Milivoje Pesic habla en argentino

I

El marinero yugoslavo pasó cinco años preso por un crimen que no cometió. Solo, sin hablar una palabra en castellano, aquella noche en que desembarcó en el puerto de Necochea, una pelea entre putas lo hundió en su marejada. El yugoslavo de los ojos brillantes recibió un golpe y cayó desmayado. Al despertar, su destino estaba escrito: Una de las mujeres había muerto y la otra pedía ayuda a los gritos. Pesic fue condenado a 16 años. 

Otro hecho aparentemente sin conexión alguna, pudo, años después, vomitar la injusticia. En 1983 fue detenida en España una banda integrada por 30 argentinos. Entre ellos había dos famosos ladrones, Carlos Franos y Juan Hienkel. Confesaron, como salvoconducto y garantía de una repatriación, el crimen de aquella mujer.

Pesic, para entonces, había dejado la cárcel de Azul, cumplida su sentencia y, sin saberlo, emprendió el regreso a un nuevo infierno: la guerra de Bosnia en su patria natal. 

Por suerte, esta vez, aunque de nada le sirviera, había aprendido a hablar en argentino.

II

La puta se me acercó esa noche, apenas bajé del barco. Me estaba buscando, aunque no me conocía, lo vi en su cara.  

El marinero conserva todavía un antiguo brillo en sus ojos y parece salido de una película de Kusturica, donde sólo falta la música de trompetas exaltadas y frenéticas. 

Está en Trebinje, en los Balcanes, donde nació y aún viven sus padres y hermanos. Un barco del puerto viejo de Dubrovnik lo llevó por el mundo, lo dejó atrapado en una cárcel de la Argentina y, en el límite de lo verosímil, lo devolvió a la guerra de Bosnia.

No se ha casado ni tiene hijos. “Dios no me ha dado hijos, pero el diablo me dio sobrinos”, dice de repente y con una sonrisa cariada y gris, mira hacia donde una fornida joven sale a la calle con unas bolsas del mercado. Se llama Ivanka y es la hija menor de su hermana Ljubija. Está por casarse dentro de un par de meses, con un médico del pueblo, y toda la familia está con la cabeza en los preparativos y regalos de la boda. 

Cuando Milivoje estuvo en la cárcel de Azul, apenas podía decir dos o tres palabras en castellano, y repetía insistentemente el nombre de su pueblo, más que para responder a preguntas que no entendía, para indicar el distante mundo en que se hallaban los que podían ayudarlo. 

Para salir de Sarajevo, con destino a la costa croata, hay que pasar por allí. Sólo hay un ómnibus al día, que te lleva en un recorrido lento y con infinitas paradas en la ruta, mientras se cruzan vacas y curvas de montaña.  

Fue probablemente construida por los eslavos en un asentamiento romano, y abandonado por los sarracenos en 840. Por eso hasta la luz es vieja en este pueblo donde hay un río en medio, un monasterio en un monte, una mezquita cerrada, con su minarete silencioso y varios puentes de mitad del siglo XVI. 

No se puede creer que el marinero de los ojos brillantes esté aquí sentado, esperando la boda de su sobrina. El mar ha dejado encerrado en él, la balanza exacta donde se pesan los sueños y las desgracias. Ahora, desde la orilla del río, ve la silueta de un cormorán en vuelo. Tiene forma de aspa como las de los molinos. Y recuerda a los pescadores chinos que, con una crueldad inhumana, los capturan y llevan en sus barcos. Le anudan cintas de cuero alrededor del delgado cuello. Los cormoranes se elevan hacia lo alto y se arrojan desde allá, se zambullen y atrapan a los peces. Con retorcidos movimientos intentan zafar de la horca china, inician un vuelo pesado y caen fatalmente sobre la cubierta atragantados. Ha visto esta escena. No la olvida. Esa tortura –me dice- la sufrí en carne propia como un negro cormorán. Los hijos de puta sabían que no hablaba su lengua, y la tortura era como el esperanto, un idioma que todos pueden entender. Te juro que sus bocas escupían ruidos del infierno. Vos, ahí, no sabés si quieren escuchar un bel canto de tenor o si te atragantaban a propósito, para que te volvieras mudo y no se destapara la olla. 

El marinero guarda recortes de diarios y revistas en un bibliorato, en uno de los anaqueles de su pequeña biblioteca. Algunos recortes se los han enviado los pocos amigos argentinos que lo acompañaron en su desgracia; los más antiguos los conserva desde los oscuros días del juicio. Me los muestra, mientras vierte con torpeza el agua caliente en el mate. Un hábito carcelario que no ha podido olvidar. Así no se hace, le comento sublevado ante la herejía. El agua debe caer donde se hunde la bombilla, y ésta nunca se usa como cuchara para revolver. Milivoje sonríe entre los pelos de su barba gris y deja la pava y el mate bajo mi autoridad criolla. 

De uno de los biblioratos abiertos se desparraman un par de recortes sobre la mesa. Elijo uno. 

«Acusado de asesinar a Marta Godoy, una prostituta de Necochea, en 1979, este marinero yugoslavo fue condenado a 16 años de prisión. Pero resultó ser inocente. En un juicio donde declararon 29 personas, la única que no tenía antecedentes penales ni judiciales era Pesic. Fue condenado. En el calabozo, Pesic, sin hablar más de unas pocas palabras en castellano, hace un dibujo con los rostros de Carlos F. y de Juan H., que luego se comprobaría que eran los verdaderos asesinos de la chica. Son apresados en Sevilla, donde confiesan el crimen. Pesic se comió cinco años y medio de cárcel… siendo inocente. Fue torturado y castigado. Me di el gusto de despedirlo en Ezeiza, en 1985. Y en su pobre castellano, me dijo: Adiós, mi hermano argentino. 

Enrique Sdrech»

III

El marinero de los ojos claros se resguarda en silencio contra el filo de la ventana que recorta el minarete musulmán y la lejanía blanca de un cementerio. A su espalda, queda una puerta y un sillón sobre el que hay un diccionario de inglés junto a una nueva edición de Rime of the Ancient Mariner de Coleridge. Después de la guerra, dedicó su tiempo a aprender idiomas, con una habilidad extraordinaria que le permitió prescindir de profesores. Al igual que con los ciegos, la necesidad fue maestra y consejera para oír y entender lo que nadie oye.  

Ante él, no puedo dejar de pensar en la madeja enmarañada de su historia y en el extraño y poderoso instinto por sobrevivir y sobreponerse. Podría tratarse de un brumoso letargo, una sombra que hubiera logrado imponerle la guerra; pero Milivoje, ha bebido su propia sangre, y navega aún por un océano de muertos y de serpientes que se hunden en el barro. 

El tiempo no te descubre nada gratis. Te lo cobra y no podemos pagar. Milivoje me sorprende con esta reflexión. Está todavía de espaldas, con los ojos transparentes puestos en la tardecita que se anuncia por la ventana. Hace un buen rato que está ahí, en silencio, mientras leo los recortes y cebo mate. Se da vuelta, ahora, y me pide uno amargo. Está helado, protesta y se sienta en el sillón, apartando los libros a un lado. Parece como que quiere empezar a desovillar un pensamiento y aclararlo. Está incómodo. Se vuelve a parar y camina hacia la biblioteca, escoge un libro y lo abre en donde una cinta roja marca la página. Lee: 

“Hay quien observa, hay quien espera

oír dos veces a la vida, hay quien ve

los primeros tallos en invierno

y busca respuestas en la escarcha,

respuestas que en el aire están:

en la cima del tiempo no nacido”

Pesic deja resonando el último verso. Cierra el libro y me cuenta que se lo trajo de la cárcel de Azul, donde trabajó en la biblioteca encuadernando libros destartalados. Era una manera de acercarse a aquel idioma desconocido y, de a poco, dejar penetrar las voces de las palabras. Pegó las tapas y cosió las páginas de este librito que no sabía leer ni comprendía. Luego, imaginó, tal vez acertó, que eran libros que, por desidia o descuido, los milicos habían robado en las casas allanadas y, por quién sabe qué misterioso derrotero habían ido a parar a la cárcel. Por fonética aprendió la música del nombre del poeta: Rafael Felipe Oteriño.

Mi sorpresa es cada vez mayor y admito que la escena se vuelve de película. El marinero de la mirada brillante se ha vuelto tan oscuro como su caso; no sólo dice cosas difíciles, sino que encima lee poesía. Le doy un mate aguado y dulzón para sosegarlo y arrastrarlo hasta la orilla de la mesa. No quiere. 

¡Y… la verdad que el mate está un asco!

Osvaldo Picardo
Osvaldo Picardo
(Mar del Plata, Bs.As., 1955) es poeta, ensayista y crítico argentino. Una de las figuras destacadas de la «poesía de pensamiento» que se dio en el período posterior a la dictadura cívico-militar (1976-1983). Docente e investigador universitario, exdirector de la Editorial de la Universidad Nacional de Mar del Plata (EUDEM) y director de la revista La Pecera. Algunos de sus libros de poemas son: Quis quid ubi: Poemas de Quintiliano (1998), Una complicidad que sobrevive (2001), Mar del Plata (2005 y 2012), Pasiones de la línea. Poemas de Nicolás de Cusa (2008), O.P.Vida de poesía (2008) y 21 gramos (2014). Entre sus libros de ensayo se destaca: Primer mapa de poesía argentina. Solicitudes y urgencia. El noroeste: la carpa y tarja (2000); la edición de la Antología poética de Joaquín O. Giannuzzi, (Madrid, Visor, 2006). Recientemente publicó Poesía de pensamiento, (Madrid, Endymion, 2016). Ha traducido junto a F. Scelzo y E. Moore The love poems de James Laughlin y han sido publicadas, en revistas y periódicos, versiones suyas de E. Pound, D. H. Lawrence, M. Yourcenar o K. Rexroth

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