Hay en la guerra una teatralización. Los Infernales golpean cueros y piedras, levantan polvareda, gritan. Los realistas no avanzan. La guerra es por territorio. La economía cae presa del hambre. Depende de la sed, de la montaña. Tres indígenas van hacia un refugio. Hay un rancho de adobe como ladrillo, hay una camioneta estacionada no muy lejos de la gruta que ellos buscan. Los tres indígenas son reyes, como si fueran persas, y en los ojos del esposo, de pie junto a la mujer que acaba de dar a luz a su primogénito, está la ceguera del cóndor viejo. El primero de los tres deja una bolsa con pimentón quemado en el rescoldo y molido en piedras de mortero, el segundo deposita con suavidad sobre las piernas varicosas de la esposa una flor blanca de cardón, y el último le ofrece al esposo una vasija llena de agua que conserva en su deshielo una gota de ónix. El esposo agradece. Es mayor que la mujer que acaba de parir. Muchas otras cosas es, menos ser el verdadero padre del niño. El esposo habla. Los indígenas dicen que no hace falta, pero el esposo no agradece los regalos, agradece la palabra: le acaban de confirmar que debe huir. El líder realista ha mandado decapitar todo animal que nazca macho por la zona: chulengos, tekes, niños, todos. El éxodo bíblico del general Belgrano es una amenaza que el esposo debe repetir en solitario junto a su familia. Su vecino le niega la camioneta, pero le consigue burros donde subir a la esposa puérpera para huir. La cuesta del Obispo podría ser, o la de Lipán: a sus vecinos les da informaciones distintas para que los espías no sepan dónde buscarlos. No irá al Lipán: donde lo espera sal no hay vida. No irá a Cachi tampoco. Simplemente desaparecerá. Y con él su hijo. Al menos por los próximos treinta años.
A los reyes magos les esperan destinos impares. Mientras están juntos, los curiosos les sacan fotos en su viaje. De pronto se saben un atractivo turístico para los excursionistas que los miran desde las ventanillas de las camionetas turísticas. Deciden salirse del camino marcado. Se meten en la montaña, en senderos que los exploradores no conocen. La primera noche prenden un fuego no para comer —no tienen nada, todo lo gastaron para ofrecérselo al recién nacido—, lo encienden por el frío que baja de la montaña. El niño ni siquiera abrió los ojos para vernos, dice uno. Debió intuir que no somos reyes, contesta otro y da por terminada la charla. A la mañana emprenden la marcha. Hay huellas de soldados realistas por todas partes. En un parador turístico les cobran por ir al baño. Tres denarios, dice el cartel. No tienen efectivo. Si tan solo hubiera un cajero automático, dice el que le ofrendó al niño la flor blanca del cardón. El de la piedra ónix consigue venderles piritas a unos turistas muy blancos que hablan en francés. Con el dinero desayunan café, huevos fritos con panceta, usan el baño y acarician un gato. Saben que deben separarse. Antes hablan del niño y arriesgan futuros probables. Crecerá escondido, anónimo. Hará artesanías. Ayudará al oficio de su padre, carpintero. Pero cuando grande se perderá en el desierto y volverá cambiado. Los infernales de Güemes usan el desierto y la locura a su favor, dice uno. Pero en el desierto, el niño convertido en hombre será tentado, dice otro. ¿Y qué pasará? No lo sé. ¿Quién puede saberlo? Se separan. No hay abrazos. No hay teatralización de la despedida.
Uno irá hacia el Oeste y conocerá a un suizo de barba blanca, de piel curtida, tan flaco como los tendones de un guanaco, que le dirá que se pueden hacer señales al cielo. Lo convencerá de construir un ovnipuerto. Pondrán en forma de ruinas circulares las piedras para atraer a los seres de otro planeta. Matame, le pedirá el suizo, y después escondé mi cuerpo y mis huesos donde nadie los encuentre.
Otro —el de la bolsa de pimentón— volverá a la civilización, a los ranchos ajenos. Venderá condimentos en la plaza principal de Salta. Pasarán días, años, décadas, y finalmente será convocado a la guerra: Güemes, rodeado de enemigos, buscará soldados en los pobres. No pagará nunca más un tributo si pelea para él. Muy por el contrario, los ricos deberán pagar. Entre la multitud que escucha el discurso verá a un hombre que patea puestos de artesanos junto a sus amigos. Una secta, piensa. Un grupo de locos o de ambientalistas. Se acerca, pero lo rechazan y se une al improvisado ejército de Güemes. Ahora sí es un Infernal, pero aún entre ellos todos desconfían de él: se nota su pasado monárquico, su elegancia, sus bailes de salón parisino, sus modales hasta afeminados. En una emboscada a los realistas lo muerde un perro sarnoso. Mata al perro y se corta el brazo, como si fuera a evitar una infección zombi. No puede pelear y vuelve a la plaza. Será un pobre artesano que pide monedas al costado de la Catedral, enfrente al museo de Alta Montaña donde exhiben tres momias todavía.
El último de los reyes que ofrendó enseres al niño aprenderá a ser chamán. Moverá los brazos y sonaran las campanas atadas para curar a los enfermos en cualquier parte donde vaya. Repartirá barbijos y pastillas antigripales. Será el primero en promulgar la vacunación y será llamado para curar a Güemes cuando embosquen al gobernador a la salida de su casa, pero no asistirá. Varios verán como una traición su negativa y deberá huir. Llegará a la montaña. Dormirá entre el frío de los cardones, lejos de cualquier peligro animal. Una noche mirará al cielo y verá una estrella —una nueva, no la misma que vio cuando se juntó con los otros para buscar al recién nacido— y sabrá que ese niño, ya hombre, habrá cumplido su destino de morir crucificado. Se preguntará si los soldados que le clavaron la lanza y le ofrecieron la esponja con vinagre se animaron a mirarlo a los ojos. Se pregunta si habrá muerto rápido, si lo enterraron ese mismo día. Se pregunta cómo murieron los otros reyes, cómo morirá él.
Sebastián Chilano