Un padre clásico

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La caída del sol indicó el inicio de la marcha. Los hombres bajaron la colina artificial en silencio, apoyando con cautela los pies sobre las piedras en el primer movimiento de dispersión  y concentración de la jornada. El sacerdote encabezaba la procesión a un costado del río, en dirección contraria a su corriente. No se oían quejas, sólo el roce de la cizaña en los cuerpos y el ruido de las copas golpeándose entre sí, colgadas del lomo de los asnos.

 

La víctima no miraba a los hombres ni al cielo. Tampoco recordaba, lo que daba cuenta de la sabiduría de la elección. Si hubiera tenido una familia o algo que echar de menos, o hubiese pertenecido al ejército y compartido siquiera algún momento de su gloria (si hubiera tenido al menos un solo recuerdo), se habría resistido el traslado. Pero marchaba en paz, resignado a cumplir con la determinación del Imperio y hasta satisfecho de ser, por un momento, la atracción de la ceremonia en el otero.

 

El sacerdote desvió algunos grados hacia el norte y los hombres lo imitaron, guiados por los brillos de su tiara. Desde allí veían unirse los cauces de los ríos y mezclarse sus colores. Rodearon las sepulturas, y dejaron el vino y la leche sobre las piedras, a los que les sumaron la víctima ya desnuda. Las mujeres esparcieron utensilios sobre unos círculos espesos de algodón y prepararon los alimentos: derritieron la miel, secaron la sal y asaron carne a poca distancia de las brasas. Un hombre bajo cavó un pozo profundo y estrecho, del diámetro de su pie, por donde se arrojarían las infusiones a los muertos. La brisa que venía de la costa disipaba el aroma de los inciensos y avivaba el fuego, que parecía señalar el mar en prosternaciones regulares.

 

De inmediato comenzaron las libaciones sobre las tumbas de los grandes guerreros, venerados por los hombres y solicitados para planificar y ejecutar la defensa de la ciudad a cambio de prerrogativas vitalicias y la sumisión de algunas mujeres en cámaras secretas. Se echó vino en los pozos y se dejó caer leche de las tinajas. Pero faltaba la sangre. La víctima esperó el sacrificio sin pedir clemencia, lo que a los ojos de sus ejecutores significaba un pedido de mayor crueldad; vio acercarse al verdugo y escupió varias veces su rostro y el del auxiliar que velaba las armas.

 

El verdugo le cortó con una pequeña hoja de bronce las arterias más caudalosas del cuello, y luego la otra; se retiró unos pasos y dio algunas instrucciones displicentes. Dos hombres tomaron a la víctima de los cabellos y sostuvieron su cabeza inclinada hacia atrás, guiando la sangre que manaba hacia un recipiente hondo en forma de medialuna. A punto de desvanecerse, sin perder la calma, con una voz que surgía de su boca y los orificios abiertos en el cuello, pidió que la dieran vuelta y por un instante contempló el reflejo de la noche sobre los ríos. La hermosura era honda. El verdugo cambió herramientas, tomó una hoja de metal dentada de unos cuatro codos, verificó el filo con sus pulgares y serró el cuerpo del sacrificio. Cortó los brazos a la altura de las axilas y las piernas por debajo de la línea de la pelvis. La sangre de los recipientes -aún tibia- fue vertida en unas astas de buey, anchas, ensartadas en la tierra, y de allí derramada hacia la profundidad del pozo en medio de oraciones improvisadas y el llanto de ayuno de los niños.

 

El sacerdote aprobó el acopio de alimentos en la fosa y dio las preces con urgencia. La primera línea de magistrados bajó del emplazamiento a presenciar el final del rito. Un guardia agrupó los restos de la víctima sobre una bandeja tallada, provista de ranuras en sus extremos para colar la grasa; roció la carne y los huesos astillados con un aceite espeso y los encendió con la llama de una antorcha. Uno de los hombres dio su espalda al espectáculo y se aisló entre las cabeceras de dos tumbas, con el propósito de mutilar lombrices. Las cortó en pequeños segmentos y dijo que de cada una haría diez, y que de cada diez haría cien. Tenía llagas en las manos, de tanto hurgar bajo las piedras y entre la maleza cercana a la cuenca. Debido a su afición, el Emperador solía convocarlo al pie de sus aposentos; lo obligaba a explicar su ceremonia y luego a tragarse los gusanos.

 

Cuando finalizó el rito las mujeres se reunieron en grupos y pronunciaron una serie de invocaciones, por turnos y en voz alta. El sacerdote las interrumpió con una palabra que pareció atemorizarlas, y los peregrinos comenzaron el descenso desde lo alto del cerro. Bordearon nuevamente el río -al que arrojaron los restos del banquete- y cerca de la medianoche se detuvieron frente a la muralla. Ocuparon la pausa en conversaciones variadas que no desdeñaban las burlas y, por lo tanto, tampoco la ira de algunos guerreros, quienes al calor de la ingesta y el cansancio blandían sus espadas, cotejaban con violencia sus envergaduras y desviaban, con el plano de sus metales, el resplandor de la noche hacia los ornamentos de la fortaleza.

 

Desde uno de los torreones se dio la orden y en lo alto de la muralla varios carros, con sus cuatro caballos, giraron sobre sí, vigilaron los movimientos y disuadieron con sus maniobras la posibilidad de un ingreso sin disciplina. Una de las puertas de bronce, del alto de diez hombres con sus yelmos, comenzó a abrirse lentamente. El cuerpo de custodia arrastraba la mole hacia atrás, aferrándose a unas enormes argollas que golpeaban sobre la puerta al finalizar cada una de las tracciones firmes y breves. Sus integrantes eran hombres jóvenes, de músculos intimidantes, distinguidos en el Imperio merced a la constancia de sus esfuerzos, algo que estaba inscripto en las líneas gruesas de la frente y en las venas henchidas de las sienes.

 

Uno de los gigantes se desmayó durante aquella demostración de fuerza. Cayó lánguido, poco a poco, con una mano arqueada a la altura de la frente, dando a entender -tal vez lo dijo- que no podía más. Sus compañeros intentaron reanimarlo. Abandonaron sus puestos y lo rodearon. Uno de ellos, corrió a pasos veloces y cortos hacia la entrada del bosque, golpeando su pene con las piernas, con las manos cruzadas sobre su pecho. No ocultaba su desesperación. El grupo lo vivó, aún cuando varios hurras, del único forzudo alejado del grupo, llevaran sorna y desacuerdo (y tal vez celos).

 

El anciano ingresó en grupo a la ciudad y se retiró solo a su vivienda. Repasó con su mirada las armas, los trofeos y la flauta que acompañara largas elegías antes y después de las guerras. De cada objeto extrajo un recuerdo, y de esos recuerdos surgieron las antiguas fiestas, la entrega de los bueyes y su sacrificio, y las discusiones en torno a la fragua. Contempló las sombras de Palacio que daban sobre las construcciones rústicas de la bahía, y giró de un golpe cuando escuchó pasos que juzgó rastreros y enemigos. Era su hijo, un joven defectuoso que admiraba el honor de su padre y lo tomaba de ejemplo en las competiciones verbales, de las que participaba bajo los pórticos. El anciano recibió un trozo de ave asada y una bota de vino.

 

– Eres un buen hijo.

– Vengo de usted, padre.

 

Se miraron un momento y luego de una pausa, que el anciano destinó a beber con desesperación, reanudaron la charla. El murmullo del puerto se había apagado con la caída de la noche sobre la ciudad; los artesanos pulían las piedras y ejercitaban el regateo, y los mercaderes hundían los peces moribundos en tinajas con sal. El anciano observó la pierna de su hijo, con una aflicción que no demostró.

 

– Ya no duele, padre; pero apesta.

– Sanará.

– No es lo que me han dicho.

– Una mañana despertarás sano.

– Le sobra optimismo y le falta razón, padre.

 

El padre hizo un gesto de censura y volvió a su presa. Tomó el vino con las dos manos y al dejar la bota observó que el fuego del altar se extinguía. Se incorporó de un salto, avanzó hacia el hogar y en la mitad de un paso arrojó dos leños; el primero con violencia, y el segundo con la calma necesaria que lo resarciese de ese acto enfático ante los dioses.

 

– No tema, padre. No hay dioses en la Tierra, ni en el cielo.

– Sí los hay, y son justos.

– ¿Es acto de justicia mi pierna infecta, pútrida, corrompida, pestilente? ¿Eh? ¿Ah? ¿Que sus ojos la miren es un premio?

– …

– Que se extinga el fuego de una vez, y que sea por todas.

– …

– Le pregunto, padre: ¿dónde han estado mientras el hogar   permaneció encendido?, ¿qué habrá de esperarse de ellos cuando el leño sea ceniza?

 

El anciano se retiró a descansar, satisfecho del aprendizaje de su hijo. Le había enseñado a trabajar con paciencia la definición de los diálogos. Despertó acalorado, y apenas se incorporó escuchó los cascos de los caballos y las ruedas de los carros sobre las piedras. Imaginó el polvo elevándose hasta los hocicos, las coces contra los ejes y la punta de los látigos hundiéndose en la carne de las bestias. Estaban en guerra. Se vistió de apuro y salió a la calle. Los guerreros se habían concentrado en las plazas, al pie de las estatuas elevadas en honor a sus viejos compañeros de armas. La guerra no tenía secretos para él. Había que medir al ejército invasor desde las torres, alistar hombres y pertrechos y resistir el asedio con ataques sorpresivos; los guerreros de avanzada debían arrojar proyectiles livianos, y los de retaguardia replegarse en las inmediaciones de Palacio. Así había sucedido a lo largo de todos sus combates y así sería en el futuro. No había novedades tácticas que sorprendieran a un ejército en guerra, y sólo el valor de los hombres regulaba el éxito de cada empresa. El anciano recorrió la ciudad, arrastrando el borde de su chitón por las calles y comprobó el escaso entusiasmo de las tropas, juzgándolo el resultado de principios escasos y exceso de batallas. Levantó sus ropas y orinó en una calle apartada, atento a la presencia de cualquier intruso. Desde su izquierda, el lado del que no oía bien, avanzó un grupo de guerreros relajados y soeces. Profirieron anatemas; aludieron sin compasión a su senilidad y se alejaron en medio de onomatopeyas de flatos e imitaciones de parlamentos sin dentadura.

 

El anciano las fue escuchando con su oído sano, mientras se alejaban en dirección a la plaza de armas. No era el espectáculo que deseaba ver; prefería la paz de su cámara, el sonido del río y -durante los accesos de tos- el aire perfumado del monte. De modo que regresó junto a su hijo, quien dormía pese a la fiebre y los murmullos de estímulo de los guerreros.

 

– Despierta. Hay caballos en las calles y hombres en los carros. La guerra ha vuelto tras las murallas; habrá sitio y, si el invasor es fuerte, desviará los ríos e inundará nuestra casa…

– …

– …los alimentos serán menos pero no serán peores.

– …

– Hijo: despierta.

 

La herida del hijo supuraba jugos viscosos y emanaba olores dignos de alimañas. El joven quiso incorporarse, pero la fiebre nocturna había doblado el peso de su cuerpo, y apenas si pudo apoyarse en sus codos ulcerados. Yacía de costado, con los ojos perdidos en el perfil de su padre. Afuera los ruidos se alejaban hacia las murallas, y allí rebotaban; el hostigamiento del enemigo se había suspendido, como cada vez que el invasor se detenía ante las puertas a estudiar la posibilidad de asalto.

 

Alguien, tal vez un mensajero, o un sacerdote que escalara el cerro para bendecir sus tropas o maldecir las enemigas, podría haber divisado desde lo alto los jardines colgantes de la ciudad. Dos hileras de columnas los sostenían a gran distancia entre sí, inconcebible -a simple vista- para una estructura que no se derrumbase. Los árboles implantados no eran menos frondosos que los del bosque de la cuenca, el diámetro de sus troncos era el mismo, y los frutos más sabrosos que los de tierra firme, pese a las intrigas de los campesinos, quienes en las ferias le adjudicaban facultades insalubres.

 

El hijo intentó en vano incorporarse a hurtadillas; la postración lo avergonzaba y al mismo tiempo le daba valor, pero su valor y su vergüenza sólo servían para inducirlo a esfuerzos que lo volvían cada vez más débil. El anciano, quien de espaldas al joven había advertido la respiración irregular y tensa de una cópula entre bestias, giró con cautela:

 

– Ya no siento las piernas.

 

El padre reguló su aliento, lo tomó de las muñecas e inició varios movimientos bruscos al cabo de los cuales el joven se encontró al borde de su cama. Le tendió una botella con agua. El hijo tragó sin convicción. Por algún motivo que sólo los guerreros comprendían, los gritos previos a la guerra, que atravesaban la ciudad de este a oeste, eran los mismos que anunciaban la victoria del ejército tras las batallas. Se apoyó contra la pared, exhausto por su intervención y el largo sufrimiento que velaba el dolor de su hijo por las noches. El joven se dirigió a él sin mirarlo:

 

– ¿De qué le sirvo, padre?

– Eres mi hijo.

– ¿Y si muriera antes de la guerra?, ¿lucharía?

– …

– ¿Mataría al invasor?, ¿defendería las tierras donde yaciera su hijo?

– La guerra sólo sirve a la ambición de extraños.

– ¿Y cuál habría de ser su ambición si ocupara un lugar en el   Imperio?

– …

– …

– Sanarte, hijo.

– ¿Sólo eso?

– …

– ¿Y lo demás, padre? Podría llevar mujeres a su cama y manjares a su mesa. Si quisiera, podría tenerlo todo: la custodia de los hombres más fuertes, las riquezas más grandes; el respeto de sus enemigos. Y su temor.

– …

– …

– …

 

Al cabo de seis días el ejército del Imperio destruyó la ambición de las fuerzas invasoras, y el olor de los cadáveres se esparció por el aire de la ciudad: dos mil soldados muertos; y mil caballos, que alimentaron al enemigo en retirada hacia el norte. Se organizaron festejos, se bebió a raudales, se fornicó de modo colectivo y en la madrugada tuvo lugar el censo de tropas. Un portavoz de Palacio nombró al máximo guerrero y a su nombre le respondió un prolongado silencio, de muerte o de olvido. Luego, comentarios infundados; hasta que finalmente se constató su baja en los puestos de vanguardia.

 

Las ceremonias de duelo se sucedieron en la ciudad durante largas jornadas, hasta que el Emperador ordenó la sepultura y aseguró su presencia durante la rendición de honores. La ciudad organizó el homenaje a su guerrero sin olvidar detalle: se asearon los caballos del ejército, se engrasaron los ejes de los carros, se lustraron los escudos y se obtuvieron alimentos y bebidas en donación. Un emisario llegó hasta la casa del anciano con un mensaje del Emperador.

 

Se reunieron a solas, mientras el hijo descansaba envuelto en pieles de corderos. Luego de la charla, el anciano despidió al mensajero, regresó junto a su hijo y esperó que despertara. Lo incorporó y le llevó la cena al lecho. Como todas las noches, el hijo no pronunció oraciones, pero cedió su silencio para que su padre se solazara en ruegos ante el poder de los dioses. El anciano dio término a su penitencia y refirió la muerte del guerrero.

 

– ¿Habrá ceremonia?

– Sí, hijo, la habrá.

– ¿Irá el Emperador?

– Así será.

– Tirano. Inepto… Pelotudo.

 

El pecho del anciano se contrajo en un espasmo violento y quejumbroso; su voz surgió potente e ingobernable por el hecho de haber reprimido la exhalación que hubiese llevado a los oídos de su hijo un plañido lastimoso y femenino. El hijo interrogó y el anciano fue hilando un relato detallado de lo que al día siguiente habría de ocurrir durante la inhumación del héroe. Le informó acerca de las instrucciones del Emperador, quien exigía que él, una gloria de la defensa del Imperio, en nombre de su familia, fuera sacrificado en el hocino, a la mañana siguiente, cuando cantaran los gallos y el sol se filtrara entre la fronda del monte y diera sobre las escamas de los peces y las piedras alineadas en las mesas del mercado.

 

– Pero usted defendió el Imperio, fue celebrado en los ministerios y aclamado en las plazas.

– …

– No debe permitirlo, padre. Iré a Palacio, solicitaré reuniones y acudiré a la memoria de los antiguos consejeros.

– No lo hagas.

– …

– He traicionado.

 

El padre habló de la vieja falta cometida, y manifestó que esa falta había sido juzgada alta y grave. El tiempo transcurrido no la había borrado. Nadie resiste un archivo. La resolución de Palacio de no haber dado antes curso a su ejecución se debió a la limpieza de sus fojas marciales, a sus ruegos privados de indulgencia y, en gran parte, a la decisión de un Soberano senil, depuesto tempranamente por sus herederos a los postres de una celebración familiar.

 

– Bajo esas circunstancias abandoné el ejército.

– No importa, padre, pediré por usted.

– …

– Lo haré.

– No lo hagas.

– Sí. Lo haré.

– ¡Si te digo que no, es no!

– Pero, papá…

– ¡Se acabó!, ¡no rompas las pelotas! Te parecés a tu vieja.

– Pero…

– “Pero papá”, “pero papá”. Boludo. No te da vergüenza. Todo el día “papá”, “papá”, “papá”. Pesado. Andá, salí, garchate alguna puta en el ágora. ¿Sabés cuántos rengos como vos la ponen? Haceme el favor…

 

La luz nocturna daba volumen -también cierta irrealidad- a la silueta de los hombres sentados al borde del camastro, quienes conversaban sin mirarse, apenas rozando sus cuerpos para constatar que la conversación no era imaginada. El padre miró la clepsidra y por un momento intentó llevar la cuenta del goteo. Se perdió. Balbuceaba palabras incomprensibles o, simplemente, las pronunciaba en voz baja. Luego secó la saliva de sus labios, hinchados como belfos; extrajo de su dentadura pequeños restos de la cena y tomó aire para diferir el acceso de tos convulsa que tarde o temprano lo dejaría inclinado ante el hogar.

 

Recordó no haber sido castigado a cambio de su antiguo perjuro; recordó no haber sido multado, ni enviado a los confines. Reconoció que entonces no hubo orden del Imperio que le haya quitado grado o jerarquía militar. Inesperadamente interrumpió su relato para decirle a su hijo que el emisario de Palacio le había advertido que una vez realizado el sacrificio, él sería enviado al mercado de contrahechos del puerto. Allí permanecería sin atención ni licencias.

 

– ¿A dónde?, ¿a lidiar con imbéciles?

– …

– Yo no voy una mierda… Que se vayan a la puta madre que los parió. Manga de chorros

– No debes preocuparte. He dicho al mensajero que no serás   humillado.

– Gracias, pa.

– También le he recordado… También le he recordado, esteee, ¿cómo es?, eehhh…que para la Ley Imperial es, digamos, lícito sustituir a condenados por eeeehhh… herederos. Viste cómo es esto.

– ¿Y qué? ¿Qué pasa?

 

El anciano comenzó a toser y a juntar valor para decirle la verdad.

 

 

(1996)

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