevo caminando a su casa. La mujer y el hijo lo esperan. Así cada noche.

Sin darle tiempo a contestar, la chica señaló a dos viejitos que estaban sentados en un banco, a pesar de la hora.

Son Roberto y Carmen. Ella murió. Tenía Alzheimer. Estuvieron casados 54 años. Todas las noches Carmen aparece ahí y como le cuesta caminar y no se acuerda del camino, él la espera en ese banco. Cada noche va a buscarla, para que ella no se asuste y se pierda en la oscuridad. Hablan de sus vidas, agarrados de las manos. A la mañana, Roberto está solo.

La chica se puso a llorar y el escritor la abrazó, pensando que la historia le gustaba, pero que lamentaba estar despierto a esa hora, en esa situación. 

¿Por qué no dormimos un poco? preguntó.

Estaba cansado. Había viajado todo el día rumbo a una remota feria del libro, cargando una valija con ejemplares de su última novela, y todavía le quedaba bastante trayecto. La chica se apartó; lo miró con gesto serio.

No me creés. Claro. Sos un hombre con estudios. Un intelectual.

No, no lo soy. 

Ustedes no entienden lo que es vivir esto. Es el infierno. Un infierno donde sufren los vivos y los muertos no se dan cuenta de nada. 

Es verdad dijo él. Parecía evaluar un argumento. No es el infierno tradicional.  

Es peor. Es injusto. Como mal hecho. Mirá hacia esa casa. La que tiene el Ford K en la puerta. Ahí vive un matrimonio. Andrea y Mario. Tenían un bebé que murió a los tres meses. Cada noche vuelve. Aparece en la cuna. Llora toda la noche. Ellos no pueden desarmar la cuna. No pueden dejar de comprar pañales. Están enloqueciendo. ¿Qué mal hicieron ellos? No es justo. 

La chica prendió un cigarrillo y se ató el pelo hacia atrás con una colita. En el cuello tenía el tatuaje de una rosa enroscada a una pistola. El escritor miró disimuladamente el reloj. Eran las cinco y doce de la mañana.

¿Por qué me contás esto? preguntó. Es el gran secreto del pueblo. No deberías.

Los vivos se pusieron de acuerdo en no contar nada. No quieren que esto se convierta en una locura mundial. No quieren prensa ni ayuda. Si es una maldición, si es un castigo de Dios o del Diablo, ¿qué se podría hacer? Nada. 

El escritor le acarició la cara. 

Quiero que me contestés algodijo. Que me contestés con la verdad.

Eso hice hasta ahora.

Dijiste: “los vivos se pusieron de acuerdo”. Eso quiere decir dos cosas. O armaste mal la frase, porque tendrías que haber dicho «nos pusimos de acuerdo”, o, segunda posibilidad,  no sos uno de los vivos. Sos una chica muerta y acabo de practicar con vos un –espero– respetable acto de necrofilia.

Lo dijo tratando de sonar divertido y concluir el tema, con la intención de darle el pie para que ella terminara la broma. Pero ella no rio. En su voz -y en su mirada- había melancolía y cansancio cuando empezó a hablar. 

Los muertos vuelven intactos. Con sus virtudes. Sus vicios. Mirá, mi vida fue corta pero muy agitada. No me importaba nada. Ni nadie. Siempre me metí en problemas. Por tomar mucho y hablar de más. Por escaparme. Pero hay una gran diferencia: yo sé que estoy muerta, y sé lo que pasa cada noche, cuando vuelvo. No soy como ellos. Tal vez ese sea mi castigo. Darme cuenta del dolor. Tengo que vivir cada noche con eso, ¿entendés? Cada noche. Para siempre. Y ni siquiera el alcohol me calma. No tiene gusto a nada.

Se quedó en silencio. El escritor descubrió que la chica tenía un lunar al costado de la boca. Un lunar que se parecía a una manzana. 

Podés contar mi historiadijo ella. O discutir conmigo si es verdadera. No me importa. Lo que más me gustaría es que en estas horas que quedan antes del amanecer, volviéramos a la cama. Solo te pido eso. Nada más. No me dejés sola.

¿Qué va a pasar cuando amanezca? 

Voy a desaparecer. 

¿Desaparecer? ¿Cómo es? ¿Duele? 

No. Es como dormirse. Me despierto mañana a una cuadra del bar. A las 20:56. 

Volvieron a la cama y se acostaron, en silencio, cara a cara. La noche, en un ángulo de la ventana, iba perdiendo lentamente su oscuridad. Pronto, muy pronto, entraría luz por debajo de la puerta o por el baño. Al escritor le pareció que la chica temblaba un poco. Tratando de encontrar algo de deseo sin contaminar por la piedad o el miedo, le dio un beso cerca del lunar. Después cerró los ojos.

 

Mauro De Angelis

Mauro De Angelis
Mauro De Angelis
Nació el 8 de agosto de 1976, en Capital Federal. Desde los diez años vive en Mar del Plata, donde asistió a los míticos talleres literarios de Daniel Boggio. Obtuvo el 1º lugar en el Premio Municipal de Literatura Osvaldo Soriano 2011, en la categoría Poesía, con su libro Tierra leve; en 2009, en el mismo certamen, rubro Cuento, logró el 2º lugar. En 2013 su relato «Guapo» fue seleccionado en el Premio Itaú de Cuento Digital e incluido en la antología Mate. Un cuento suyo fue seleccionado por Pablo Capanna para integrar Más acá. Antología del género fantástico argentino (Letra Sudaca Ediciones, 2015). Ganó el Premio Alfonsina en Creación Literaria. En 2016, editó el libro de cuentos Vía Crucis (Letra Sudaca Ediciones) Ha escrito las novelas (inéditas) Tríptico de la feria, El artista de las esferas, Wilson, y, junto a Sebastián Chilano, El Lémur.

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