La señorita Anna Motleri estaba leyendo aquella tarde lluviosa un libro de cuentos de Dino Buzzati cuando oyó un ruido perturbador en la habitación de al lado. Se levantó prontamente y se topó con una máquina enorme, del tamaño de un ropero o más grande todavía, aunque de silueta como inclinada. Hasta donde la señorita Anna conseguía recordar, esa máquina era nueva. Nunca antes había estado allí, en su casa. Y, por descontado, ella jamás la hubiese puesto en el centro de una habitación entorpeciendo así el paso. El armatoste despedía uons zumbidos altaneros y su función resultaba incomprensible. La señorita Anna retrocedió de manera instintiva y se preguntó si aquello no tendría cierta afinidad con el cuento de Buzzati que había empezado a leer, ¿por qué no? El cuento hablaba de una máquina que detenía el tiempo, supuestamente inventada en la universidad de Pisa. Por un rato, la señorita estudió aquel panorama con sus ojos penetrantes, sin decidirse a tocar ninguno de los botones. A la postre, segura de que el artefacto provenía de las páginas del libro, tendió su mano huesuda y con un dedo apretó el único de los muchos botones que emitía luz. La máquina tembló un poco y en una exigua pantalla, entre sonidos y parpadeos, se materializaron dos, cuatro, seis, ocho números, con seguridad una fecha, pensó: 17 – 10 – 1953. Sí, eso tenía que ser: el día, el mes y el año en que se detendría el mundo. Una fecha curiosamente anterior a su nacimiento. Incrédula ante esto último, decepcionada porque el gesto no había suscitado consecuencias significativas, la señorita Anna quiso volver a la otra habitación, pero sintió que sus pies se movían en cámara lenta y se percató de que había un silencio desconcertante. Ni siquiera se oía la lluvia o el tránsito de la ciudad. ¿La máquina estaba ejerciendo alguna clase de efecto? Lentísima, la señorita Anna se desplazó hacia el sillón donde la aguardaba el libro. Allí vio algo imprevisto: el libro era el mismo libro, pero sumamente delgado. De la treintena de cuentos quedaban apenas ocho. La señorita buscó el cuento que había empezado a leer, el de la máquina que sabía frenar el tiempo. No lo halló por ningún lado. De pronto recordó la fecha. El año en el que la máquina había detenido el mundo era previo a la publicación del libro. La deducción fue inmediata: Buzzati no había llegado a escribir todos los relatos. Sería exagerado decir que la señorita Anna sintió un estremecimiento. Lo seguro es que, no del todo recuperada, se hizo una pregunta natural: ¿por qué, si todo se había paralizado, ella seguía en movimiento? Tal vez la respuesta estuviera en el cuento de Buzzati. Tal vez ahí se explicase que las personas nacidas luego la fecha elegida para detener el tiempo (algo que era, claro está, una suerte de paradoja: nacer después de que el tiempo se ha interrumpido) perdían de modo paulatino la potencia y la rapidez, como ahora empezaba a ocurrirle a ella. La señorita Anna se imaginó un proceso irreversible: su vigor iría menguando con el correr de los minutos, hasta el reposo absoluto, hasta la quietud total. No se atrevía a asomarse por la ventana ni a encender el televisor ni a llamar a las puertas de alguno de sus vecinos. No se atrevía y, peor aún, no le quedaban fuerzas físicas para algo así. De repente se acordó: ¡la máquina, en la habitación de al lado! Un simple gesto suyo y las cosas se pondrían otra vez en movimiento. Así que anduvo, lo más de prisa que pudo, muy despacio, muy despacio, como en esas historias de fantasía o ciencia ficción que tanto amaba leer y donde a menudo aparecía un salvador del planeta o de la civilización. Pobre Anna, entre un paso y el siguiente parecían transcurrir horas. Pero llegó y, con una especie de nudo en la garganta, vio un vacío en la habitación. Ni el más mínimo rastro de la máquina. La escena era alarmante, aunque no tan descabellada, caviló. Si el cuento de Dino Buzzati no se había escrito jamás, no encontraba razón para que existiese aquella máquina, no había modo de que la máquina hubiese saltado de la ficción a la realidad. Eso estaba diciéndose, sin saber si debía sentir alivio o preocupación, cuando creyó oír no muy lejos un zumbido familiar: era un zumbido insistente, era el ruido perturbador de la máquina de detener el tiempo, pero cada vez más débil, pero cada vez más lento, más pausado y más trabajoso, pero cada vez más…
(Este cuento forma parte del libro “Inventario de inventos”, publiucado por editorial Impedimenta)