Ponele que tenés una hoja en blanco y una lapicera. Y en tu cabeza se cruzan miles de ideas pero sin forma ni coherencia. Yo qué se: un recuerdo, la lista del súper, el made in China de la lapicera, que el papel lo inventaron los chinos, una película, ideas filosóficas. Pero así como vienen se van y no escribís nada. Hasta que te cansás y decís “Okey, lo acepto, hoy no es un día para la literatura. Mejor agarro el teléfono y organizo qué hacer a la noche.” Y antes de tomar el celular hacés con el papel un bollo y lo tirás por ahí.
Y ponele también que mientras escribís el mensaje a un grupo de amigos sentís crujidos cerca tuyo. Y entonces levantás la vista y notás que el bollo de papel crece en tamaño y flota en el aire. Y de repente se dirige con toda velocidad hacia vos y te pega en la cara de modo que caés al suelo con la boca ensangrentada. Y el papel, no contento con ese ataque, quiere darte un nuevo golpe. Pero cuando está por knockearte otra vez, la lapicera con la que escribías le lanza una especie de cohete de tinta que explota en el bollo de papel. Y así, sin entender nada, sos testigo de una batalla que va más allá de vos. Y solo pensás en lo raro que son los inventos chinos.
Eso le expliqué a los de la editorial. No me creyeron. Y ahora tengo una demanda por incumplimiento de contrato ya que nunca entregué el libro que me había comprometido escribir. Es más, renuncié al mundo de las letras. Ya no quiero que me revienten a palos. Ni siquiera me le animo al Word. Si lapicera y papel hicieron todo eso, imaginate de lo que puede ser capaz una computadora.
Ahora al fin entiendo que todo libro nuevo es una patraña, una mentira que oculta este feroz enfrentamiento entre lapiceras y papeles orquestada para acabar con los escritores. Una guerra, que, gracias a los inventos de los chinos, privará al mundo para siempre de toda nueva literatura.