Las posibilidades de la luz

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Supongo que me despertó el terrible dolor de cabeza. Era un latido incesante. Sentía como si, a intervalos regulares, me acuchillaran justo arriba de la nuca. Era imposible saber cuanto tiempo había estado inconsciente después del golpe, que era lo último que recordaba, de la misma manera que era imposible saber dónde estaba: tenía los ojos vendados. Más bien tenía puesta una especie de capucha, no muy gruesa, ya que a una determinada hora del día lograba percibir ciertas formas. La luz que entraba en el recinto que ocupaba provenía de una ventana minúscula, como si a la pared le faltara un ladrillo a pocos centímetros del techo.

Por esa misma luz llegué a contar al menos dos días con sus noches antes de que alguien abriera una puerta y me desatara las muñecas. Más tarde volvió, yo ya me había sacado la capucha y pude verlo. No hizo ningún comentario, me miró con cierto asco y me tiró un plato de guiso a los pies. La mayoría del contenido del plato de metal quedó esparcido por el suelo. Empecé juntándolo con las manos. Terminé lamiendo el piso, no dejé una gota.

Al principio, -es probable que por simple y duro pánico-, no escuché nada, pero con el transcurso de las horas pude ir descubriendo ciertas voces, apenas unos susurros y quejidos. Así supe que no estaba sola.

Con la sucesión de las semanas aprendí a identificar los momentos del día por los gritos, que se combinaban con el reflejo de la resolana que ingresaba por el ventanuco. Mismo punto de luz significaban mismos gritos. En una época, que en ese momento me parecía muy lejana y ajena, usaba reloj, calendario. Pero allí, en el piso de cemento, lamiendo las sobras, aprendí a saber qué hora era por los aullidos de dolor que me llegaban a través de las paredes, como campanadas desde el infierno. Por ejemplo, a la derecha, bastante lejos de donde me encontraba, una mujer no muy joven gritaba antes de la hora de la comida; o, a mi izquierda, había alguien bastante mayor que gemía, como intentando no gritar, con todas las fuerzas de su voluntad. Esos gemidos me indicaban que ese día no le tocaba al otro hombre que estaba más cerca a mi derecha.

Algunas veces yo también añadí unos versos al soneto de dolor que escribía junto a los desconocidos que moraban entorno mío, unidos apenas por el seguro espanto que nos producía oír como se acercaban de a poco los sollozos hasta que alguien pateaba la puerta y nos llegaba el turno. Gritos, súplicas e insultos del otro lado de la pared, luego, el silencio. Segundos después, me llegaba el turno. Ese sentimiento era compartido, no me cabe duda, así como también el frío. Ese frío que brotaba del piso y de las paredes, como fuego congelado. Ningún invierno posterior pudo equipararlo. A veces dejo la mano bajo el chorro del agua helada, siempre se me llenan los ojos de lágrimas.

El único contacto con el mundo exterior, –aparte de lo que llegaba a mis oídos-, era el hombre que me daba de comer una vez al día. Nunca habló. Nunca le hablé. Aprendí, sin proponérmelo, sus rasgos de memoria. Podía evocarlo en la oscuridad, cuando la angustia me aplastaba el pecho y sólo quedaba llorar. Llorar y buscar acomodo en el suelo. Llorar y tratar de no apoyar el lado que más me dolía en ese momento, donde había recibido más golpes. Llorar y destrozarme las uñas arañando las paredes.

Hace unos meses, después de décadas de haber vuelto a dormir en una cama, después de décadas de tener las uñas largas y esmaltadas, después de décadas de estar comiendo con cubiertos… después de décadas, volví a verlo. Era empleado en una concesionaria de autos. Me miró con el mismo desprecio con que me arrojaba un plato de sobras a los pies hace tantos años. No me reconoció. Estaba viejo, pero así hubieran pasado mil años, hubiera sabido quién era. Me invadió un odio visceral. No por el asco en sus ojos, o por los golpes, o por la soledad que todavía no se va. Sino porque cada mañana cuando despierto me pregunto, no puedo evitarlo, cuantas de esas voces que aprendí a identificar fueron silenciadas, cuantos de esos gritos fueron acallados para siempre.

Esa misma tarde lo denuncié legalmente. Ahora él ya debe saber quien soy. Mañana empieza el juicio. La responsabilidad de poner el último verso a nuestro soneto hace que, aún respirando a pesar de ellos, escriba esto.

María José Sanchez
María José Sanchez
1982. Marplatense. Estudió Gestión Cultural y estudia Historia en la Universidad Nacional. Publicó dos libros de poemas, Último Desierto y Hoy, así, con Letra Sudaca Ediciones. En España se publicó en 2013 su primera novela, El amor y sus tumbas, por Algón Ediciones. Escribe notas de opinión para algunos medios.

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